Por aquel motivo había partido feliz aquella tarde en tren de Praga y al mediodía del día siguiente vía Budapest llegué a la capital Belgrado. De repente me encontré perdido en una estación desolada a las afuera de la ciudad. Me había equivocado bajándome una parada antes de mi destino en donde vi que los vagones de trenes y paredes estaban pintarrajeados de grafitis. Todo se veía descuidado y sucio, además hacía frío a la salida donde me encontré una explanada escombrada con mucha gente sin hogar. Allí estaban todos de pie en corro calentándose alrededor de una hoguera. Podía ver poco a lo lejos salvo que vestían pantalones vaqueros y jerséis de lana. Un día gris se abría sobre las cabezas de aquellos pobres hombres sin techo que permanecían frotando sus manos al fuego y expulsando de su aliento un halo de frío. Por el aspecto triste y deprimido del lugar podía encontrarme en un área peligrosa. Perdido y algo asustado debía preocuparme entonces en encontrar mi itinerario. Saliendo hacia la calle pregunté a una pareja de chicos que se habían bajado conmigo del tren cómo podía llegar a la ciudad. Siguiendo sus pasos cruce con ellos al otro lado de la carretera. Un autobús de línea se detuvo y entramos por la puerta trasera que estaba a rebosar de gente. Viaje aquel trayecto atrás de pie apretujado contra la puerta aguantando el peso de mi mochila, ya que no había lugar para descargarla. Al llegar a un nuevo país sin moneda local todo se hacía más complicado a la hora de pagar. Sin dinero, embotellado y sin hablar el idioma no podía comunicarme con aquellos chicos, pero les enseñé la dirección a donde me dirigía. Ellos me indicaron que me avisarían en una parada cercana. No era capaz a ver nada con claridad, afuera en la calle los cristales estaban sucios, el día un poco oscuro, con ganas de empezar a llover. Veinte minutos después el bus se detuvo y los chicos me avisaron para que me bajara, allí fue donde me bajé sin pagar. Todo me había salido perfecto. Era cierto el dicho de que no hay mal que por bien no venga. Al pisar la calle por un instante no sabía dónde estaba, fue que levanté la mirada y enseguida me di cuenta que en el centro ciudad» en la plaza de la república» frente al museo y el teatro nacional en donde se encuentra la estatua ecuestre en honor al príncipe de Serbia Miguel iii Obrenovic. Se cubrió de nubes el cielo a mi llegada y mucha gente caminaba por las calles, en los bares y cafeterías. Fue rápido que di con mi alojamiento.
Cuando llegué de tarde a la recepción de mi nuevo hostel me brindaron una copa de champagne para celebrar el año nuevo. El albergue resulto ser un viejo apartamento lleno de jóvenes que festejaban bebiendo cervezas de dos litros y medio. Yo me compré una para mí y pasé el día sin salir del hostel donde veía a mis nuevos compañeros por las habitaciones y literas corriendo arriba y abajo. Después de las campanadas de fin de año me fui a dormir solo a mi habitación debido a que mis compañeros de cuarto llegaron alegres al amanecer.
Al levantarme me encontré con la ciudad cubierta de nieve. El termómetro marcaba -2 grados bajo cero y las máquinas quitanieves trabajaban sin descanso cuando salí a caminar. Ya comenzaba el frio a rascar. Lo primero que hice fue sacar dinero del banco y salir a comprar ropa de invierno. Indagando por las calles bajé unas escaleras y fui a dar a un pequeño subterráneo con algún comercio donde encontré una tienda china que vendían el mismo anorak con el que había viajado por el Tíbet.
Más adelante me tropecé con edificios de apartamentos austeros de la época comunista, grises y poco lucidos, con fachada de hormigón, sin ornamentos ni excesos. Por una larga avenida circulaban constantemente trolebuses eléctricos que transitaban arriba y abajo entre los cables que se atravesaban por toda la vía.
Aunque no solía alejarme mucho de mí área por donde más yo me movía era en el eje comercial que transcurría por la calle peatonal Knez Mihailova » la arteria principal que conecta la plaza central Terazije con el parque y fortaleza de Kalemegdan». De una sencilla iluminación colgaban las guirnaldas navideñas sobre los edificios con tiendas de moda, cafeterías e instituciones académicas. En sí era en sí la calle más bulliciosa de Belgrado con multitud de gente aquel día fresco de año nuevo haciendo sus compras en las tiendas. Tan larga era la calle que di vuelta atrás antes de llegar a ver el final de la misma en la proximidad a la confluencia ríos Sava y Danubio.
No era aburrida la ciudad ni podía llegar a sentir el reflejo de su historia reciente después de sufrir el rechazo social con los bombardeos de la Otan tras la guerra de Kosovo. Todo lo contrario, con una atmosfera grisácea la veía llena de vida y con un buen ambiente nocturno. Tal vez el mundo había vivido pocos años atrás una guerra en los Balcanes, pero yo quería vivir su realidad presente siendo espectador de un día de hoy sin escuchar el sonido de las bombas ni las balas al frente.