Bajé entonces del bus en Rolleston y me dirigí al cruce situado justo al lado de una gasolinera cuando comencé a hacer autostop levantando bien a la vista de los autos el cartel que indicaba la dirección hacia Queenstown. Sentado sobre una enorme rueda de camión me dispuse a esperar y no habían pasado cinco minutos cuando el primer coche se detuvo. En su interior había un hombre corpulento parecido a Mike Tyson con un cuello tan grande como el muslo de mi pierna, la cabeza rapada y su rostro todo tatuado. Me vinieron tres cosas a la cabeza: era un maníaco asesino de la carretera, le encantaban los tatuajes o era realmente un nativo maorí. Fue el instinto de viajero quién me dijo que subiese al auto así que una vez adentro coloqué con cuidado mi mochila en el asiento de atrás y me senté adelante junto al hombre que conducía despacio.
–Haere mai –me dijo, que quiere decir bienvenido en maorí.
El azar me había puesto en contacto con Hohepa un verdadero maorí que se dirigía a Timaru, ciudad situada a ciento cincuenta kilómetros de donde nos encontrábamos. Su voz penetrante terminaba con una sonrisa de presentación y me daba cuenta que tras su ruda y vigorosa apariencia se escondía un hombre tierno y sencillo. Hopepa cada rato mientras nos íbamos conociendo me repetía carcajeándose de la risa tres palabras ¡Bambino, amigo, flamenco!
De repente empezó a señalar lo que veía y a nombrarlo en idioma maorí con sus verdaderos nombres: las montañas, maunga; los lagos, moama; los ríos, awa y el agua, wai, pero lo más emocionante era que todo lo nombraba con un sentimiento puro y festivo. Luego con mucha gracia me señaló diciéndome iti, pequeño, y después a sí mismo llamándose nui, grande. Maorí en su lengua significa común-normal, verdadero- real y así me lo hizo saber cuándo me invitó a pasar la noche en un Aparta-Hotel de carretera a nuestra llegada a Timaru donde llegaba con un contrato de trabajo, yo sinceramente me sentía apenado pero él insistió:
–Puedes venir conmigo –dijo–. No tienes que pagar nada ya que toda la cuenta corre a cargo de la empresa así que no te preocupes y descansa, aún te espera un largo camino.
Mi nuevo amigo trabajaba en el puerto como operario de grúa cargando maderas para los barcos y antes de llegar a nuestro alojamiento se acercó al muelle para enseñarme cuál era su oficio. Yo no podía creer que me dejara solo en el apartamento obviamente era un extranjero y su maleta la dejaba abierta en el suelo sin preocuparse para nada en absoluto de tener a un desconocido como invitado. Hopepa se pasaba el día trabajando afuera y solo venía para dormir mientras yo ocupaba mi tiempo en el jacuzzi, viendo fútbol en el canal satélite, tumbado en el sofá y disfrutando de la calefacción sin pagar un solo centavo. Con todas las comodidades apenas me moví de aquella área que estaba apartada del nucleo urbano salvo para ir a comprar algo de comida a una tienda cercana y hablar un rato con la recepcionista.
Me quise despedir de Hopepa agradeciéndole su hospitalidad pero era tan amigable y buena persona que me convenció para quedarme repitiendo las palabras que me venía diciendo amigablemente todo el viaje. ¡Bambino, flamenco, amigo!
–No hay problema –repitió Hopepa– Mi trabajo aquí en Timaru es para cuatro días, te puedes quedar y descansar.
Me quedé agradecido por su generosidad aquel inesperado encuentro con Hopepa fue más cercano que la prudente distancia que mantuvimos Frederick, Mona, Nick y yo por Australia recibiendo un acto de pura nobleza distinto a la comunicación práctica y llana de mis pasados compañeros de viaje. Me daba todo sin esperar nada a cambio y encontrar esa nobleza me llenaba de gratitud y asombro. Lo interesante era que siempre tarde o temprano me pasaban cosas así y era bello sentir que en todas partes había gente buena que me hacía sentir protegido amado y cuidado por la vida.
A las seis de la tarde salía Hopepa en su coche para la jornada laboral y cuando llegaba sobre las cinco de la madrugada se quitaba su mono de trabajo, pegaba una ducha, se ponía su pijama y al instante quedaba grogui en la cama. Cuando despertaba sobre las dos de la tarde cogíamos el coche y salíamos a comer a un restaurante económico en el centro de la ciudad, yo pagaba el menú de los dos ya que era la forma más directa que encontraba para agradecerle su hospitalidad. Mientras comíamos Hohepa me hablaba de la mitología maorí y de cómo sus antepasados provenientes de una mítica tierra llamada Hawaiki ubicada en la Polinesia llegaron a Aotearoa “Tierra de la Gran Nube Blanca” en grandes canoas que cruzaban el océano, en nuestras charlas me daba cuenta que la cultura de los nativos en Nueva Zelanda era más aceptada y respetada por la sociedad que la de su vecina Australia con los aborígenes. La cultura en nueva Zelanda estaba fuertemente influenciada por los Maoríes y era común ver sus danzas por las calles representadas con orgullo entre los jóvenes colegiales » La Haka» o danza de guerra que hace el equipo nacional de rugby para ahuyentar al enemigo y demostrar que no se tiene miedo con expresiones faciales, muecas y movimiento de brazos. Después de comer yo le sugería a Hopepa dormir una pequeña siesta y fue así de ese modo que él incorporó un nuevo vocablo a su diccionario que entonces ya tenía cuatro palabras » Amigo, bambino, flamenco y siesta»
Ya en el Aparta-Hotel observaba el cuerpo de Hopepa lleno de tatuajes sus piernas y brazos con formas espirales y en curva pero lo que más llamaba la atención era ver todo su rostro tatuado de donde brotaba su personalidad, sus creencias, poder y rango, era a través de sus facciones que se alcanzaba a vislumbrar la nobleza de su espíritu. Compartimos bellos momentos pero llegó de nuevo la hora de partir entonces aquel día que Hohepa terminó su trabajo cogió el coche y me acercó a la intersección de la carretera en un buen punto para que yo hiciera autostop, agradecí su hospitalidad que resultó ser una de esas cosas milagrosas y mismamente allí nos despedimos, cuando me baje del auto al momento ya me había recogido otro vehículo. A diferencia de Australia las distancias eran pequeñas lo que hacía las jornadas relajadas y placenteras. Aquel nuevo día había recorrido aproximadamente cuatrocientos cincuenta kilómetros haciendo autostop con varias personas diferentes hasta llegar a Queenstown sin despeinarme. ¡Había sido una jornada perfecta!