BOSCOSAS COLINAS DE RUANDA
Al día siguiente en tan solo unos minutos estábamos dejando atrás territorio ugandés entrando por las Montañas fronterizas de Ruanda hacia su capital Kigali. Nuestro bus se iba abriendo paso en un camino accidentado donde nunca dejan de acompañarnos al igual que Uganda las boscosas colinas y las nubes a ras de suelo. Se agarraban las motos a la carrocería de los camiones en algunos tramos cuesta arriba e íbamos atajando por el medio de húmedos bosques en donde habrían carreteras que se estaban pavimentando construidas por obreros chinos. La vida agrícola prolifera y por todas partes había casas de adobe mientras el agua corría ladera abajo entre los campos de café y té. Transcurridas tan solo dos horas ya nos estábamos acercando a Kigali y fue en medio de un entorno rural donde terminó nuestro trayecto. Era la típica estación africana: un área explanada con las calles todas cubiertas de tierra donde se apiñaban centenares de matatus y donde se colocaban también los mercadillos de frutas y verduras sobre el pavimento. Sobre las colinas se veían dispersas las viviendas con sus techos de chapa.
MUSEO GENOCIDIO DE RUANDA
Fue a la entrada del museo que Kofi una chica ruandesa de cabello rapado y cejas pintadas quien se nos acercó a entablar conversación a medida que hacíamos la visita. Llevaba puestas unas gafas redondas graduadas y a través de sus ojos expresivos se le notaba una mirada liberada. Lo primero que me marcó nada más entrar fue ver las fotos de hombres mujeres y niños decapitados a machetazos con sus cuerpos contados por miles tirados en las cunetas. El horror asomaba a nuestros ojos y era difícil creer que el ser humano pudiera llegar a semejantes extremos. Fue entonces cuando vi más adelante una inscripción conmovedora de una joven adolescente que decía lo siguiente:
A veces me pongo terriblemente triste porque no puedo imaginar cómo será mi vida. Nunca más veré a mis padres, pero sí veré a la gente que los mató y a los hijos de esa gente por el resto de mi vida. Ni siquiera puedo soportar esa idea.
Me hubiera gustado interpretar mucho mejor el inglés para poder leer bien todo lo que iba viendo en la exposición. Poco a poco fuimos viendo fotografías y documentos por toda la sala de manera que todo tomó más relevancia. Era doloroso ver aquellas fotos y sentir que tanto Ruanda como Uganda habían vivido un genocidio. Dos países escondidos entre montañas de atípica belleza y desbordante naturaleza en los que había visto a mi alrededor pacíficas gentes. ¿Cómo pudo pasar algo así? No podía creerlo. Entre tanto Kofi se detuvo y se acercó para decirnos unas palabras:
—Los hutus y los tutsis nunca pertenecimos a etnias distintas de hecho hablábamos la misma lengua. Agricultores y ganaderos durante siglos convivimos en armonía compartiendo las mismas instituciones políticas en una relación simbiótica de la que dependía el bienestar de todos.
Heber se quedó muy serio mirándole a los ojos y le preguntó:
—¿Qué fue entonces lo que sucedió?
—Fueron los misioneros y colonizadores europeos quienes nos dividieron y nos enfrentaron. “Divide y vencerás” era su lema.
—¿Cómo fue eso? –de nuevo preguntó Heber.
—Estableciendo un sistema social racista para lo cual determinaron que la raza tutsi era superior a los hutus. Con ese falso halago lograron convertir a una parte de nosotros al catolicismo mientras la otra parte de nuestro pueblo» los hutus» relegados al papel de primitivos campesinos también creyeron la mentira y comenzaron a ver a los tutsis como diferentes y enemigos. La semilla del odio estaba sembrada.
Heber y yo nos quedamos atónitos. Era imposible evitar sentir que esa sangre derramada también caía sobre nosotros o mejor sobre la ignorancia humana. Entonces pensé que si bien honrar la memoria en un museo no repara los hechos hace evidente la barbarie para recordar de qué somos capaces con el fin de no olvidar, de no volver a caer en la misma violencia.
Entonces Kofi habló de nuevo:
—No solo eso. De 1933 a 1934 la administración belga nos censa para darnos documento de identidad donde se indicaba si la persona era hutu (85%), tutsi (14%) o twa (1%). Con ese formalismo se terminó de legalizar la ruptura.
—¿Y cómo distinguir un tutsi de un hutu si hablaban la misma lengua y tenían los mismos rasgos? –pregunto Heber.
—El gran criterio utilizado fue el número de vacas que poseía cada uno: «tutsi» diez vacas o más» hutu» menos de diez vacas. Unos eran ganaderos dominantes con cargos políticos y otros jornaleros, agricultores, subordinados, criados. Así marcados por la oscura ambición de los europeos se generó una tradición ajena que tutsis y hutus desgraciadamente hicieron propia.
Apenas habíamos dado unos pasos cuando Kofi en un último esfuerzo terminó su visión de lo sucedido.
—Los mesiánicos occidentales miraron para otro lado o peor aún avivaron la llama. Bélgica nos marcó y nos dividió. Francia nos vendió armamento para matarnos entre nosotros. Estados Unidos y la ONU jugaron al sordo y al ciego mientras luchábamos entre hermanos matándonos de las formas más horrorosas. 800.000 hermanos murieron y siendo niños vivimos el horror. Afortunadamente todo terminó y pudimos darnos cuenta que ir contra las raíces no llevaba a ninguna parte. Esta estúpida guerra entre hermanos sólo servía a los de afuera, expulsamos al verdadero invasor y nos ayudamos los unos a los otros. Se entiende que no enseñamos más el francés en los colegios y nos molesta porque nos duele que nos hagan la estúpida pregunta de “¿Tu familia es tutsi o hutu?” Vivimos orgullosos de ser solamente ruandeses y estamos construyendo un país moderno y soberano. Ya recuperamos la sonrisa el canto y el baile y nuestra bandera no tiene rojo porque queremos olvidar la sangre derramada.
KIGALI
Concluida la visita Heber y yo nos fuimos a dar una vuelta por el centro de la ciudad. En la tarde los caminos de tierra desaparecieron para dar paso a anchas avenidas ajardinadas.
—Fíjate en esto –le dije a Heber– no he visto una ciudad sin tráfico tan calmada limpia y ordenada en mi viaje por África como ésta.
—Sí, mira el césped podado todo cuidado y el carril para los peatones. Ni siquiera se ve un papel una botella de plástico o una colilla en el suelo. Era difícil pensar que el genocidio había sucedido apenas unas décadas atrás. La ciudad tranquila limpia y ordenada donde podíamos ver a jóvenes estudiantes vestidos al estilo europeo y a ejecutivos o empresarios todos trajeados con el maletín en la mano hablando por su móvil de camino a la oficina. Alguien se acercó a nosotros para vendernos algo y enseguida la policía lo detuvo para ver si estaba mendigando porque era prohibido. En aquellos nuevos edificios vivían unos pocos ricos privilegiados y a pesar de ser una ciudad pulcra y ordenada reinaba el autoritarismo. La vigilancia era estricta y había presencia militar por las calles en contraste con la calma. Antes de que cayera la noche regresamos al hotel y ya en mi habitación volvieron a mi mente las imágenes del museo. Todo lo vivido en Ruanda me hizo ver Kigali con otros ojos. Se abrían sus gentes afables sin mostrar el peso de la desgracia. Olvidamos lo ocurrido y entonces vimos que la ciudad se estaba reconstruyendo de manera que Ruanda podía hoy levantarse y crecer unificada como un solo pueblo.