Al amanecer, un hombre me despertó; era el operario del tractor, un hombre pequeño con papada pronunciada que sin decir una palabra me pico al cristal, sin darle nada de importancia, aquel momento sucedió de lo más natural. Al abrir los ojos, nada me inquietó ni me dio desconfianza, simplemente yo me bajé y el señor se subió. En el tiempo en el que él arrancaba su tractor yo ya había regresado al autobús. Ahora había varias furgonetas, camiones y coches aparcados en fila india esperando para atravesar el río. Era un espectáculo ver cómo sorteaban las aguas, uno tras otro, remolcados por aquel tractor en el que había dormido, cuya función en realidad era esa, transportar coches y vehículos de una orilla a la otra, cosa que me sorprendió mucho. Eran cerca de las nueve de la mañana cuando llegó nuestro turno para cruzar y pensé si realmente íbamos a hacer semejante locura, pues poco faltaba a los vehículos para que se sumergieran por completo en el agua. De repente, ya atravesando el río, el agua rebosaba escaleras arriba y yo tenía que aguantar la puerta, que se abría contra mí por la presión. Vi las ruedas del tractor que nos remolcaba a punto de desaparecer, metro y medio por debajo, hundidas en el fango. Alcancé a pensar que de allí no saldríamos. Afortunadamente, nada detenía aquélla maquina. Aunque el corto trayecto fue una eternidad, lo cierto es que salimos rápido y sin mayores inconvenientes. Después seguimos adelante. La luz del sol incidía ya sobre la tierra, el cielo azul, limpio, claro, y con algunas nubes blancas anunciaba un caluroso día de verano. La estepa seguía ahí, como la aguja de un reloj, clik clok, siempre constante. A simple vista parecía igual, pero en aquel instante se fue haciendo más y más grande, los ojos se volvían más pesados al mirar aquel cielo vacío; la tierra cambiaba de colores, de canela a marrón dorado. Era el segundo día de recorrido y en teoría nos faltaba otro día más, entero, para llegar a Olgy. Con el paso de las horas el viaje comenzaba a volverse más físico y la mente se debilitaba. Adentro se jugaba a las cartas mientras yo me movía entre la escalera y los sillones, haciendo de crupier en ocasiones, más por socializar que por conocimiento, pues me era difícil entender de qué se trataba el juego. Sin embargo, todos me aceptaron y siempre hubo buen ambiente. Esto me permitió conocer mejor a mis nuevos compañeros. Por ejemplo, cuando repartían las cartas a Gulnar, ella soltaba una gran carcajada. Yo, sin comprender el juego, me daba cuenta de que le daba risa porque mi presencia era como un amuleto de buena suerte. Su nariz era chata, de puente corto, su aspecto mongol o kazajo, de melena larga, a veces suelta, otras con un moño recogido con un boli en su chador. Anargul, su amiga, de nariz grande y punta protuberante, parecía de otro origen, aunque a simple vista se asemejaban. Igualmente, ambas eran muy cercanas: firmes, de aspecto fornido, y con mucho sentido del humor. Las dos jovencitas, los dos jóvenes y el hombre anciano, que se habían sentado conmigo en la mesa a comer, a veces también se apuntaban a la partida. Jugar era la mejor manera de pasar el tiempo y matar el aburrimiento. Aunque no entendía el idioma, el buen humor y el compartir hacían ameno el camino.
Después de la partida intenté hacer a Gulnar y Anargul unas preguntas. Saqué el mapa que llevaba en la mochila y les indiqué adónde me dirigía. Luego les mostré en la parte de atrás el dibujo del hombre cazador con el águila en su mano. Ellas simplemente movían la cabeza de arriba a abajo, afirmando con una sonrisa en sus labios y poniendo sus manos sobre el pecho como si la imagen les fuera muy familiar. Entonces dejé el juego, regresé a mi posición en la escalera y guardé el mapa en mi mochila. Aquella respuesta de Gulnar y Anargul fue una inyección de ilusión por pensar que me fueran a llevar con ellas, que entendían lo que les estaba diciendo, pero nada que lo confirmara. Las expectativas seguían igual, seguir el camino y que fuera lo que tuviera que ser.
De vez en cuando me levantaba a estirar los músculos y me apoyaba con las manos en la barra del asiento derecho de la otra señora con su hijo, que lloraba cada vez que me veía. Entonces la madre lo regañaba y como no se calmaba por mi culpa, yo regresaba a la escalera. Solo así el niño se callaba. También me acomodaba en la chapa del motor y si no estaba a gusto volvía a los sillones a repartir cartas para el juego. Así se pasaba el tiempo. Ya lo único que pensaba era en llegar pronto al destino.
Hacia el final de la tarde, tuvimos que detenernos a cambiar la correa de distribución. Cuando arrancamos y, a medida que el día iba cayendo, yo no paraba de pensar en el horror de dormir otra noche en esas condiciones, pues las distancias eran enormes y lo único que había a la vista era un terreno árido y solitario. No pasaba ni un vehículo, ni había gente, ni yurtas, ni animales a la vista. Afortunadamente, cuando el panorama resultaba más desolador, dimos con un poblado propicio para pasar la noche.
Podía contar con los dedos el número de yurtas de aquella aldea, que estaban instaladas en un terreno áspero lleno de charcos, debido a la crecida del río, y protegidas entre sí como formando un círculo en medio de la estepa. Me resultó curioso ver la cantidad de cabras, unas pegadas contra las otras, con sus cabezas y piernas resguardándose a la chapa de una furgoneta, bajo un cielo gris encapotado. No había muchas personas viviendo en aquel entorno. Vi a una señora con un cubo, que salió a ordeñar las cabras, y un niño a la entrada de una yurta, que permanecía de pie, descalzo, en calzoncillos, atando con una cuerda la manilla de la puerta a un palo de madera que había en el marco.
El hombre anciano salió del bus, yo decidí seguir sus pasos, con la esperanza de encontrar un lugar donde pasar la noche; pero en un descuido lo perdí de vista. Regresé de nuevo adentro del autobús e inevitablemente tuve que pasar la noche allí. Fue horrible, pasé en vela intentando dormir en la escalera. Incluso me arrepentí de haber tomado la decisión de aventurarme por tierra mientras tiraba pestes contra mí. Estaba desesperado. El culo se me humedecía si me sentaba encima de la escalera que seguía mojada y embarrada, no encontraba postura, cada poco me levantaba a estirar los músculos, prefería estar allí de pie que volver al sillón donde no había posibilidad de desentumecer las piernas, apretados unos contra los otros. Las cabezadas en la escalera eran constantes cuando durmiendo apoyaba la cabeza en mis rodillas, pasé la noche sin poder pegar ojo. Fue una noche interminable.