Realizamos el cambio de pesos colombianos a bolívares en Maicao Guajira colombiana donde cojimos dos motos taxis y cruzamos La Raya frontera entre Colombia y Venezuela. Ya era tarde cuando llegamos al puesto de control fronterizo y no había transporte alguno para continuar nuestro camino así que nos quedamos sentados dentro del edificio de aduanas pensando qué hacer. De noche la cosa se puso muy fea y fue entonces que un hombre con una visera serigrafiada con la bandera de Venezuela camisa y pantalón azul se nos acercó.
—¿De dónde eres? —Me preguntó el oficial de inmigración.
—español —contesté.
—¿Qué te trae por aquí?
—Estoy de viaje.
—¿Vienes de fiesta te gusta la marihuana y el ron?
—La verdad ni fumo ni bebo.
—¿Lo juras? —dijo.
—Lo juro —afirmé.
—Júralo con la mano en el pecho y di “la madre”.
—La madre –dije con la mano en el pecho.
—Así se dice español «la Madre Patria».
Llegaron más compañeros y continuaron con las bromas.
—¿Eres español? —me seguía preguntando el oficial de inmigración.
—Sí, claro la Madre Patria –dije con mi mano en el pecho.
—¿A dónde te diriges?
—A Caracas, señor.
Así pasaron un rato entretenidos conmigo y luego con Vera. Eventualmente los agentes se cansaron y volvieron a su rutina. Cada cierto tiempo pasaba uno que otro carro o camión en medio de lo que es un Comercio bilateral o trueque continuo. A los amigos, a quienes les pagaban o a quienes les caían bien ni los revisaban y los dejaban pasar. Ejército patrullas fronterizas y policías recibían ganancias de la salida de productos venezolanos que se venden en Colombia y viceversa. La regulación de los precios se resolvía en base al dinero ante la vista gorda de las autoridades. Todos salían beneficiados y el traslado se hacía de noche. Había entrada y salida de mercancías prohibidas o sometidas a derechos de pago para la venta clandestina. Las causas principales del contrabando eran el fraude de las autoridades locales el comercio ilegal de gasolina y un intercambio monetario sin control debido a la devaluación del bolívar.
UN VIEJO CHEVROLET DEL 46
Un viejo Chevrolet motor ocho cilindros se detuvo en el control fronterizo. Tenía las ruedas anchas la chapa oxidada y ferruginosa el guardabarros medio colgando los focos rotos. El guardia se acercó al coche tras un breve diálogo con el propietario para asegurarnos que aquellos dos chicos nos acercarán hasta Maracaibo. Entonces Vera y yo decidimos aventurarnos. El conductor se bajó del auto abrió el maletero con fuerza y nos lanzó nuestras mochilas como un saco de patatas. Aquel joven al que miré desconfiado era flaco con la cara cicatrizada y un cuello largo de jirafa. No muy cortés me abrió la puerta trasera y mi mano apenas pudo sostenerla pues pesaba una tonelada. El espacio interior era enorme así que no tuvimos que agacharnos para entrar y podíamos estirar los pies en unos brillantes asientos de terciopelo rojo. Las ventanas estaban pintadas de negro. En la parte delantera estaba el joven que nos abrió el coche y su acompañante.
Nadie sabría de nosotros a la vez que estábamos muy nerviosos pero ya no había nada que hacer porque estábamos adentro. La situación resultaba incómoda cuando uno de los chicos nos preguntó qué hacíamos y a dónde nos dirigíamos. Simplemente dije Maracaibo. El joven arrancó sin hablar mirando fijo a su atribulado compañero sentado a la derecha de la parte delantera del coche. Estas fueron las únicas palabras que se escucharon. Los voluntariosos y mudos chicos encendieron un viejo transistor para después tocar un botoncito y escuchar las noticias de asesinatos y desaparecidos. No era un momento oportuno para escuchar ese tipo de noticias pero así fue. La palanca de cambios las luces de cruce el cuentakilómetros y los pedales junto con todos los mecanismos que poseía aquel coche parecían estar fabricados para un ciego porque eran enormes. Era imposible que no estuviera nervioso pero a pesar de la situación la compañía de Vera hacia el momento algo menos penoso e incierto. La lluvia caía fuertemente y la noche estaba opaca totalmente cerrada. No nos encontramos ni un alma en la carretera pero nos deteníamos cada tanto para un control policial. Se acercaron los policías alumbrandonos aquella noche con las linternas y bajé la ventanilla del auto como un gato erizado. En un lapsus entregué mi carnet imaginando que no valía para nada pero solo quería que los guardias me prestaran algo de atención. Viajar de noche con dos desconocidos en Venezuela es una lotería al rojo y negro un arriesgado y expuesto trayecto. Aquella pérdida de tiempo no les hizo mucha gracia a los dos policías que me mandaron a bajar para llevarme a una garita donde me revisaron desde los pies a la cabeza. Una vez revisaron los pasaportes regresamos al coche y de nuevo igual que un ratón busca salida de un cuarto oscuro la tensión nunca se fue. Miré a Vera imaginando que sus emociones eran tan fuertes y vulnerables como las mías.
El tiempo volvió a arreciar y los relámpagos nos acompañaron todo el trayecto. Se habían terminado los controles y circulabamos de seguido. Era una tormenta con rayos centellas intermitentes donde había zanjas profundas y charcos. Los comercios y locales dormían aún protegidos por rejas impenetrables y portones metálicos. Solo se escuchaba el motor del viejo Chevrolet del 46 cuando nos detuvimos en una gasolinera a llenar el depósito. Los minutos no pasaban y parecían horas. El coche dio un brusco giro a la derecha alejándose de la carretera principal por lo cual la cosa se puso aún más tensa y fea. Cruzábamos un área desamparada por un atajo por calles desvanecidas y enfangadas.
—¿A dónde te diriges? No recuerdo que la estación de buses esté por aquí —dije.
—No te preocupes está ahí mismo pasando el puente. Ya llegamos pana tranquilo —dijo el conductor.
No podíamos hacer nada en esos momentos salvo rezar. Miré a Vera afligida en aquel momento y fue al girar una curva que divisamos la estación de buses donde nos dejaron justo delante de la puerta de un hotel.
—¡Rápido! ¡Vamos Pana no puede uno aventurarse así de noche en Venezuela! Tuvieron mucha suerte con nosotros. Habéis dao con buena gente. ¡Rápido entren!
UN HOTEL DE CINCO ESTRELLAS
Siguiendo sus órdenes nos bajamos del coche y entramos al hotel. ¡En qué clase de lugar habíamos caído! No tuvimos otra opción en aquel momento. La manecilla de seguridad en la puerta no funcionaba y se podían ver agujeros provocados por golpes violentos. Oíamos voces y murmullos de gente que andaba arriba y abajo por los pasillos seguidos de gritos y discusiones frecuentes. De pronto las placas de poliestireno cedieron pendiendo rotas dejando al descubierto parte del techo de la habitación. Hallamos un poco de cartón en el suelo y tratamos de introducirlo en la ranura de la puerta. Por debajo entraban todo tipo de insectos del tamaño de mi pulgar las cucarachas corrían por familias y las manchas oscuras de excremento de chinche en el colchón se identificaban a simple vista. El lavamanos ni tocarlo porque estaba tupido y lleno de basura con los grifos del baño rotos y sueltos. El retrete estaba arrancado fuera de sitio tirado en el medio del pasillo y no existía ducha solo un contenedor oxidado lleno de agua negra. Fue todo tan aterrador que solo nos quedó meternos dentro del saco de dormir y aguardar el día siguiente día. A Vera no le correspondía aquel nivel de vida puesto que era mi camino y mi historia. Vera no tenía nada que ver con aventuras de aquel tipo aún así no abrió la boca. Todo era nuevo para ella pero no para mi que supe que le faltaba poco para terminar su aventura. Aquella noche la gota colmó el vaso y pude verlo en los ojos de Vera en cómo ella sufría aquellas míseras condiciones. Aquella noche Vera se dio cuenta que mi vida no era de turista y que el mundo tenía un color diferente al que nos venden en las agencias de viajes. Atrás había quedado un horroroso día.