De pronto nos encontramos en la terminal de bus de Nairobi con todo un desbarajuste en medio de calles atiborradas de gente y congestionadas de tráfico donde vendían en puestos con sombrilla y de latón discos, películas de dvd, casetes, sonaba la música y aparcaban los buses pegados a las aceras. Tras llegar compramos los billetes y pronto ya estábamos subidos en el bus. En el trayecto hacia Malaba punto fronterizo del lado keniano los controles extorsivos de la policía eran constantes así que cada poco me despertaban de mi sueño aunque al instante volvía a caer.
LAGO VICTORIA
La buena noticia era que ya estamos saliendo de Kenia y entrando en Uganda en donde el paisaje se volvía más tropical boscoso y húmedo. Pasadas un par de horas estábamos atravesando la ciudad de Jinja que tenía algún edificio de estilo asiático donde se podía ver población de origen indio. Esta ciudad con aire colonial inglés crece a orillas del Lago Victoria un inmenso lago de agua dulce circundado por Uganda Tanzania y Kenia. LLeno de exuberancia lavaban las mujeres a la orilla la ropa y secaban al sol los peces. Brillaban los campos con una fuerte luz que se filtraba por los humedales y caía en picado el Martín pescador sobre la superficie del lago mientras los pajarracos con sus picos comían los residuos de los desechos humanos y la basura. Atravesamos un pequeño tramo con alguna que otra casa de chapa entre verdes islotes a ras de agua contemplando a nuestro alrededor las aguas del llamado Nilo blanco ya que se considera que allí nace el majestuoso río y se sigue afirmando que es una de sus principales fuentes. Era interesante ver que estaba ante mí la cuna de ese río que elevó mi espíritu tantas veces a lo largo del viaje que entonces aparecía y desaparecía a mi paso por el continente. Siguiendo su curso fui viendo el río Nilo como una madre que engendra vida y alimenta. Aquel cauce que penetraba en las comisuras de la tierra parecía circundarla una y otra vez sin llegar a morir a ningún lado. Ahora lo miraba en su ámbito casi inmóvil del lago y lo vi como saliendo de su vientre en su nacimiento menos revuelto comenzando a crecer como un niño para morir en el Mediterráneo.
LLEGADA A KAMPALA
Durante muchos kilómetros fueron apareciendo plantaciones de caña de azúcar extensos cafetales y verdes campos de té que cubrían el territorio como un cobertor grueso y suave prolongandose en grandes líneas uniformes dando la sensación de que uno podía tirarse encima de sus hojas y hundirse envuelto en una nube de algodón verde. Entonces se hizo de noche y pronto llegamos a Kampala. A primera vista poco pudimos apreciar salvo el contorno de sus colinas que actuaban como un telón de fondo negro alrededor de un escenario digamos teatral. Tuvimos un recibimiento bien sonoro en la estación de matatus donde reinaba el desorden y entraba por los tímpanos el sonido de los motores. No tuvimos problema para encontrar alojamiento pues había muchos buenos y economicos hoteles cerca de la estación así que descansamos Heber y Yo y quedamos de vernos al siguiente día.
PASEOS POR KAMPALA
En la mañana cuando salimos del hotel decidimos separamos. A Heber le gustaba mucho caminar explorar todo a su alrededor y solía pasar el día afuera. Por el contrario a mí me gustaba estar cerca de mi hotel ir y venir asiduamente muchas veces sin moverme de mi área pues debido a la debilidad de mi pierna no me gustaba mucho alejarme ya que pronto me cansaba. Aquel día Heber se fue a conocer la parte nueva de la ciudad con sus parques centros comerciales y edificios más modernos. Por mi lado no me moví de la parte vieja con sus calles que eran barrizales llenos de charcos y con miles de matatus colapsando el tráfico. Había más talleres de motos coches bicicletas y repuestos de ruedas que puestos de frutas y en medio de vehículos que avanzaban lentamente entre la multitud me abría paso como podía. En sí era una aglomeración urbana un hervidero de gente. Sin embargo me sentía bien pues el clima estaba templado la atmósfera palpitante y bulliciosa.
MERCADO CENTRAL KAMPALA
Se mezclaba el olor de las especies con el humo del tubo de escape de los matatus en el mercado central. Según me aproximé caminando por la acera a un llano donde había cantidad de oficinas de transporte vi unas escaleras que subían a un segundo piso en forma de corredor. Desde allí la visión resultaba privilegiada: tejados de chapa oxidados en edificios envejecidos puestos de hojalata y numerosos pájaros marabús que se habían mudado de la sabana a la ciudad revoloteaban por todas partes. El desorden se mezclaba con el alegre gentío. Me cruzaba con mujeres y sastres que hacían arreglos en máquinas de coser peluquerías y si levantaba la vista a la segunda planta de los edificios llenos de carteles publicitarios me hacía gracia ver a los maniquís de ropa expuestos de pie como personas esperando la fila y ocupando toda la hilera de los pasillos. Me gustó aquel tiempo que pase en Kampala a pesar del ajetreo. Durante los tres días que estuvimos me moví siempre alrededor de mi hotel y aquel recorrido, ida y vuelta lo hacía varias veces al día. Heber iba por otro lado así que poco lo veía pues igualmente todo viajero ha de tener su espacio y estaba bien así para los dos.
PISTAS DE TIERRA ROJIZA
Después de haber repuesto nuestras fuerzas partimos en otro bus rumbo a la región occidental de Uganda. La idea era llegar a la ciudad de Kabale para conocer a los pigmeos que viven en las montañas que rodean el Lago Bunyonyi. En el trayecto la carretera asfaltada desaparecía por tramos y la pista de tierra rojiza se abría paso entre el verdor de la naturaleza. El día parecía nublarse entre pequeñas aldeas donde las mujeres se preparaban para cocinar los plátanos en una olla. El paisaje se pegaba a nosotros y podíamos ver las gotas de agua en las hojas de los bananos a la luz del sol. A la altura de Masaka nos fuimos alejando de los brazos de agua del Lago Victoria y nos dirigimos concretamente hacia el Sudoeste. En aquellas tierras fértiles de Uganda una verde y frondosa vegetación tropical nos protegía.
KABALE
Nada más bajarme del bus una brisa fresca de aire bajaba de las colinas circundantes y es que desde que habíamos entrado en Uganda viajamos por un país de prístina pureza lleno de bosques densos lluviosos y de frondosa vegetación donde habitan en sus montañas los gorilas.
Yo me quedé esperando a Heber sentado en un bar con nuestras mochilas mientras él salió a buscar alojamiento. A Kabale lo conformaba una larga calle asfaltada cubierta por barro rojo a cuyo margen se inundaban las cunetas. Se ramifica el pueblo en calles de tierra espesa que integraban el conjunto. Los comercios se sitúan a lo largo y ancho de la vía principal y los edificios de una y dos plantas tenían propaganda incluida en sus fachadas. Algunos edificios tenían publicidad en sus paredes con pintura de color azul con el logo dibujado de la marca de cerveza Club pero lo que más me llamó la atención fue una original estructura negra de hierro de unos seis metros de altura en la calle que era una botella de Coca-Cola convertida en quiosco. Los niños llevaban trencitas en sus cabellos y las mujeres en su mayoría estaban rapadas. Comenzó a llover cuando Heber regresó por mí y comenzamos a caminar con las mochilas al hombro por la misma vía donde estaba nuestro nuevo hotel. En el patio central recogían el agua que caía por las tuberías rotas del techo y llegaba a un gran depósito. Una habitación doble con dos camas separada esta por una puerta era nuestro nuevo hogar en Kabale.
LAGO BUNYONYI
Aquella nueva mañana bajé primero y en el desayuno intenté localizar un guía. Uno de los jóvenes camareros hizo una llamada y en apenas unos minutos se presentó. Cuando Heber bajó de la habitación ya estábamos concretando el itinerario para hacer un treking con el guía que se llamaba Yoweri quien nos llevaría a las montañas para conocer a los pigmeos batwa. Cerramos el trato y salimos en dirección al lago Bunyonyi. Enseguida subimos a la camioneta saliendo del hotel por la carretera del pueblo viendo de frente al día clarear entre bicis cargadas de piñas y racimos de bananos verdes. Salimos sorteando personas y coches hasta que comenzamos a serpentear kilómetros más adelante por un camino estrecho de tierra entre la frondosidad de los bosques que cada vez se hacían más tupidos. Realmente estábamos inmersos en la espesura de la jungla en la parte alta de las montañas con la mirada puesta en un inmenso lago de agua dulce donde afloraron cantidad de islas cubiertas por la niebla baja y densa que flotaba, mientras enseñaban bandadas de grullas coronadas sus manchas blancas y su gris plumaje. Se abría abajo el Lago Bunyonyi ante nosotros como si no hubiera nada que lo pudiera perturbar.
lA ISLA DEL CASTIGO
Habíamos llegado a la orilla donde una canoa de madera con motor estrecha y honda con forma ovalada en sus extremos se acercó. Desde lejos crujía su tronco viejo y carcomido hasta que finalmente llegó al embarcadero. La manejaba un hombre que remaba con un palo de madera con final en forma de hoja e iban con él sentados sobre unas banquetas de madera dos niños que se dirigían a la escuela. Una vez ellos bajaron y se fueron subimos nosotros. Con el lago en calma y la luz oculta tras la niebla parecía un lugar encantado. Navegando sobre la superficie por el lago nos cruzamos con la isla del castigo: Akampane. En el pasado no hace muchos años condenaban al destierro a las mujeres embarazadas fuera de matrimonio pues eran consideradas una deshonra para la familia de manera que las abandonaban en aquel pequeño islote con un árbol en medio sin alimentos ni agua. La costumbre venía de los bakiga una de las comunidades que habita aquella región. Mientras nuestro guía nos hablaba de la isla hubo un momento en que paró el motor entre la neblina y el vuelo de los pájaros. Todo se tornó enigmático y silencioso debido en gran parte a la gravedad de la historia como si el lúgubre rastro de olvidadas angustias perduraran en el aire. Sin embargo la niebla fue desapareciendo y la ruta se despejó. Durante un tiempo el motor de la canoa siguió encendido hasta que llegamos a la orilla de otro embarcadero y nuestro guía amarró el bote.
MUZUNGU MUZUNGU
Entonces nos bajamos de la canoa en un terreno descampado donde asomaba la tierra compacta y se dispersaron las casas hechas de barro y palos con tejado de chapa ladera arriba. Comenzamos a caminar por aquel empinado terreno atravesando las pequeñas aldeas. Un remanso de paz y un mundo desconocido aparecía ante nosotros donde los niños se nos acercaban gritando: “¡Muzungu Muzungu!” que es el nombre con el que llaman a los blancos en Uganda. En aquel momento era difícil pensar que el país había vivido una limpieza étnica durante los años de tiranía del cruel Idi Amín ex presidente de Uganda. Salvando aquel desnivel avanzabamos por un sendero más allanado en donde había una sombra densa y profunda de árboles con llamativas flores rojas. Nos topamos con una mujer andando descalza con su bebé a la espalda y una olla grande de hierro en la cabeza rodeado su cuerpo con un vestido largo colorido y una camiseta roja. Heber caminaba un poco más adelantado y fue pronto que nos desviamos del mismo sendero colina arriba donde cada curva y subida era un regalo para la vista.
ZIGZAGUEANDO LA LADERA
Al subir zigzagueando divisamos desde lo alto el lago Bunyonyi y veíamos las terrazas de cultivo cubrir las laderas en diferentes niveles. Desde lo alto podíamos apreciar las marcas de los surcos como cuerdas de una guitarra en sincronía sobre el lago del que asomaban islotes como figuras geométricas de un puzle en un laberinto cubierto de árboles. De repente noté que varios campesinos se unieron a nuestra ascensión formando una hilera bien definida. Nos resultaba difícil subir aquella montaña pero ellos lo hacían con facilidad ya que era un recorrido diario. Mientras tanto las mujeres trabajaban duramente la tierra sobre la ladera.
PIGMEOS BATWA
Arriba después de un largo y sostenido esfuerzo encontramos el poblado de los batwa una tribu de pigmeos cuya antigüedad se remontaba a los primeros pobladores del África que fueron expulsados de las selvas impenetrables donde vivían y que se asentaron posteriormente en el lugar donde nos encontrábamos. Vivían en casas de paja hojas y ramas al borde de la frontera con Ruanda. Andaban descalzos los niños con ropas deshechas y enlodados hasta las cejas. Los hombres y mujeres tenían la piel oscura, pelo rizado negro rapado, nariz achatada y vestían harapos de ropas que mostraban una vida muy sufrida. Cuando llegamos ellos estaban alrededor de sus casas y se nos acercaron todos juntándose en un corro para darnos la bienvenida con sus cantos. Los batwa cantaban y bailaban usando diferentes figuras rítmicas y melódicas que se iban uniendo en una improvisación comunal polifónica. Estos pigmeos que apenas medían 1,50 metros de estatura lo transmiten todo por medio de la música. Los niños se acercaron a nosotros para después cogernos de la mano y no pudimos evitar unirnos al baile y contagiarnos de la alegría. Por mi parte era conmovedor sentir ese recibimiento: la música y el ritmo penetraba en nuestros corazones.
DE REGRESO A KABALE
Luego tras la visita al poblado de los pigmeos Batwa regresamos siguiendo los pasos de Yoweri por el mismo camino ladera abajo rumbo al embarcadero donde cruzamos con la canoa el Lago Bunyonyi de vuelta a la ciudad de Kabale. Una vez en nuestro hotel a Heber y a mí nos había marcado la realidad de los batwa quienes a pesar de su alegría habían sido despojados de sus costumbres y abocados a vivir como proscritos en la más absoluta miseria. La belleza de los paisajes se había deformado al ver una cultura ancestral en grave riesgo.