KAFOUNTINE
Dos horas después de cruzar la frontera de Senegal pasado el mediodía llegué a Kafountine. La estación de llegada de transportes estaba a las afueras así que le pedí al chofer de un mototaxi que me llevase a un alojamiento en la ciudad para descansar y localizar a Majo mejor el siguiente día.
Se metió por caminos de tierra y arena donde había casas rurales esparcidas por el campo. Pasamos amplios terrenos con plantaciones de plátano, arbustos, árboles de cajou y palmeras. No veía pueblo alguno solo una rica vegetación. Me llevó a un bonito hotel en un lugar tranquilo cerca de la salida hacia una playa. Descansé en una gigante y confortable habitación pero al día siguiente me tuve que mudar de allí al centro del pueblo porque el hotel era muy caro para mi presupuesto. Entonces quedé con Majo para encontrarnos en un bar cercano. Cuando llegué me encontré con un hombre que me preguntó si yo era Carlos. Era Majo y la verdad fue bastante fácil reconocernos puesto que el idioma nos delató.
—Te estaba esperando –dijo Majo–. Mañana llegará Alberto. Puedes venir a mi casa.
—¡Perfecto! –contesté.
Majo se había mostrado muy amable conmigo como si me conociera de toda la vida.
Después de una breve pausa le pregunté:
—¿Y a ti que te trajo por aquí?
—Pues un cambio de vida. Tengo una cabaña en el monte la cual alquilo en Cantabria y unos pocos ahorros. Con eso tenía la intención de irme a vivir a Marruecos pues llevo bajando desde España ocho o nueve años seguidos. Un amigo mío que vive aquí en Kafountine me recomendó venir a Senegal y finalmente terminé aquí.
Majo vivía en una casa de alquiler en un desvío cerca del mercado a un par de kilómetros del centro del Kafountine a donde llegamos andando por un camino entre verdes campos. Un gran portón metálico rojo diferenciaba la entrada. La parcela de terreno en sí era muy extensa con árboles frutales y columpios de madera. Su casa de una sola planta con un gran salón cocina y una habitación. Cuando llegamos me di cuenta que dentro de la casa vivía más gente porque al instante una mujer se acercó y le dio un beso a Majo. Era Jaineba su pareja natural de kafountine que llegó con su hijo en brazos. Majo se adaptaba al cambio cultural pues le gustaba la vida del campo y su idea era quedarse por una larga temporada. Pronto llegó la noche y caí dormido.
ENCUENTRO CON ALBERTO
A la mañana siguiente Alberto llegó directamente a la casa. Desde Estambul no lo veía y había transcurrido un año desde aquel entonces. No había cambiado nada pues llegó con el mismo buen rollo de siempre con su pelo por los hombros el collar tribal y su riñonera de cuero por la cintura. Tomamos un café de bienvenida y bajamos al pueblo. La mayoría de las veces lo hacíamos andando pues era un paseo agradable entre rica vegetación. Por el camino pasaban mujeres con calderos en la mano adolescentes con holgados pantalones de reggae y el pelo de rastas y los niños con camisetas del Barça. Me sentía disfrutando en compañía de dos amigos unas leves vacaciones algo que llevaba mucho sin sentir acostumbrado que estaba a la austeridad de viajar solo. El camino fue tranquilo y llegando al pueblo Jaineba se fue a visitar a su familia mientras que nosotros entramos a un bar en una zona donde había para escoger variedad de bares y restaurantes.
—¿Qué quereis tomar? –preguntó Alberto.
—Yo me tomaré una cerveza –dijo Majo.
—Yo también –dije yo.
Aquel bar tenía una terraza al aire libre y adentro del local tocaba una orquesta que tocaba música reggae y africana. En poco tiempo Alberto estaba familiarizándose con los instrumentos mostrando mucho interés en ellos pues no solo había llegado a Senegal para visitar a Majo. A decir verdad sus viajes siempre estaban relacionados con la música.
—¿Te acuerdas cuando nos conocimos? –dijo Majo a Alberto.
ÉL sonrió y mirándolo a los ojos, le dijo:
—Claro cómo no. Hace veinte años en un festival de música folk en Cantabria, tu tierra –contestó Alberto.
—Y tú Carlos, ¿dónde conociste a Alberto? –me preguntó Majo.
—Pues en Turquía. Allí estábamos los dos hace apenas un año por las calles de Estambul buscando el barrio de Uskudar en la parte asiática preguntando por un taller en donde fabrican laúdes.
—Este Alberto no cambia: la música siempre le llama –dijo Majo – Ya me contó algo de tu vida de viajero es de admirar.
Después de hablar Majo se amarró con una goma la coleta del pelo y pidió otra ronda de cervezas.
—¡Salud! –gritó Alberto.
UNA TARDE DE CHARLA EN KAFOUNTINE
En una mesa al lado nuestro había un grupo de mujeres francesas y españolas pues a Senegal llegaba en gran medida el turismo extranjero. Era común ver mujeres maduras europeas cogidas de la mano con jóvenes senegaleses. Aparte de eso el buen ambiente la calidez de la gente y el clima tropical me hacía ver a Senegal como un lugar idóneo para tener un primer contacto con el África occidental.
Cuando no teníamos gana de bajar andando lo hacíamos en taxi con un amigo de Majo que venía a recogernos. Solíamos parar en una tienda de artesanía en el centro que funcionaba también como restaurante. Estábamos muy cerca de la playa y del puerto.Majo pidió un café Alberto y yo un zumo de frutas, después nos sentamos a charlar.
—Sabes Carlos siento que he vivido toda una vida en una burbuja y África me ha despertado a la realidad. Muchas veces voy por la calle y los niños se me acercan diciendo “TubabTubab”,blanco, blanco, dame dinero.
—Entiendo lo que me dices. En Africa tienes que aprender a decir no, aunque duela –le respondí sin evitar pensar en Boudry.
—Bueno, de todos modos estoy pensando en venir definitivamente a vivir aquí. –dijo Majo.
—¿Sabes Alberto? Tu amigo Majo es un gran tipo –dije.
—Claro te lo dije Majo es majo por eso le pusieron ese nombre –contestó Alberto.
UN DÍA DE FAENA EN LA PLAYA
Alberto y yo nos fuimos aquel día a caminar por la extensa playa de Kafountine donde el olor a pescado y basura lo invadía todo. Detrás de mí dos hileras de unos veinte hombres tiraban con todas sus fuerzas de dos cuerdas sujetas una a cada lado de una gran piragua intentando arrastrarla con ayuda de unos troncos de la arena hacia el mar. La costa estaba toda cubierta de sardinelas muertas que servían de comida a las aves carroñeras y algunos hombres estaban sentados en la arena arreglando las redes. Aquello me hacía pensar que la vida de aquel pueblo de pescadores estaba ligada al mar. Alberto paseaba solo por la orilla hasta que lo perdí de vista y yo me quedé sentado acompañado por las voces de la gente que venían de todas partes. Detrás de mí construían cayucos de madera que se preparaban para salir a alta mar y que eran pintados de colores o reparados a golpe de martillo en la arena. Caminando más adelante me encontré con una muchedumbre de gente que esperaba ansiosa en la orilla de la playa a cientos de piraguas que estaban pegadas unas a otras balanceándose en medio del oleaje. Parecía un evento de una gran competición. Unos salían y otros volvían del mar con el botín de la faena Las piraguas llenas de pescado llegaban al atardecer. Voluntariosos porteadores formaban en hilera una cadena y llevaban cajas vacías hasta las piraguas donde los marineros con redes de captura y palas las iban llenando una a una de pescado para luego ser llevadas de nuevo a la orilla. A lo lejos atuneros cerqueros con bandera extranjera llegaban a faenar a los caladeros africanos pues el mar no tiene dueño si se paga con dinero.
PESCADO AHUMADO SALADO Y SECADO
Me alejé un poco de la orilla en la playa de kafountine y vi burros tirando de carros cargados de madera hasta reventar. Había montones de piras de leña acumulada por el suelo que era llevada a grandes hornos de barro donde se amontonaban y depositaban el pescado donde era salado ahumado y secado. Entretanto varias mujeres se encargaban de preparar el pescado quitándole la piel y las escamas, y en aquel momento sentí angustia cuando vi una madre trabajando que sujetaba a su bebé en un brazo mientras se tragaba una permanente fumarada. Hasta yo me sentía asfixiado y tenía irritados mis ojos y mi garganta. Era lo más parecido a un crematorio hindú. Sin embargo lo que era difícil de entender para mí tenía un valor profundo para la gente del pueblo. Era su sustento pues todos vivían gracias a la pesca y en medio de los olores fuertes y la humareda me daba cuenta que ganarse la vida no era fácil pero les bastaba con poco para poder vivir. Fue entonces cuando me encontré con Alberto y regresamos a casa.
RÍO CASAMANCE
Navegando por el río Casamance que nace en el suroeste de Senegal con el suave sonido del motor el aire húmedo llegaba más caliente. Garzas de plumaje blanco nos acompañaban a lo largo del viaje y arriba en la copa de un árbol pude ver un águila de forma estilizada. Bajo manglares y humedales de palmeras los patos se sumergían en el agua mientras los perdía de vista. En el cielo numerosas especies de aves se movían en sincronía batiendo sus alas igual que un péndulo oscilando de un lado a otro. En aquel momento de quietud siguiendo la corriente del río Alberto y yo tuvimos tiempo para conversar.
KARABANE
Nos encantó aquel lugar tranquilo donde nos recibieron amablemente nada más poner los pies en tierra. No había carreteras ni coches y apenas había visitantes. Las amas de casa tendían la ropa y la llevaban en cestos. Caminamos por la playa preguntando por alojamiento y así conocimos a una española llamada Vanesa que iba acompañada por un chico nativo de la isla llamado Jawara. Ella fue quien nos recomendó uno de los hoteles donde nos hospedamos. Entonces nos acompañó y al llegar nos invitó a tomar unas cervezas en el bar que había a la entrada. Era el típico bar tropical con barra mesas y sillas de bambú. Pegado al mismo estaba la recepción unida por un puente en curvatura que hacía de puerta de entrada al hotel el cual constaba de un largo recinto rectangular con plantas y flores que separaba las habitaciones a ambos lados. Con salir de la habitación ya estabas en el bar tomando algo con los pies descalzos sobre la arena. Vanessa una chica de barcelona se le iluminaban los ojos cuando miraba a Jawara comentando orgullosa que era su novio. Lo había conocido en unas vacaciones que había hecho a Karabane con unas amigas. Frente a ella estaba sentado Jawara un poco más alto y delgado al que se le notaba su cuerpo bien tonificado. Caminaba la gente por la playa despacio sin dejar de saludarse unos con otros y no había persona allí que no se conociera.
ALMUERZO DE BARRACUDAS
A la mañana siguiente Alberto y yo nos sentamos a desayunar unos huevos revueltos con fruta en la terraza de una familia local que tenía su casa a la orilla del mar. Por la mañana el sol salía suavemente hasta esconderse por los manglares y a medida que avanzaba el día se filtraba sus rayos más intensos sobre el agua adoptando tonos anaranjados entre las hojas verdosas. Abad el dueño se sentaba con nosotros a charlar. Desde ahí podíamos contemplar las aves volar y si queríamos pescado para el almuerzo dábamos temprano la orden. Entonces Abad salía a pescar en su barca y llegaba con barracudas. Así encargamos nuestra comida en la pequeña isla de Karabane en donde era muy fácil encontrarse unos con otros. Aquel día ya pasado el mediodía nuestro menú llegó acompañado de ensalada y arroz.
DE PASEO EN KARABANE
Cuando despertamos nos dimos un pequeño paseo. El comercio de esclavos y la evangelización también habían llegado a aquella isla al toparnos con una vieja iglesia bretona y algunos muros de piedra en pie que antiguamente hacían parte de prisión de esclavos. Alberto se detuvo en una tienda de un artista local en donde se venía ropa bolsos y telas de colores vivos. Allí compró un pantalón hippie en tejido de algodón fino y estampado con rayas.
lOS SONIDOS DEL YEMBÉ
Siendo músico los viajes de Alberto siempre habían estado ligados a su pasión aunque aún no había tenido la oportunidad de descubrir profundamente la cultura musical de Senegal. Sin embargo cuando cayó la noche escuchamos una música que sonaba a lo lejos. Alberto reconoció el sonido y caminó por la orilla de la playa como si sus ojos alumbraran en aquella oscuridad. Sabía que sonaba el yembé y nada lo detendría hasta encontrarlo. Al ver su entusiasmo decidí acompañarlo. A mí me bastaba con pasear un rato pues no tenía tanta apetencia por la música. Aquella noche liviana con olor a hierba y a coco me dejaba llevar como un sonámbulo por los pasos de Alberto. Cuando llegamos nos llamó la atención que era un grupo de hombres sentados en taburetes sobre la arena de la playa a la sombra de un gran árbol. Nos detuvimos a su lado mientras ellos no dejaron de tocar. Sin mediar palabra nos abrieron un hueco entre ellos y durante un largo rato estuvieron tocando el yembé al son de la noche en la arena. El sonido me hacía sentir algo que iba ligado a ellos desde siempre pues desde niños los diolas de la isla de Karabane aprenden a tocar el yembé como en otras naciones aprenden a andar en bicicleta o a jugar al balón. En el medio de la noche agitados por los sonidos ya no veía simplemente un espectáculo sonoro sino el sentir de un pueblo que nos abría sus corazones a través de la música. Cada golpe en los tambores eran sus propias voces de infancia jugando en la arena entre cocoteros y tirándose de cabeza al mar. Mientras todo eso sucedía veía en Alberto la misma expresión de felicidad la de un hombre que quiso de niño una guitarra como primer juguete. Después de pasar un rato los músicos dejaron de tocar aquella noche que el cielo estaba limpio y la luna creciente.
ENAMORADOS EN KARABANE
A Vanesa le encantaba la tranquilidad con la que vivía en Karabane pues tenía la idea de hacerse una pequeña casa con Jawara y tal vez en un futuro cercano crear algo relacionado con el turismo. Jawara por su parte siempre estaba pendiente de nosotros guiándonos y haciendo que nos sintiéramos bien. Una barca se acercó a recogernos en la misma puerta de nuestro alojamiento en donde Jawara cogió mi bastón y mostró su apoyo agarrándome por el hombro ayudándome así a subir a la barca. Ya montado vi varias mujeres europeas paseando con nativos de la isla mientras Vanesa me contaba que muchas eran parejas formales, otras ya estaban casadas y una que otra mantenía el matrimonio en secreto. Al estar un nativo de la isla casado con una mujer toubab o extranjera mejoraba su estatus convirtiéndose en símbolo de bendición, buena fortuna para la familia y en general para la gente aunque no todos confesaban haberse casado para evitar tanto revuelo en torno a sus vidas. Sin embargo Vanesa no dudó en decir que estaba enamorada de Jawara y que se casarían pronto. Lo único que temía era presentarlo a su madre que no tardaría en llegar a Senegal para conocerlo y que había quedado decepcionada por una relación pasada de la cual Vanesa no había salido bien. Aún así para ella nada podía salir peor que el fracaso amoroso vivido años atrás con su ex pareja española. Así que siendo dueña de su vida sin ningún reparo y con toda la determinación había tomado la decisión de casarse. Acto seguido rozó el agua del mar con su mano como si de una promesa se tratara cerró los ojos donde dejó ir sus pensamientos y así también nosotros nos dejábamos llevar por la cadencia del agua.
DJOGUE
En apariencia era una isla castigada por las inclemencias del clima pues había muchas palmeras abatidas en el suelo como arrasadas por una tormenta, muchos cocos y ramas esparcidas por la arena. Todo eso daba cierta severidad al entorno aunque al ir un poco un poco más allá se escondían caminos entre la maleza y daba la sensación de que nos adentramos en el hogar de viejos espíritus del bosque. Cuando nos acercamos a la playa vi que los habitantes cortaban las palmeras a machetazos y éstas caían sobre la arena tan fuertemente que rebotaban. Botellas de cristal y plástico conchas de ostras y grandes troncos flotaban en el mar o permanecían en la arena.
KASUMAY KEP
Tras desembarcar en Djogue nos adentramos andando guiados por Jawar por un camino de vegetación y de arena donde la humedad lo cubría todo. Parecía un lugar más castigado y abandonado por los envites del tiempo cuando miraba a mi alrededor y solo veía frondosidad. Un poco más allá encontramos un poblado de pescadores inmigrantes de muchos países africanos que vivían en chozas de paja muy humildes a la orilla del mar. Aquella primera imagen que vi fue muy fuerte viendo las casas anegadas en el fango y gente viviendo apelotonada en condiciones de absoluta pobreza. Sin embargo ser guiados por Jawara que todo el tiempo paraba a saludar a las personas que se cruzaban con él nos daba la sensación de que a pesar de las apariencias todo estaba bien. Esa forma de actuar era parte de su cultura. Saludaba diciendo: “Kassumay”¿qué tal?” y el otro respondía: “Kassumay kep”. Se quedaban parados un rato charlando mientras se estrechaba su amistad con un fuerte y largo apretón las manos. Esto se repitió incontables veces hasta que Vanesa dijo: Pobre hombre cuando lo lleve a Barcelona lo imagino por las ramblas caminando sin que nadie lo salude» Y todos nos echamos a reír»
ESPIRITUS DEL BOSQUE
A lo largo del camino había estacas clavadas sobre la tierra alrededor de las ceibas como ofrenda a los espíritus. Había almas en torno a aquellos objetos y árboles. Un hombre ofrecía vino de palma como expresión ritual y un cerdo estaba a punto de ser sacrificado como ofrenda para la buena fertilidad de la cosecha. Todo estaba ligado a sus creencias tradicionales con la tierra y los arrozales que se extendían por infinitos campos que brillaban con el agua. Por el paisaje aquella isla me recordaba un poco a Indonesia por sus palmeras tropicales sus extensos campos para cultivar arroz y el orgullo de sus clanes la fuerza y su resistencia. La tierra fértil y la naturaleza exuberante. Alberto Vanesa y Jawara siguieron adelante para conocer un poco más la isla. En aquel punto decidí esperarlos durmiendo una siesta encima de unos troncos de madera pasando así una hora hasta que los volví a ver. En ese tiempo vi como un flamenco hurgaba con su pico en el barro y yo no dejé de mirarlo mientras el sol tocaba sus rosado cuerpo. Cuando regresaron volvimos al poblado donde nos sentamos con una familia todos juntos a comer. En el centro pusieron una gran bandeja redonda que llevaba la tradicional receta de cebuyen: una mezcla de pescado, arroz, legumbres y tomate. Sentados en el suelo todo se compartía y se comía con la mano.
NOCHE DE NAVEGACIÓN Y RECUERDOS
Al día siguiente por la tarde nos fuimos a la sala de espera de la terminal de la isla y cuando llegó el ferry caminamos hasta la plataforma de madera que rodea el muelle. Nos esperaba un gran barco así que no fue ningún problema pasar toda la noche de navegación ya que habíamos hecho una reserva y dormimos en un cuarto privado de dos camas. Zarpamos unas horas antes de caer la noche y nos dieron una habitación lo suficientemente confortable donde no se escuchaban ruidos. Alberto prendió la luz de su cama y se puso a leer mientras que yo recordaba nuestros días con Majo en Kafountine los pescadores con sus piraguas, el humo, el pescado, también la energía y la placidez en Karabane con los músicos tocando el yembé en la noche de luna creciente y la fluida cordialidad de Djogué. Entonces viajaba acompañado de un amigo camino a Dakar en el interior de una cómoda habitación en un enorme ferry. ¡Qué más podía pedirle a la vida! En el silencio de la noche mi corazón agradece.
DESEMBARCO DAKAR
Desembarcamos en la ciudad de Dakar por la mañana temprana. En aquel momento ya estábamos en pleno trasiego en un gran puerto con cantidad de muelles y terminales diferentes de hidrocarburos de contenedores de carga y de reparación de barcos. Fue a la salida de la terminal marítima que cojimos un taxi y le indicamos la dirección de un albergue cerca de la playa Yoff. Nos hospedamos en una gran casa de dos plantas de color anaranjada con grandes balcones. Las calles eran anchas y estaban medio asfaltadas entre gravilla y arena. Saliendo un desvió nos llevaba a la playa donde había muchos chiringuitos y estaba la gente tranquila tomándose algo. Al llegar Alberto decidió descansar un rato y después salimos juntos a conocer el área pues a Alberto solo le quedaban dos días antes de coger su vuelo de regreso a España.
BARRIO NGOR EN DAKAR
El mar se agitaba con fuerza. Los pescadores salían con sus piraguas y a su regreso multitud de carros tirados por burros transportaban sus productos. Los pájaros rastreaban el pescado mientras las cabras se bañaban en el már a la vez que jugaban al fútbol y entraban algunos extranjeros al agua con una tabla de surf. Más adelante al final de la playa nos encontramos la comuna de Ngor poblados humildes que no tenían calles sino estrechas callejuelas de arena donde se levantaban los sombríos barrios musulmanes de la periferia. Allí los desperdicios de basura llegaban a la orilla del mar y practicaban lucha senegalesa. En el momento no se nos ocurrió pensar que caminar por el interior de aquellos barrios sería peligroso de manera que nos adentramos sin temor. Los musulmanes senegaleses nos recibieron bien con saludos a la puerta de sus casas y los niños jugando al balón. Caminábamos sin rumbo fijo por laberínticas calles en donde jugaban a las cartas bebían té y colgaban la ropa de un lado a otro aparecían pequeñas tiendas donde vendían agua, pan, cosían la ropa en talleres de costura. En medio de todo eso Alberto y yo rozamos nuestros cuerpos cuando nos encontrábamos con gente en aquellos muros sombríos. Hombres mujeres y niños cruzaban sus miradas simpáticas tan cerca de nosotros que el solo hecho de pensar que éramos dos desconocidos allí nos provocaba asombro. Andando nos topamos con una pequeña mezquita de donde salía por un altavoz el llamado a la oración. Saliendo de aquellas callejuelas había mucho tráfico, atascos, humo que salía del tubo de escape de los coches, cabras, caballos y carros tirados por burros.
CORDEROS Y REZOS EN LA CIUDAD DAKAR
Ya íbamos de camino al centro cuando subimos a un taxi pues Alberto se iba de Senegal al día siguiente y no quería que lo pillara la noche. Mientras tanto las personas se preparaban para la oración en todas partes y no sólo se detenían los transeúntes también los coches que abrían las puertas del carro y salían a la carretera dejando a un lado todo lo que tenían que hacer. Ver rezando a muchos conductores con las puertas abiertas en medio la carretera colapsando el tráfico y a otros tocando el claxon dando voces para que arrancaran me hizo ver que lo que era un caos para nosotros para ellos tenía un sentido y un orden pues de repente en medio del caos y a pesar de él las almas se elevaban unificándose en una sola voz.
Paseábamos por las calles de Dakar entre miles de corderos que estaban por todas partes, por la playa, en las puertas de las casas, en las aceras y la carretera, en el transporte público, en los maleteros de los coches, en las espaldas y cabezas de la gente, por cada esquina o rincón de la ciudad. Permanecían sus cuidadores al lado de ellos mientras los cepillaban los lavaban o les daban de comer y beber. Era realmente algo insólito para nosotros. Se hacía trueque con los corderos hasta tarde. En principio no supe a qué se debía todo ese cambio pero preguntando a la gente me enteré que toda la ciudad de Dakar se había convertido en un gigantesco mercado de corderos para la fiesta de Tabaski» conmemoración de la sumisión de Abraham –Ibrahim para los musulmanes– cuanda acepta por orden divina degollar a su hijo único Ismael o Isaac para cristianos y judíos. Esa celebración que iba a llegar se hacía notar en todos los rincones pues la gente estaba alegre y se sentía la devoción con la ciudad en un estado de euforia. Yo miraba a un lado y a otro viendo sólo caos tráfico y desorden. Alberto que estaba allí no podía creer la fuerza que producía la religión en todos ellos.
PUENTE DE FAIDHERBE
Ese mismo día salí rumbo a Saint Louis en la parte delantera de coche de siete plazas. Avanzando alejado de la costa pequeños arbustos y acacias nos acompañaban. Cómodamente sentado dentro del vehículo las tres horas de viaje pasaron muy rápido. Al estar solo volvía a engancharme al viaje como si todo comenzara de nuevo. Sentía una sensación de bienestar y un estrecho vínculo conmigo mismo. Atravesando Sor la parte continental de la ciudad de Saint Louis las casas descuidadas se pegaban a la carretera los puestos de verduras y frutas sobre el suelo abundaban en las calles y el bullicio de la gente moviéndose de arriba abajo me hizo pensar en Dakar. Fijando mi mirada al frente vi aparecer sobre los ocho arcos de estructura metálica y vigas de acero el puente de Faidherbe brazo de entrada al casco histórico de la ciudad. Al otro lado del puente ya en la zona vieja termino mi trayecto y se paró el coche justo enfrente del hotel la posta. Aquel era mi destino final donde se extienden islas de arena que guardan la desembocadura del río senegal con el océano atlántico.
SAINT LOUIS
El sol estaba entrando por los balcones de madera avivando las paredes de cal de casas con eflorescencias salinas de color ocre azul y amarillo. Miraba los barandales de hierro forjado y a la sombra de los árboles vendían sandalias y las personas se sentaban por los muros a la orilla del río. Las calles ya no estaban convulsionadas como en Dakar y era agradable pasear por ellas. Cuatro vías trazaban linealmente la isla de norte a sur. Ya había bajado del coche y caminaba a un ritmo sosegado propio del lugar donde me encontraba en donde escuchaba salir de los bares música jazz. Había también galerías de arte y museos. A la par que iba caminando a la deriva también buscaba un alojamiento hasta que llegué a un lugar. Era una casa colonial de dos plantas en donde me acomodaron en una enorme habitación con ocho camas siendo yo el único huésped. Me gustaba asomarme desde el balcón a ver esas desvencijadas casas y otras no tanto con doble tejado de barro llenas de enredaderas. El sol pegando de frente y la gente permanecía sentada a las puertas abiertas en medio de los comercios y restaurantes. Saint Louis me daba un aire a Zanzíbar con ese bello encanto de lo decadente donde da gusto pasear y detenerse en cualquier esquina porque todo parece ser sutilmente devorado por los años. Por eso dejé la mochila y bajé las escaleras de nuevo para salir. En el punto donde me encontraba el río estaba aún separado del Océano al oeste por una estrecha y alargada lengua de arena y me sorprendió encontrarme en lo que más bien parecía tres partes de una misma ciudad.
GUET NDAR
En el río había toda una escuadra de piraguas amontonadas y las palmeras se inclinaban retorcidas sobre la orilla viéndose las casas hacinadas mientras perros corderos y burós humeaban entre la basura y los caballos bebían agua de grandes calderos, en medio de todo saltaban los niños que correteaban junto a mí con su natural desparpajo pidiendo limosna. Cruzaban las calesas cargadas de gente y predominaban las tiendas especias. Pasaban las mujeres con sus tejidos vistosos y los musulmanes con sus largas túnicas blancas y su gorro corto todo en medio de calles enlodadas y un bullicio constante. El mar parecía entrar en la ciudad encharcando todo y anegando de barro las calles. Un sabor no tan suave de un lugar iluminado por la luz del sol con los huecos vacíos que dejan los marineros perdidos cuando salen al mar a faenar. Pescadores de piel negra con cuerpos fibrosos y niños menores de edad aprendiendo el oficio de sus padres cargaban en las piraguas agua gasóleo y comida para pasar una noche en alta mar. Avanzaban con sus redes verdes y trajes amarillos impermeables tal cual un ejército se dirigía al frente de batalla frágiles e inseguros entregándose al impredecible mar. Salían y llegaban las piraguas pintadas de colores letras y símbolos que traían sardinas y jureles que los porteadores descargan y las mujeres salaban para luego vender. La suciedad lo rodeaba todo y el olor a mar y a pescado podrido. Sin embargo era muy interesante estar allí sin sentir temor en medio de tanta carga sensorial. En aquella parte de saint Louis un asentamiento de 30.000 personas con más de cuatro mil cayucos en una franja alargada de tierra de apenas doscientos metros de ancho conocida como “la lengua de la barbarie”se sentía más dura la vida a diferencia del casco histórico donde unos pocos podían vivir del turismo. Allí en Guet Ndar la pesca era el principal medio de subsistencia. Finalmente me asomé al océano donde las olas batían fuerte y la playa se convertía en un vertedero de desechos con toneladas de basura acumulada donde ni siquiera era visible la arena. Entonces me senté en unas escaleras que daban a la playa mirando el mar y sentí con claridad que allí terminaba mi viaje por África Occidental una travesía que había comenzado en Benin y ahora terminaba en Sant Louis. Sentía que cerraba mi periplo por el África negra y sabía ya que pronto volvería a pisar las áridas tierras del Sahara en mi camino más al norte de Mauritania hacia Europa. El mismo desierto que me había seducido a mi paso por Egipto y Sudán me esperaba.
FIESTA TABASKI Y EL PERDON DE LOS PECADOS
Era fácil no querer marcharse de Saint Louis. De repente un día estando tirado en mi cama escuché a alguien que subía las escaleras haciendo mucho ruido. Supuse que llegaba otro viajero y fue entonces cuando el hombre abrió la puerta diciendo que era día para compartir con los demás. Me sorprendí mucho porque solo había hablado con él una vez cuando llegué en la recepción. Supuse que aquel hombre por su trato y amabilidad era el dueño. Su nombre era Abad de piel blanca y mediana estatura que vestía una túnica azul holgada con su gorro de oración islámico blanco bordado en dorado y azul. Viendo el temperamento de Abad descansado y tranquilo comprendí lo que significaba para ellos el día de fiesta y perdón. Comenzaban con los rezos desde muy temprano vistiendo sus pulcras túnicas largas. Veía cabras por todas las calles como en Dakar destinadas a ser degolladas. Había multitud de charcos de sangre por doquier. Los niños besaban a sus cabrito y lloraban abrazados a ellos dándoles el último adiós antes de morir e iban pidiendo aguinaldo por las casas. A diferencia de Dakar donde había multitud de gente por las calles en Saint Louis se veía todo más tranquilo más sosegado. Las familias sacrificaban los corderos frente a la puerta de sus hogares y se compartía.
A la hora de la llamada de la oración se dirigían a las mezquitas a rezar con las calles muy calmadas casi vacías. Era el día del perdón de los pecados y de la solidaridad un momento para zanjar las rencillas familiares y para la paz. Los corderos eran sacrificados en símbolo de reconciliación con Dios. La casa de Abad tenía dos pisos cinco habitaciones y un patio exterior donde esperaban los cabritos para ser degollados. Cuando lo hacían la sangre se vertía sobre hoyos en la arena que luego tapaban. Los hombres con machetes desmenuzaba las presas e iban asándose en una parrilla con brasa mientras las mujeres cocinaban arroz en el patio de la casa en grandes ollas donde también cortaban cebollas ajos y verduras. Entretanto Abad andaba arriba y abajo por la casa hablando con los invitados pues con tanto espacio había sitio suficiente allí para muchas personas más. Me decía que su casa era la mía y habiendo pasado apenas una hora de mi llegada sobre las dos de la tarde nos sirvieron la comida a mí y a un grupo de adolescentes. Nos sentamos en un corro todos juntos a comer en el suelo con las manos sobre una gran bandeja que estaba llena de cordero. No era la primera vez que yo lo comía así por lo que ya me resultaba hasta familiar.
TERANGA EL ESPÍRITU DE LA HOSPITALIDAD
Terminamos de comer lavando las manos en un cuenco con agua y acto seguido fuimos todos a una salita en el piso de arriba. Abad que había sido el mediador que me permitió conocer la fiesta del Tabaski se quedó en el piso de abajo con la demás gente. Las mujeres vestían elegantes con bellos tocados que lucían de casa en casa. Un chico ponía la música en una mesa de mezclas y otros dos tocaban el jembe. No se bebía alcohol sino té. En total éramos siete personas en aquel espacio en donde lo sagrado y lo profano se entrecruza con toda normalidad. Fue una tarde con acervo propio pues los sonidos del jembé se extendían por toda la casa penetrando hondamente en mi interior, todo sucedía en directo pero sin una sola gota de alcohol cosa que me resultó casi impensable pues en mi tierra Asturias cuando se juntan los amigos para festejar el vino y la sidra se ofrece igualmente como un sello cultural. Me llamaba la atención ver una fiesta así con aquellos chicos que estaban junto a mí reunidos divirtiéndose a carcajada limpia. Aunque nos separaba la barrera del idioma pues ellos hablan wólof su lengua nativa y francés no me hizo falta aquel día mucha comunicación pues la música y la alegría nos unió. Ya pasadas unas horas después de beber té toda la tarde y escuchar diferentes ritmos apareció Abad para preguntarme qué tal lo estaba pasando. Luego con ese gesto de buena voluntad se acercó hacia mí despacio para tocar con su mano mi hombro diciendo la palabra “TERANGA» el espíritu de la hospitalidad.
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