JUAN UN NUEVO COMPAÑERO DE VIAJE
Sentir la adrenalina del próximo viaje me animó nuevamente. Parece ser que en este viaje por África iba a tener otro compañero» Juan» un viajero puertorriqueño de mediana estatura quien hablaba poco y con su carisma atraía más mi atención. Hablaba español así que podíamos entendernos bien. Escuchar mi lengua nativa en medio de África era como sentir de nuevo el aliento de un amigo. Aquella nueva mañana del lunes me había levantado rodeado por una luz tan clara como mis pensamientos y positivo ante lo que estaba por llegar. Salimos de Maun después de desayunar hacia el puesto fronterizo e inesperadamente la furgoneta en la que viajamos nos dejó en una intersección de la autopista en medio de la nada. Media hora después una camioneta pick-up de caja corta nos recogió. Juan y yo íbamos tirados atrás apoyados de espalda contra la cabina del conductor con la mochila y los pies estirados al aire
—De nuevo en la carretera –dijo Juan–. Qué agradable es volver a sentir esta sensación del aire rozándote la cara sin saber nada de nada. ¿Cómo te sientes? –inquirió.
—Fenomenal –admití–. Cuando estábamos tirados en la autopista me di cuenta en seguida que de eres un experimentado viajero.
—¿Por qué? –preguntó Juan.
—Bueno, eso se nota. No sé si me explico bien pero fue lo que sentí –dije.
—Debe ser la experiencia. Son más de cien países los que llevo con la mochila a mis espaldas. Aunque a pesar de la experiencia también la vida puede detenernos. Una vez llegué a un país y me enamoré. –me dijo.
—¿Del país o de una mujer? –pregunté.
—De las dos cosas. Estuve casado, ¿sabes? Sucedió en Filipinas.
—Si no te es molestia responder¿qué fue lo que sucedió? –le pregunté.
—Pues que metí la pata hasta atrás. Tenía una hermosa mujer pero un día me fui con otra con la que no funcionaron las cosas y perdí para siempre para siempre a la primera. Nunca me lo perdonó. La amaba de verdad y me arrepiento de lo que hice cada día de mi vida pero ya no hay marcha atrás. De todos modos tal vez algún día regrese para vivir allí. Es un país que me marcó –me dijo.
—Lo siento de veras. Yo viví algo parecido también en Filipinas aunque no fue tan fuerte como lo tuyo. Estuve tentado ante la posibilidad del amor. Además la isla parece tener un embrujo que te impide salir de ella con facilidad.
—Entonces fue más fuerte tu pasión de viajar que la de quedarte en Philipinas- dijo Juan.
—No sé si es así como lo dices pero si te sirve de aliento la vida sigue y eso es lo más importante. Pase lo que pase la vida sigue y nuestra tarea es seguir su curso. Quién sabe qué nos depara el destino. ¿Qué tal encontrarnos en Filipinas de nuevo algún día? Apenas nos dimos cuenta el conductor nos dio un golpe en el cristal desde dentro de la cabina para avisarnos que nos bajaramos. La camioneta se detuvo en una gasolinera donde terminó el viaje. Nos faltaban pocos kilómetros hasta la frontera así que desayunamos café con leche un bollo unos plátanos y esperamos pacientes otro vehículo. Al rato llegó otra camioneta con cabina de cuatro plazas que se dirigía hacia allí le pedimos por favor al conductor que nos acercara y nos dejó subir. Cuando llegamos al límite territorial ya era mediodía y no habíamos hablado palabra con aquel hombre que se despidió de nosotros con un movimiento de cabeza. Le dimos las gracias e hicimos los trámites de salida de Botsuana. El puesto de control parecía la entrada de un Logse. Era un edificio de ladrillo de planta baja con una pequeña puerta por donde había que pasar para salir. Buscamos un transporte público para continuar pero eran fronteras donde no existía tal servicio. Sólo había uno que otro camión de bienes de consumo que transportaba productos de un país a otro. Nos quedamos un rato esperando. El calor era llevadero y el paisaje lo suficientemente holgado con árboles que daban algo de frescura. Del mismo modo que yo había hecho anteriormente a mi entrada a Botsuana Juan preguntó a un camionero que apareció si podía llevarnos. Nos dijo que sí así que subimos con él al camión.
EN CAMIÓN CON JOHANNES
Una vez pasamos el puesto de control de Namibia con todos los tramites en regla continuamos viaje junto un hombre cristiano de raza negra natural de Namibia. Johannes tenía una cara confiada porque sabía el camino y sólo pisaba el acelerador en una única dirección. Sus ojos concentrados miraban al horizonte con sus manos apoyadas al volante, le gustaba conducir por aquella carretera tan solitaria porque amaba la naturaleza que lo rodeaba los animales que podían aparecer y sobre todo la tranquilidad. Podía pasar horas y horas conduciendo siempre con los ojos atentos aunque no hubiera nada ni se veía nadie al frente. Hablaba inglés pero también hebreo alemán y afrikáans. Juan se sentó al lado de la ventanilla y yo en el medio. Desde la cabina podíamos ver mucho mejor todo.
TRAS KALAHARI HIGHWAY
Los carteles de la carretera nos indican que circulabamos por la Tras Kalahari Hidway una vía de más de 1000 km de distancia que comunica ambos países Botsuana y Namibia. Avanzamos por una autopista que se veía infinita a una velocidad constante en una mañana donde el sol parecía no moverse de encima nuestra atravesando un terreno seco con matorrales y arbustos.
Nuestra idea era llegar a la ciudad de Windhoek capital de Namibia pero por el camino nos detuvimos en una estación de autoservicio en Gobabis. Recuerdo especialmente aquel momento porque cuando Johannes iba llenar el tanque de gasolina oímos decir una exclamación de resentimiento dirigiéndose a nosotros en el interior de la cabina.
—¡Tal vez este hombre no me quiera llenar el depósito! –dijo.
—¿Qué es lo que sucede? –pregunté.
—¿Ves aquella iglesia? –dijo el conductor.
—Sí la veo. Es grande.
—Pues solo pueden entrar los blancos. Los negros no podemos entrar en la casa de Dios.
—Pensé que el sistema de segregación racial era solo en Sudáfrica pero me doy cuenta que no. –le dije.
—No amigo también aquí en Namibia pasa lo mismo. Terminar lo que se dice terminar no lo creo. La mayoría de nuestras tierras fueron entregadas a colonos sudafricanos de origen europeo. La cosa no es fácil –dijo con gravedad–. Bueno ya me han llenado el depósito. Arranquemos.
WINDHOECK
Juan y yo comenzamos a caminar por una pequeña y tranquila ciudad cuando me fijé en uno que otro hombre de andares refinados con buenos modales y una elegancia llamativa. Usaban zapatos brillantes de dandi con calcetines blancos trajes coloridos hecho de tejidos naturales con corbata y pajarita a juego mientras que las mujeres lucían sombreros de cubo. Realmente era chocante sentir el contraste. Además el comentario de Johannes en la estación de gasolina nos dejaba mucho que pensar. Era una ciudad limpia y bien organizada con mucha población blanca y mestiza que poco se diferenciaba de una ciudad europea. Las vías eran anchas en los semáforos se detenían los coches y se respetaban las señales. Todo parecía en orden con modernos edificios y buenos supermercados donde vendían productos europeos. Había tiendas de móviles y restaurantes además de una iglesia luterana en pleno centro y algunas construcciones de arquitectura colonial alemana. Cuando llegué a Namibia no sabía prácticamente nada del país pues apenas lo situaba en el mapa.
PUEBLOS HERERO Y NAMA
Pero una vez estábamos ya instalados en el albergue cuando bajé a comprar provisiones al supermercado me encontré con una señora y nos pusimos a dialogar. Iba acompañada de un hombre con americana y sombrero que llevaba bastón. Lucía ropa victoriana lo cual me llamó la atención al instante. Nelago era gordita de caderas anchas con un rostro redondo de tez muy negra, llevaba puesto un vestido rojo de mangas anchas ajustado hasta el cuello y una falda larga abultada muy rimbombante con zapatos de suela, y en su cabeza un tocado en forma de cuerno de vaca de la misma tela que su vestido. Me hablaba en un inglés muy básico suficiente para poder entendernos.
—Lleva usted un vestido muy elegante. – le dije a Nelago.
—Sí, voy a una celebración. Pertenezco a la etnia herero una minoría que habla la lengua nativa bantú. Somos un pueblo que vivió el exterminio y la esclavitud a manos de los colonos extranjeros.
—Una lástima.
—Esa herida nunca se cierra ni se olvida. Mis antepasados vivieron los más crueles atropellos. A principio del siglo XX Namibia estaba dominada por el imperio alemán que ansiaba nuestras tierras la entonces llamada África del Sudoeste. Los pueblos Herero y Nama se rebelaron contra la ocupación y los invasores con su amplitud de arsenal y sus potentes armas de fuego nos asesinaron obligándolos a huir al desierto a morir de hambre y sed.
No tenía ni idea de esa historia pero ahora me iba enterando del lado oscuro de Namibia y su bonita ciudad. También iban tomando sentido los comentarios de Johannes su impotencia y rabia al afirmar que por ser negro no lo dejaban entrar a la iglesia. Así que aunque al comienzo apenas reconociera a Namibia en el mapa de África ahora veía claramente un aspecto esencial de su historia: la oscura huella de la imposición colonial. Nelago continuó.
—¿Has escuchado hablar de la Isla de los Tiburones? Allí se llevó a cabo el primer campo de exterminio que antecedió al horror del Holocausto judío. Los cráneos de los prisioneros africanos muertos eran utilizados para estudios de raza con la intención de avalar con argumentos científicos la teoría de la eugenesia y de la raza aria. Mujeres y hombres fueron torturados cruelmente hasta la muerte mientras se usaba la mano de obra esclava para construir los ferrocarriles y trabajar en las minas de diamantes de Kolmanskop a las afueras de Luderitz. Entre 1904 y1908 exterminaron a más de 70.000 herero y Namas. Gracias al encuentro con Nelago podía ver todo con mayor claridad y darme cuenta que detrás del orden y la pulcritud había una truculenta historia. Pero después de la conversación en lo que me rodeaba no podía asociar nada como si anduviera en una ciudad nueva transitada por turistas adinerados con sus coches alquilados todoterreno esperando llenar el depósito en la gasolinera.
DÍA DE PREPARATIVOS
Ya de tarde cuando regresé a mi albergue a encontrarme con Juan tenía muchas ganas de iniciar nuestra aventura por Namibia. Hablando con él y los dos llegamos a la conclusión de que nuestro viaje iba ser diferente a todo lo conocido. Un país con una de las menores densidades de población en el mundo con el segundo cañón más profundo y el desierto considerado el más viejo del mundo con las dunas más altas. Es un lugar que sin duda permanece prácticamente intacto desde hace sesenta y cinco millones de años. De ahí que su nombre en lengua Nama traduzca “Enorme” o “Gran lugar”. Lo que se nos avecinaba requería de planificación así que en el albergue comenzamos con calma los preparativos.
La ruta trazada sería ir hacia el Sur en busca del Cañón del Río Fish para luego encontrar la industria minera de Kolmanskop a las afueras Luderitz y salir en busca de las gigantes dunas al área de Sossusvlei en pleno corazón del desierto. Decidimos que sería mejor alquilar un coche pues era la forma más común y fácil de transitar por aquel territorio tan vasto y solitario de manera que bajamos a buscarlo y alquilamos uno pequeño y económico. Fue al día siguiente que fuimos a recogerlo que no tenían disponible el mismo modelo y nos dieron otro mayor por el mismo precio. Teníamos entonces un buen coche para recorrer Namibia así que compramos provisiones en el supermercado y salimos tan pronto como pudimos aquella mañana.
KEETMANSHOOP
Era una carretera recta y plana por donde apenas nos cruzábamos con unos cuantos vehículos. En pocas horas parecía el asfalto deformarse y la luz crecer dando la sensación de que nada variaba. Habiendo recorrido cerca de quinientos kilómetros en cinco horas llegamos a Keetmanshoop una pequeña ciudad de apenas 20.000 habitantes que fue fundada como misión para extender la fé cristiana. Ya eran las tres de la tarde cuando nos encontramos en un importante cruce de dos carreteras. Sin embargo a pesar de estar en una ciudad la sensación de soledad y lejanía seguía presente pues en aquel momento apenas había gente por las calles y algunos vehículos circulando. Había espacio suficiente para aparcar en ambos sentidos bajo la sombra de las galerías de los comercios de baja planta que hacían esquina.
—Perdón ¿dónde encontramos alojamiento? –le preguntó Juan a un hombre que pasaba por allí.
—Diríjanse allí. Ahí tenéis varios hospedajes contestó señalando hacia el frente. Sin dar más vueltas por la ciudad fuimos directo adonde nos había indicado pues sobre todo Juan estaba cansado de conducir y ambos queríamos descansar, así que nos hospedamos en una pequeña casa un poco apartada de la vía principal que alquilaba dos habitaciones donde un terreno desocupado la circundaba. Finalmente comenzamos a percatarnos de que iba ser un viaje muy particular ya que posiblemente no existían muchos países comparables a la soledad y el vacío que produce Namibia. Nada más llegar él se fue a su habitación y yo hice lo mismo. Me dejé caer en la cama pensando que nos quedaba mucho camino por delante.
PARADOR DEL CAÑÓN
Al día siguiente salimos temprano a recorrer una distancia de aproximadamente 120 kilómetros hasta el Cañón del Río Fish por un desvío de caminos secundarios. Empezó pronto el camino destapado de tierra que nos obligó a andar mucho más despacio. Era un terreno pedregoso árido y caliente donde el sol refulgía con intensidad sobre las desnudas piedras. Crecían entre las rocas árboles extraños como de otro planeta con una corteza de tronco arrugada parecida a un puro cubano y su copa igual que una anémona, con las ramas flotando ligeras y arriba las flores como espigas refulgentes. Juan conducía todavía más callado que de costumbre escuchando la música de la radio del coche. Pronto comenzó la sed y bebíamos agua de la botella que cada uno llevaba consigo. Cuando pensábamos que definitivamente no encontraríamos nada vimos un parador en donde nos detuvimos. Era el momento de tomarnos un descanso. A la entrada un viejo molino de viento bombeaba agua. Aquella casa más bien parecía un museo y tanto afuera como en el interior del restaurante tenía cantidad de modelos de coches y camionetas antiguos. Todo en su conjunto estaba decorado como un taller adornado con chapas metálicas rótulos de propaganda y matrículas de coches por todas las partes. Me recordó al mítico Daly Waters en Australia un lugar de repostaje en medio del desierto con una decoración peculiar y la cerveza más apetecible del mundo. Afuera se podía acampar y también había una granja donde habían rescatado a un cachorro guepardo huérfano.
—¡Otra cerveza! –dijo Juan bebiendo la primera de un sólo trago.
—Suena de maravilla. Otra para mí –dije yo.
—Dime ¿cómo va el día Carlos, ¿cómo te sientes? –preguntó Juan
—Fenomenal, aunque me estoy muriendo de sed –dije después de tomarme también de un trago la cerveza que me acababan de traer.
—¿Has visto la belleza del guepardo de afuera?
—Sí, es un felino de suma finura. Sin embargo no hay nada como verlos libres en su hábitat. Aún recuerdo sus ojos clavados sobre mí aquel día en el Masái Mara.
—Esto es lo que tiene África amigo –dijo Juan mientras se tomaba la segunda de otro trago– Paguemos las cervezas y vámonos de aquí. Todavía nos queda una dura jornada de viaje.
CAÑÓN DEL RÍO FISH
Cuando faltaba media hora para la hora exacta del mediodía dejamos atrás el parador y seguimos hacia el cañón. En unos minutos el camino se terminó de repente. Yo me quedé sin palabras cuando bajé del coche y me asomé al mirador donde no había nada y todo parecía muerto. Había ante nosotros un abismo insondable y de repente me sentí insignificante mucho más pequeño que una hormiga. Mirando hacia abajo pensé que no había planta reptil ave o animal que pudiera vivir en aquel entorno. Juan se fue a caminar solo perdiéndose a lo lejos y yo me quedé sin moverme en el mismo lugar contemplando el vasto horizonte. Por aquel pedregoso cañón serpenteaba en lo más bajo un río de escaso caudal que visto desde arriba parecía una pequeña fuga de agua saliendo una grieta dentro de un profundo socavón. Daba la sensación de que eso sólo podía ser obra de la naturaleza jamás de manos humanas. La erosión de millones de años le había dado a ese lugar una extraña belleza. Era simplemente una colosal formación desnuda a cielo abierto. Lo observé de lejos por un rato sentado en una roca y el tiempo parecía detenerse, justamente porque todo estaba inmóvil sin devenir. Entonces puede sentir de qué se trataba la eternidad como si la muerte pudiera ser un descanso también inmóvil sin cambios. Juan llegó media hora después y sin hablar nada subió al coche y esperó a que yo entrara. Ambos habíamos quedado en otro estado como si la soledad del Cañón nos hubiera dado un precioso regalo que ninguno de los dos sabía expresar. Creo yo que sencillamente estábamos más cerca de nosotros mismos de nuestra esencia inmortal pero era hora de partir y los dos sin decirlo lo sabíamos.
CARRETERA A KOLMANSKOP
Nos habíamos propuesto llegar en una jornada hasta la ciudad minera de Kolmanskop en Luderitz así que dejamos el panorama del Cañón del Río Fish siguiendo el mismo camino de vuelta hasta retornar a la carretera principal. Sentí que Juan estaba agotado y le dije:
—Estás cansado, Juan. Si quieres puedo conducir un poco.
—¿Pero no decías que no podías debido a la parcial inmovilidad del pie?
—Bueno aunque no tengo sensibilidad ni movimiento en el tobillo como por aquí no pasan vehículos ni gente, no sé igual podía intentarlo no voy a pillar a nadie. Hasta me da ilusión volver a sentirme al volante.
—No te preocupes la cosa va bien.
—Igual en un par de horas creo yo estaremos llegando. Salvo unas cuantas personas en el parador todo estaba despoblado y no se encontraban ni siquiera tiendas para reposar comer y beber algo. Grandes ráfagas de viento cubrían de arena la carretera en el mismísimo centro de la soledad. Pasamos horas sin encontrar otro vehículo y por eso mismo podríamos exprimir el coche al máximo pues nadie nos iba a multar. Brillaba el negro alquitrán de la vía recién asfaltada y resaltaba las líneas amarillas y blancas de los carriles. Estábamos rodeados de un inhabitado lugar que nos recordaba lo débiles e indefensos que éramos. La carretera se fundía en el horizonte que nos llamaba y era paradójico porque desde dentro del coche se veía todo a kilómetros de distancia pero enseguida mirando al frente la luz era cegadora. Juan emocionado detuvo el vehículo abrió su puerta se bajó del coche y empezó a caminar. Luego se paró y me mandó a buscar su cámara fotográfica para después desnudarse por completo. Yo iba a hacer lo mismo pero al final hice de fotógrafo de Juan que posaba desnudo sin pudor alguno tirado boca arriba con los brazos y las piernas extendidos en medio de la carretera. Mirando a la lejanía daba la sensación de espejismo: la superficie de la carretera se volvía líquida y el alquitrán parecía reblandecerse. La sensación de infinito distorsionaba la imagen y sentíamos que se aproximaban coches que nunca llegaban. Daba la sensación de que estábamos a merced del vacío en el confín del mundo. Luego regresamos al coche que estaba todo rociado con partículas de arena. Juan limpió alrededor de los parabrisas con un trapo y seguimos camino a Kolmanskop.
KOLMANSKOP
De repente apareció un demacrado cartel que indicaba el paso restringido a una zona del parque nacional de Sperrgebiet donde había explotación de diamantes, que si bien no desempeñaron un papel crucial en la decisión de Alemania de exterminar a los nativos si me recordó las palabras de Nelago.
—Debe estar cerca Kolmanskop –dijo Juan dubitativo cuando de repente exclamó–, ¡ahí está! ¡Sí, sí! Creo que está allí.
Salté del sillón como una pulga inquieta. Al ver aquel lugar abandonado la primera impresión me recordó la infancia cuando entré con los amigos a ver una casa que decían que estaba embrujada. Era esa misma sensación de misterio y a la vez de nervios de sentir que se entraba en un ámbito prohibido y enigmático. Aquella área estaba delimitada por un perímetro y una barrera acompañada de un cartel que indicaba el horario de visitas. Veía grandes casas señoriales pabellones vacíos en medio de dunas de arena y como estaba cerrada la entrada contemplaba de lejos aquella ciudad fantasma.
—Entremos. No creo que habite ningún espíritu en las casas. No hay nadie más aquí pues somos un grano de arena en este árido e inerte lugar. ¿Qué opinas? –le dije a Juan
—De acuerdo entremos –dijo Juan–. Dejaremos el coche aquí en la entrada e iremos andando.
Kolmanskop fue la primera localidad africana en disponer de aparatos de rayos x para escanear a los mineros que no injirieran diamantes en sus cuerpos para su extracción ilícita de la mina. Con todo lo que me había contado Nelago podía ver cómo la supremacía alemana y la explotación de los nativos a mera mano de obra se había impuesto. Cuando se acabó la explotación de las piedras la ciudad fue abandonada e invadida por las arenas del desierto hecho que me hacía ver la desmedida ambición de las empresas humanas donde todo finalmente es ilusorio y pasajero como un sueño en donde solo la arena perdura. Me asombraba ver en esas ruinas los restos de la codicia como algo que finalmente no da ningún fruto y cae en el olvido. Sin embargo era inevitable caminar esperando el milagro de ver algún destello en forma de diamante. No obstante lo único que encontramos fue con una bañera en medio la arena. El polvo había penetrado por todas partes y grandes dunas enterraban aquellas edificaciones.
LUDERITZ
Ahora sólo nos separaban diez kilómetros de la costa donde quedaba la ciudad portuaria de Luderitz que en 1833 fue transformada por Adolf Lüderitz en un importante centro de comercio pesquero. Juan conducía por calles comidas por la arena según íbamos entrando a la ciudad en donde empezamos a ver algún vehículo y gente. Al menos algo había cambiado de la desolación de Kolmanskop. Dimos un par de vueltas con el coche por las cuatro calles que había y podíamos ver casas de todos los colores con fachadas de curvas sensuales con picos asimétricos y luminosas vidrieras acristaladas. Eran tan bonitas a la vista y delicadas que brillaban con la luz del sol como un diamante. Las casas sobre las rocas pegadas al océano bordeaban la costa mientras el sonido del mar lo inunda todo. Fue agradable sentir de nuevo la brisa el contraste entre el desierto y el agua. Volver a ver de nuevo la proximidad del mar después de tanto tiempo en desérticas regiones nos había levantado el ánimo. Rápidamente dimos con una casa señalizada donde hospedamos. Nos recibió un matrimonio alemán jubilados de la región de Baviera. Ya no estábamos solos aunque sí era todo demasiado tranquilo pues éramos sus únicos huéspedes. Una vez dejamos las mochilas en nuestro dormitorio salimos a dar un paseo. Recorrimos Luderitz a pie por sus calles donde era común encontrar panaderías y cafés. Resultaba difícil pensar que estábamos en África porque parecía un pintoresco pueblo alemán por su arquitectura, tranquilidad, orden, seguridad y limpieza. Entré en una tienda y pedí unas tiras secas de diferentes carnes originarias de Sudáfrica llamadas Biltong marinadas con especias con un sabor similar al embutido aunque saladas. Con una bolsa al peso de esas carnes que compré Juan y yo nos fuimos a tomar unas cervezas. Cuanto más compartimos más se estrechaba nuestra amistad.
De camino al muelle Juan y yo veíamos cómo sobre la costa batía el oleaje sin interrumpir la solitaria quietud de Luderitz. Allí dando un paseo la vida se expresaba en pequeñas e inocentes viñetas, en gastados zapatos de suela de goma, en unos niños que jugaban a dar vueltas subiéndose a un columpio que giraba empujándolo con la fuerza de sus pies, yo recordaba embobado mi infancia rodeado de amigos que todavía conservo jugando en la plazoleta al cascallo, a la maza, a la comba, a las canicas, a las peonzas, a ojo de buey, cuchillo y tijera. Sin dejar de mirar aquellos niños medía el tiempo con el movimiento de un columpio. Era una fresca tarde a la orilla del mar con el sol dorado cayendo en el horizonte. Me alejé y el columpio paró, risas y gritos infantiles iban acompañados por el canto de flamencos rosas pingüinos y focas. Antes de que oscureciera regresamos.
DESIERTO DE NAMIB
Más o menos a los cien kilómetros recorridos una vez dejamos Luderitz nos desviamos en un punto de intersección a la altura de Aus con rumbo hacia el caluroso desierto de Namib nuestro próximo destino donde se encontraban las dunas de Sossusvlei. La carretera asfaltada se terminó en aquel punto. Entonces aparecieron caminos secundarios de tierra y piedra mientras nos adentramos por uno de ellos cada vez más al interior. Era interesante ver cómo a pesar de la hostilidad del medio una multitud de animales de diversas especies se dejaban ver. Le dije a Juan que se detuviera pues una manada de orix caminaba entre la dorada vegetación hacia la sombra de un gran árbol. El color marrón de sus pieles era semejante al de las montañas y daba la sensación de que ese animal estaba destinado a habitar esos parajes. En el horizonte rocoso sobresalía los largos cuernos curvilíneos de los antílopes africanos y sus largas colas negras, también el avestruz reacia a correr se sentaba a gusto con su largo cuello. Todo lo que en la mañana podíamos ver era radiante. En movimiento con el coche avanzando la vida en libertad de los animales corría impasible ante nosotros por muy difusa que se vieran en la distancia. Era interesante pensar en cómo eran capaces de vivir en un infierno donde la temperatura subía a 45 grados centígrados. Mientras veíamos toda esta efusión insólita de vida Juan y yo conversábamos.
—Desde el desierto de Atacama en Chile, Sudamérica no me había encontrado un lugar tan Árido como este –dijo Juan.
—Si tu lo dices que has estado allí, ha de ser verdad –dije y asentí con énfasis pues hablar de desiertos son palabras mayores.
—Sí, además es difícil creer que los desiertos cercanos a la costa puedan ser tan secos como sucede en el Sahara, en Australia, Irán y Jordania –aseveró Juan.
—Pienso que una vez los conoces te rindes a ellos y aprendes a sentirlos con toda la intensidad de la dicha o la desesperación –dije yo.
—Así es –dijo Juan mientras su mirada se perdía en la lejanía.
TIRASBERG
Aquellas montañas que atravesamos sobre la planicie en Tirasberg eran tan hondas como la creación del mundo y al ver que éramos dos minúsculos cuerpos en movimiento en medio de aquel vacío de tierra y polvo me daba cuenta que nuestra presencia era simplemente un milagro o algo insólito frágil y pasajero. Algunas veces encontrábamos un desvío de la carretera que nos ponía ante una decisión crítica pues nuestro problema no era perdernos sino equivocarnos de cruce porque podíamos tener un retraso hacia Sesriem donde nos esperaban las gigantescas dunas de Sossusvlei. Si no acertamos en la dirección podíamos quedarnos tirados sin combustible y la distancia hasta la próxima gasolinera podía ser de una jornada. Una avería podía ser catastrófica pues allí no había nada y nadie nos podía ayudar. Lo mejor era no pensar en ello aunque preocuparse un poco y pensar que podíamos convertirnos en comida de hienas y chacales formaba parte de la aventura. En aquel punto Juan tomaba la responsabilidad de decidir ya que llevaba el volante y aunque para mí la flecha del GPS giraba en todas direcciones Juan nunca la perdía de vista, se ponía sus gafas de sol marcaba la ruta y no fallaba.
HELMERINGHAUSEN
Poco a poco fuimos viendo cómo un pequeño núcleo de población apareció en medio de extensas llanuras desoladas de hierba seca arena y gravilla. Nos acercabamos a Helmeringhausen un caserío formado por una calle principal un par de hospedajes y granjas un surtidor de gasolina una tienda de alimentos y algunas casas. Era el lugar perfecto para descansar.
—Pasaremos aquí la noche –dijo Juan con absoluta certeza–. Llevo casi cinco horas pegado al volante ya está bien por hoy. Son las tres de la tarde el sol está pegando muy fuerte y si no nos detenemos ahora tal vez no tengamos otro lugar en muchas horas. Además pronto va a oscurecer.
Los dos estábamos de acuerdo en que era lo mejor que podíamos hacer así que pasamos la noche en aquel hospedaje que era como una granja de abastecimiento en medio del desierto. Estábamos satisfechos eso nos decía nuestro espíritu pues no había nada como sentirse en un lugar remoto, solo ante la vida aunque la constante insatisfacción era aquello que nos impulsaba a ir siempre un paso más allá. Sin embargo este era un momento de tregua y un tiempo para sentir los frutos pasajeros de la aventura, la calma que deja un día de largo de viaje. Nada más entrar por la puerta un perro se acercó a nosotros y lo acariciamos como si no hubiéramos visto uno en años. Nos atendió una señora descendiente de Afrikaners de origen neerlandés que se habían asentado en Namibia con su familia como inmigrantes. Era una mujer rubia de ojos azules y vestía un traje de campesina. No vimos a nadie más recién llegamos. Después con las llaves de la habitación en mano nos fuimos a pegar una ducha y a descansar lo cual fue una experiencia fenomenal pues no hay nada como darse un baño después de una intensa jornada para dormir tendidamente sin pensar en nada más. Había en nosotros una vívida urgencia de aprovechar cada momento al máximo.
CAMINO SESRIEM
Al día siguiente tomamos la vía más corta hacia Sesriem donde encontraríamos las dunas de Sossusvlei. El paisaje iba cambiando a tonos más amarillos cuando miraba la dura textura de la hierba y los rojizos tonos de la arena. Aquellas jornadas empezaban a hacerse pesadas pues el camino era más duro y pedregoso, las piedras saltaban a los cristales y el aire acondicionado no era suficiente para refrigerar el coche. Era un viaje que empezaba a volverse físico y mental. Llegábamos a un punto en que las horas pasaban y solo crecía la profundidad. Comenzaba uno a no encontrar una postura para acomodarse pues el cansancio se hacía sentir y la moral empezaba a bajar mientras las ansias de llegar aumentaban. Teníamos que ser pacientes. No se trataba de un viaje color de rosas. Al igual que Frederick en Australia Juan no decía una palabra concentrándose en la carretera. Las distancias de un lugar a otro eran enormes sin contacto con otro vehículo o ser humano. Nos separaban trescientos kilómetros hasta Sesriem que haríamos en cinco o seis horas de camino. Mientras tanto notaba que Juan también tenía ganas de llegar. En el calor del desierto las áridas montañas nos perseguían inalcanzables. Montañas bajas y encadenadas lo suficientemente cercanas para sentir apatía hacia ellas para perder el interés que al principio nos producían para provocarnos confusión y desconcierto. Mientras tanto nosotros nos sentíamos más adentro en las entrañas de un extenso desierto en un punto donde no había marcha atrás. Además era inevitable sentir un poco de angustia pues donde estábamos no había nada ni nadie y era fácil pensar que si algo nos pasaba nadie podría socorrernos. El viaje se hacía difícil y había un punto en que era tan fácil sentirse insignificante que lo único que se anhelaba era la cercanía de otros seres. Era un aviso que nos hacía recordar nuestra pequeñez e indefensión. Pocos países en el mundo dan esta sensación de libertad pero al mismo tiempo de orfandad de soledad absoluta. Estábamos obligados a avanzar a costa de nuestro propio cuerpo. Sin embargo para un trotamundos el éxtasis que produce la incertidumbre es también como una droga que produce una intensa lucidez. Esa sensación me recordó Mongolia y sus extensas estepas desoladas donde había sin embargo lugar para sentirse solo. Creí sentirlo así al principio pero a diferencia en Mongolia donde viajaba prácticamente a la deriva sujeto al azar y sin ruta entregado al espíritu del guerrero y en unas condiciones que me habían puesto al límite de mis capacidades físicas, en Namibia lo hacía en un vehículo confortable al igual que en Australia donde marcamos la distancia en el GPS y estudiamos previamente las jornadas. Pero lo puntual de ambas formas de viajar era que estaba viviendo la vida que yo había escogido. Había dejado familia y amigos para saber que existía para buscarme a mí mismo en el mundo desconocido. De igual modo algo extremo en todo sentido estaba ahí frente a nosotros y no era cosa fácil aventurarse sabiendo que en cualquier momento podíamos quedar tirados en medio de la nada.
CAMPING PARQUE NACIONAL SOSSUSVLEI
Transcurridas otras cuatro o cinco horas vimos que habíamos dejado atrás las montañas nos adentramos en Sesriem la entrada del parque nacional que daba acceso al área conocida como Sossusvlei, un lugar de avituallamiento en el desierto de Namibia central donde había posibilidad de alojarse en camping Logse y granjas que se encontraban esparcidos por diferentes puntos. Mientras reservamos noche en un campsite adentro del parque donde nos alojamos cayó la tarde. En la recepción nos atendió gente nativa que nos dio una parcela privada a la intemperie cercada por un pequeño muro circular de piedras. Teníamos una pequeña entrada y un gran árbol en medio para aparcar a la sombra el coche e instalar la tienda de campaña al lado. Cuando cayó la noche Juan durmió dentro del vehículo con el asiento delantero reclinado y yo en el asiento de al lado. Sin embargo no encontraba postura y al poco tiempo preferí salir al aire libre y como no llevaba tienda me tiré en el suelo haciendo vivac con mi saco a la intemperie, aunque pronto la temperatura bajo. Fue duro dormir en el suelo sin almohada ni nada. Me había salido mal el experimento pues no pude pegar ojo y tenía el cuerpo molido. Fue una noche horrible. Ya no pensaba en nada más salvo en que amaneciera lo más rápido posible. Tuve que levantarme por ratos y sentarme en las piedras del muro que rodeaba la parcela. De vez en cuando se me acercaba alguna gacela saltarina y sigilosa con los ojos despiertos los cuernos anillados en curva en forma de garfio hacia adentro y las orejas largas como radares.
CARRTERA SOSSUSVLEI
Antes del amanecer Juan se levantó lo cual agradecí y cogimos aun siendo de noche la rama principal de la carretera hacia Sossusvlei. Cuando comenzó a amanecer la temperatura era llevadera pues el viento soplaba y se empezaba a sentir calor. Sobre las seis y media ya íbamos dentro del coche. El sol fulminaba con su brillo toda la carretera como si viéramos una luz al final del túnel. Salía por debajo del horizonte dando relieve a un cielo fragmentado suave y esponjoso, como una nube de caramelo de algodón rosa y naranja. Al instante nos vimos cubiertos de extensas dunas de color azafrán cobrizo de hasta trescientos metros de altura. En ese momento me impresioné, miraba a un lado y a otro y éramos dos puntitos avanzando abriéndonos paso por el medio de aquellos montículos de arena dentro de un auto. Juan entonces bromeó diciendo:
—¿Sabes? Después de aquí creo que me iré a las Philipinas a ver el mar y poder hablar con gente.
—¿Ah, sí? ¿A ver el mar o a casarte de nuevo? Yo me voy contigo, no me dejes aquí solo en medio de este desierto.
—Bueno en realidad estaba bromeando.
—Si claro con ese acento latino se percibe.
—Yo soy boricua pa que tú lo sepas.
—No tanto como yo asturiano.
DUNAS SOSSUSVLEI
Dejamos el coche para subir caminando a una de aquellas gigantes dunas a ver el sol que estaba saliendo. Juan comenzó a trepar aquel montículo hacia arriba pues sus pasos eran más fuertes y seguros. Yo me quedé atrás en un punto mucho más abajo. No sonaban las tripas porque la emoción era más grande que el ayuno pero los pies se nos hundían intentando coronar aquella mole de arena. Me detuve a mitad del ascenso cuando los primeros rayos de sol cayeron y la luz anunciaba la proximidad del día. En aquel silencio desde lo alto se veía un mar de arena y una sucesión de dunas interminables en la inhóspita llanura de Sossusvlei. “¡La vida es bella!”grité con fuerza y miré hacia arriba y vi a Juan levantando sus brazos distante y diminuto como un puntito en lo más alto, alejándose de mí desapareciendo en las dunas más altas del planeta. Tan altas que una cara se quedó oscura fresca y la otra con los rayos de sol rasgando en la arena comenzaba a arder. La coroné por un tiempo efímero: caminé por encima, hacia arriba y hacia abajo y me revolqué en la arena como un niño sintiendo la fuerza del universo. No estábamos en un lugar común. Sin embargo esa apariencia inofensiva que tiene no es más que un espejismo porque allí es imposible vivir. Sólo queda admirar la belleza. Yo permanecí allí sentado en el medio de la duna hasta que Juan regresó mirando las huellas de sus pies que zigzagueaba en aquel arenal y que él volvía a pisar a medida que se acercaba. Juan pisaba de nuevo las huellas que el viento borrará. El sol comenzaba a pegar cada vez más fuerte. Entonces decidimos regresar. Yo fui bajando poco a poco hasta la base de la duna y Juan venía atrás mío siguiendo mis pasos hasta que llegamos al coche y se subió al volante en donde constatamos que no habíamos visto dunas más grandes.
kILOMETRO 65
Durante kilómetros no dejamos de ver dunas y ya en el kilómetro 65 la carretera terminó. Como los vehículos en aquel punto quedaban atrapados debido a la profundidad de la arena era recomendable subirse a un camión adaptado al terreno que transportaba a los turistas unos kilómetros más adentro hacia otra área. Nuestro coche lo dejamos aparcado allí mismo y compramos el ticket para subirnos al camión junto con más personas que poco a poco iban llegando. En aquel sitio al igual que Botsuana las exigencias del terreno y la aventura demandaban un turismo de alto standing. Todo el mundo llegaba en grupos organizados con sus vehículos de tracción y camiones adaptados para aquellas condiciones. Luego de llegar al lugar nos bajamos del camión e hicimos una pequeña caminata. Juan se adelantó y yo seguí a mi ritmo.
DEADVLEI
Llegamos a una zona denominada Deadvlei donde había un enorme lago seco cuyo fondo blanco salino contrastaba con las cobrizas dunas. Era un paisaje inerte y sin vida donde se erguían eternas acacias petrificadas como un cementerio de estacas. Aquel paisaje era de los más extraños que había visto en mi vida. Los árboles aciagos fosilizados y abrasados por el sol. El contraste de colores la ausencia de vida o de agua, al mismo tiempo la belleza mineral que irradiaba de los troncos verticales y de los tonos de la arena me hacían sentir una paz absoluta que me reconcilie con la muerte. ¿Cómo podía haber tanta belleza en un lugar tan árido? Era tan hermoso y extraño que lo único que podía hacer era ver y permanecer en silencio. Daba lo mismo tratar de hacerme alguna idea semejante a aquel lugar pero no se parecía a nada. Toda la visión que yo proyectaba mirando a mi alrededor se retorcía entre las ramas hundiéndose en la arena y el fondo salino. Aunque quería estar allí otro rato las fuerzas fueron menguando y mi pierna debilitándose. Fue entonces cuando Juan se acercó para avisarme que era hora de irnos.
REGRESO WINDHOEK
Una vez salimos del parque salimos directo hacia Windhoek la capital. El regreso después de cinco días de intenso pilotaje fue mucho más llevadero. Los desiertos iban convirtiéndose en lugares de introspección y ahora era más fácil hacerse a la idea de que retornaríamos a la ciudad. De ahí que los 320 kilómetros de distancia que nos faltaban para llegar hayan pasado ligeros. Así fuimos dejando atrás el desierto y poco a poco fue apareciendo de nuevo la vegetación que se hacía cada vez más verde hasta que finalmente llegamos a Windhoek. La vivencia de recorrer Namibia había sido suficiente para sentirnos más que satisfechos. Nos habíamos enfrentado a un desafío que salió perfecto. Volver a la civilización después de estar lejos era renovador y daba una sensación de bienestar pues también me gustaba la vida cómoda y placentera de las ciudades así como un soldado que regresa del frente a casa. Cuando llegamos en la tarde entregamos el coche yo me fui a comprar un boleto a la oficina de transporte Intercape, una compañía de buses de lujo para seguir mi camino hacia Sudáfrica.