Aterricé a las cuatro de la madrugada en el aeropuerto de Christchurch en la región Canterbury, costa este de la isla sur de Nueva Zelanda sin haber visto movimiento alguno afuera del aeropuerto aquella noche y mientras estaba en aquel proceso de búsqueda de algún medio de transporte para llegar a la ciudad un caballero se acercó a mí. Fue inesperado aquel encuentro con Sami porque yo no pensaba para nada que él me acercaría hasta el centro de la ciudad en un coche de alquiler que fuimos a buscar al aparcamiento del aeropuerto. De pasos cortos y aspecto bonachón tenía Sami el andar muy pausado y su nivel de su voz era medio a tenor con su cuerpo endomorfo. Una vez adentro del auto comencé a charlar con Sami distendidamente y aunque estaba oscuro y no podía ver lo que había afuera igualmente que cuando había aterrizado en Australia todas las calles y carreteras eran espaciosas y estaban vacías. El clima era templado y la vegetación más verde manteniéndose durante todo el trayecto. Sami con sus palabras me dio a entender que su trabajo estaba temporalmente en Melbourne (Australia) y que solía regresar los fines de semana a Christchurch para encontrarse con su familia y se denominaba así mismo un Kiwi gentilicio en alusión a un pájaro nativo.
Las calles estaban solitarias de madrugada y en los hostales o albergues que encontrábamos ponían un cartel de “No vacancy” (completos). Sami dedicó más de media hora dando vueltas por la ciudad para encontrar un alojamiento para mí aquella noche y sólo después de un rato encontramos uno que parecía tener habitaciones y antes de que se bajara del coche le dije que era suficiente su ayuda para despedirme dándole las gracias. Agradecido de su hospitalidad me di cuenta que la distancia era imaginaria puesto que al otro lado del mundo me tendieron la mano sin importar de dónde venía. Cuando Sami se marchó en su vehículo entré a preguntar por habitación y vi la recepción vacía pero al lado mía un hombre que estaba sentado en el sillón de la sala viendo la tele se levantó para atenderme. Me había bastado una conversación para observar que su vida era pausada ya que me habló el hombre cordialmente y aunque no había cama para hospedarme me dio un folleto de información con un mapa y las direcciones de todos los alojamientos en la ciudad.
Ya había amanecido cuando me puse manos a la obra y empecé a observar los restos del sismo producido en 2011 y transcurridos dos años de aquel terremoto permanecían aún edificios semiderruidos y varias casas e iglesias apuntaladas. Vi un río al cruzar el puente y a las barcas aparcadas entre una cuidada vegetación cuando me acerque hasta la plaza central de Christchurch donde me encontré con su catedral anglicana y un cáliz de metal gigante. Pasaba un tranvía de época que hacia el recorrido a lo largo de las calles entre casas coloniales, galerías acristaladas, tiendas y cafés a la vez que descubría una ciudad con una marcada herencia Británica y Europea que lentamente se iba recuperando del seísmo.
Sobre la una de la tarde después de una mañana de paciente búsqueda casi saliendo de la ciudad al final de una larga avenida encontré el único albergue con habitaciones disponibles que resultó ser el último de todos los que busqué. Al picar al timbre de la casa me abrieron la puerta unos huéspedes y afortunadamente al preguntar a uno de ellos el precio para una noche de estadía me di cuenta que también era el más barato y como el dueño no estaba había que llamarle desde un teléfono de la recepción por lo cual al recibir mi llamada él se presentó enseguida con su camioneta. Después de asignarme un dormitorio enseñarme las instalaciones de la casa y sus normas se fue el hombre ya que según me dijo uno de los inquilinos solo solía pasar de vez en cuando.