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Usted está aquí: Inicio / Vuelta al Mundo 2009-2016 / Asia / Mongolia: Viajando por la estepa-Dia 4

Mongolia: Viajando por la estepa-Dia 4

30 de octubre de 2012 //  by PlanB//  Dejar un comentario

Al día siguiente, pasadas ya cuatro jornadas desde la partida, las estepas y las llanuras fueron quedando atrás, dando paso a elevadas montañas de piedra que se veían a lo lejos y que anunciaban nuestro arribo a Olgy, la capital de la provincia. Al distinguir un lugar habitado en ese nuevo entorno, que era árido, pedregoso y algo más frío, sentí un gran alivio. El bus se detuvo en un terreno abierto, un poco a las afuera de la pequeña ciudad. Por fin había llegado al extremo occidental del país.

Tuve una sensación extraña, ya que pensé que lo que había hecho no tenía sentido y que mi largo viaje podía haber sido en vano. Habían transcurrido más de diez días desde mi llegada a Mongolia y era incómodo pensar que había atravesado la estepa de punta a punta, desde el este hasta el oeste, para pasear por aquellos callejones de tierra y muros de barro en donde me encontraba. No sé por qué, pero estaba insatisfecho. Sentía que debía haber algo más allá, pero al mismo tiempo pensaba que ya no tenía a dónde ir y que mi viaje había terminado. Estaba desorientado y con la misma sed de aventura, pero sin saber hacia dónde ir. Me preguntaba por qué demonios me había aventurado tan lejos en busca de algo que tan solo había dibujado en mi mente. Ahí entendí que debía ser más cuidadoso con mis decisiones. Incapaz de saber cuál sería mi siguiente paso, me bajé del bus junto con Gulnar y Anargul. Me quedé plantado como un árbol, pegado a aquellas dos mujeres, en un yermo terreno en el que solo podía ver algún muro de piedra y, a lo lejos, algunas casas. Sin conocer el lugar y solo, no sabía a dónde ir. Ellas eran mi único refugio. Entonces una furgoneta gris, modelo ruso UAZ 452, con tracción 4×4, llegó a recogerlas y un hombre robusto de casi dos metros de altura y cara de pocos amigos se bajó. Llevaba puesto un pantalón vaquero y jersey gris. Al darle un beso a Gulnar supuse que ella era su esposa. Cuando me vio allí parado levantó su mano, no pidiendo sino exigiéndome dinero. Era tan grande su palma como las dos mías juntas, agrietada, de piel seca. Encogí los hombros con cara de pena para que me llevara, y él, extrañado ante mi actitud, frunció el ceño. Después pasó lentamente los dedos de su mano por el cuello advirtiéndome que me iba a rajar el mío. Acto seguido se quedó desafiante, con los brazos cruzados. Yo, inmóvil y desorientado, no sabía cómo actuar. Entonces estiró de nuevo su brazo, indicándome que me subiera a su furgoneta. Era un hombre silencioso, de apariencia hosca y cruel. Absolutamente desconcertado no tuve otra opción que aceptar la propuesta. En aquel momento vinieron a mí otros sentimientos, parecidos a los que sentí en el sudeste asiático, cuando me perdía por las islas filipinas en moto y que al final lo que parecía salvaje o inalcanzable se volvía natural.

Nos dirigimos al interior de Olgy y nos detuvimos en una tienda. Yo me bajé con ellos porque pensé que no me dejarían solo. Gulnar sacó un cuaderno con una lista e hizo un pedido de comida y provisiones. Yo pensé, al ver todos aquellos alimentos, que me iban a llevar a algún lugar muy lejano, porque llevaban comida para una larga temporada, tal vez lo necesario para no bajar a la ciudad en meses. Daba por sentado, desde que había conocido a Gulnar y Anargul, que me llevarían con ellas y que me alojarían en sus casas, y por ese mismo motivo, cuando Gulnar fue a pagar su pedido, yo insistí en ofrecerle, en gratitud, algo de dinero, que ella aceptó un poco sorprendida. Al regresar a la furgoneta ella sacó su móvil e hizo una llamada para que yo me comunicara con una chica que chapurreaba algo de inglés. No entendía qué era lo que yo quería, pero después de un esfuerzo logré hacerme entender. Le expliqué que mi intención era irme a convivir con ellos para conocer su cultura. Cuando me entendieron, aceptaron a llevarme. Tras devolverle el móvil, subí a la camioneta sin saber a dónde íbamos y pensando que viviría una profunda experiencia; que, tal vez, con un poco de suerte, llegaría a encontrar a los nómadas de las montañas.

Como no tenía lugar para sentarme porque la mercancía ocupaba todo el espacio, me acomodé atrás, echado boca arriba sobre unas cajas. Emprendimos la marcha y al cabo de unos minutos nos detuvimos. El hombretón bajó, tocó en mi ventana y me mandó a bajar. Salí por la parte delantera como pude y una vez afuera del vehículo, este me agarró por el hombro y señaló al horizonte. A lo lejos se divisaban las montañas, que permanecían allí, indiferentes, cortantes, como una espada de dos filos. Era de mañana, la luz se estiraba desde la planicie hasta los picos; y en ese punto, el hombre me dio un signo de confianza al mostrarme con entusiasmo la belleza de aquel territorio. No podía creer que aquel fuera el lugar a donde nos dirigíamos. Las montañas me llamaban con fuerza y sentía con certeza que todo iba a estar bien. La confusión se había ido de mi corazón, y aquel hombre que me había producido desconfianza ahora me señalaba con bondad el camino. Sentí de nuevo claridad, pisé la tierra con firmeza y la vida me correspondió. El mero hecho de sentir que estaba próximo a lo que anhelaba me estremeció. Subí entonces en el furgón y volví a recostarme sobre las cajas en la parte trasera. Acostado, mi cabeza casi que pegaba con el techo. Debido a mi posición no era fácil ver por los cristales y solo podía hacerlo si giraba mi cuerpo. Vi una carretera que serpenteaba entre las cumbres y supe que íbamos hacia las montañas. Avanzábamos por un camino desolado entre baches, piedras y tierra, dando tumbos de un lado a otro.

Tras varias horas de viaje, llegamos a un pueblo incrustado en las montañas, parecía como si nadie viviera allí, salvo los perros que merodeaban ladrando por las calles polvorientas. Eran apenas cuatro casas de adobe y unos ranchos de madera. Dejamos a Anargul en lo que parecía la plaza del pueblo y llegamos a una casa donde un jovencito de unos trece, catorce, años salió a recibirnos. El hogar estaba hecho de troncos, todo cercado con estacas alrededor y con una gran valla de acceso. A la entrada de la cabaña había un cuarto donde guardaban herramientas y acumulaban leña, y afuera estaba la fosa séptica para el baño. Una vez entré me llevaron a un gran salón, que era el comedor, ahí dormiría, en el suelo, sobre las alfombras. La luz de tarde no molestaba y mantenía el interior del salón cómodo, con una temperatura de unos quince grados. Pensaba en lo lejos que estaba y en cómo había encontrado un nuevo hogar. Al lado mío había una vieja mesa con un espejo y en la pared, un cuadro con el retrato de unos caballos galopando libres por la estepa. Una esquina estaba llena de objetos personales, y en la otra un sofá ocupaba todo el lateral, de la pared colgaba una hermosa piel de zorro. De pronto recordé cómo había llegado hasta ahí, cruzando las montañas y guiado por un hombre que al principio parecía un ogro huraño. Al volver a mirarlo, cuando entró al salón, pude discernir su singularidad; pues siendo una persona distante y de pocas palabras, en ese momento me llevaba mantas, una almohada, y me invitaba a descansar. Aquel hombre rudo, que era el marido de Gulnar, se había transformado en un hombre bueno que me había dado cobijo en su casa. Estaba muy cansado, así que caí rendido al instante.

Categoría: Asia, Vuelta al Mundo 2009-2016Etiqueta: Mongolia

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