De repente, Yelter salió de su yurta para enseñarme el arte de la cetrería. Cuando el hombre se acercó al águila con esa mirada reciproca, que solo sus ojos sabían expresar, me transmitió la veneración que tenía por el ave rapaz. Era el momento que tanto había esperado. La hembra de águila real, motivo de gran orgullo y prestigio entre los hombres kazajos, estaba atada detrás del sillón donde jugábamos. Verla por primera vez fue imponente. Su semblante infundía veneración y su mirada brillaba como el sol. Su presencia me mantenía a una distancia prudente y era hermoso contemplarla, así fuera de lejos. Pero lo más bello era ver la conexión que tenía con Yelter. Sus miradas se encontraban y se detenían en una relación de absoluta complicidad y respeto mutuo. Él verificó la tira que tenía atada a las patas del ave y le dio alimento de sus manos mientras el águila con fidelidad, erguida en el suelo, se quedaba mirándolo fijamente con sus amarillentos y grandes ojos y su poderoso pico. Yelter la acariciaba, como si fuera una hija suya. Aquel vínculo era hermoso. Yelter volvió a pasar su mano sobre la cabeza del ave, que fue capturada como polluelo en su nido; criada, domesticada y entrenada durante años en la caza de zorros y lobos para luego, tras unos años, libertarse.
El águila vuela dominante por encima de todo y, sometida a la necesidad humana, decide qué animal vive o muere. Tenía unas garras y tarsos como cuchillos de acero, sus alas medían más de dos metros y su puntiagudo pico era imponente. Yelter le puso una caperuza de protección, que cubría sus ojos, para mantenerla en estado de calma y con un guante en el brazo se protegió de sus garras. Luego se subió al lomo de su fornido caballo de patas cortas y me hizo ver con orgullo, dándole un giro, dos medallas que llevaba colgadas de su cuello; había ganado varios premios en eventos deportivos. Yelter con gran destreza, sujetó al águila en su brazo y ésta extendió sus grandes alas. Hicieron juntos su mejor pose; al verla me di cuenta de que finalmente estaba ante lo que tanto había deseado encontrar. La caza era en invierno, de octubre a abril. Por entonces era agosto, tiempo de descanso y cambio de plumaje. Después de sacarle una foto, Yelter se bajó del caballo, devolvió al águila a su lugar de descanso y se fue de vuelta a la yurta. Su presencia me llenó de satisfacción, de repente un leve calor corría por mis venas, pensar que yo había llegado hasta allí siguiendo la huella de una fotografía, buscando vivir con los cetreros kazajos fuera de toda civilización; una experiencia única y necesaria que, tal vez, en pocos años ya no podrá ser posible, pues la vida nómada corre el riesgo de desaparecer.
La familia vivía de la cría de ganado, así obtenían la carne y los productos lácteos necesarios para vivir en ese ambiente. Un día vi cómo la madre de Agkoyan y Aiguiri mató un cabrito delante de mí, adentro de la yurta, para luego despellejarlo y abrirlo. Aprovechaba todas las piezas: unas eran separadas para el almuerzo y lo sobrante era colgado de las celosías de madera, en el interior de la casa, para que secara. Era la forma natural de guardar los alimentos al no disponer de nevera. Luego de esto, cocinó los órganos, la sangre aparte, y después hizo la carne al fuego, con unas piedras calientes, para después servirla en una bandeja metálica. Nos sentamos todos en corro y empezamos a comer. Con una cuchara partían el hueso para luego comer el jugo de la medula. Los huesos eran tan grandes como mi brazo. Para mí era una exquisitez, tanto que ellos se complacían viéndome comer. Lo único que me costaba trabajo pasar era el airak, leche fermentada de yegua. Entonces sacaba los terrones de azúcar que me había dado Bolat y me la bebía calientita. Yo estaba acostumbrado a recibir lo que me dieran, en señal de gratitud. Poco a poco me iba acostumbrando a su sabor, a la textura gorda y al olor.
En las noches, me detenía en lo vivido y recordaba cómo había llegado hasta ahí; atravesando cumbres inalcanzables y extensas praderas. Mientras nos íbamos durmiendo sonaba la radio que Nurasyl escuchaba todos los días, a bajo volumen, para dormirse. Todo estaba en calma, y esa sintonía la sentía al cerrar los ojos.
Nurasyl era una verdadera matrona. Solía andar de arriba a abajo, entrando y saliendo de la yurta. Su mirada íntima, tierna, se sentía siempre cerca, ella solía estar alegre y dispuesta a soltar alguna gracia, a jugar o a bailar con los niños. La alegría siempre provenía, como en cualquier otra parte del mundo, de la sencillez, la inocencia, pues a pesar de estar tan alejado de todo me sentía tranquilo, en paz y contento.
Al cabo de seis días ya no era todo tan placentero, necesitaba comodidades como una cama o un baño, mi propio espacio adentro en la yurta, comenzaba literalmente a aburrirme y me di cuenta de que vivir viajando nada tenía que ver con aquella vida nómada, que no encaja en absoluto con la rigidez y el consumo de la sociedad occidental. Ya en el penúltimo día de mi visita, vi a Aiguiri y su hermana limpiar el coche de su papá. Montaron los sillones en los que nos sentábamos a jugar todos los días. Era un viejo Jeep 4×4 todoterreno, usado por el ejército soviético, cuyo motor arrancaba con una manivela. Una vez lo pusieron en marcha se fue toda la familia y yo me quedé solo, por primera vez, en medio del silencio, custodiando las yurtas, el ganado y el águila. Muy a lo lejos fijé mi mirada siguiendo la trayectoria del coche que ya iba montaña arriba y vi dos puntos blancos rozando el límite del cielo, que eran dos yurtas a donde supuestamente se dirigían. Aquel tiempo de soledad me acerqué al águila, que permanecía inmóvil y atada por una de sus patas. El pájaro extendió sus alas de dos metros de envergadura, daba miedo tenerla de frente, pues con su pico encorvado y sus garras podía atravesarme los huesos del cráneo. Inclinó la cabeza y permaneció excitada, atenta a mis movimientos. Solo parecía estar tranquila con Yelter, su dueño. Di un paso atrás y me fui alejando, no quería molestarla, tenía miedo de que rompiera el cordel y echara a volar. El silencio era absoluto. Estremecido por la inmensidad, esperaba a que llegaran de vuelta. Pasaron unas horas y regresaron con más gente. Al bajarse comenzaron de pronto a forcejear con un caballo salvaje, echándole el lazo por el cuello hasta vencerlo. Derribado, agarraron sus patas con cuerdas y después con unas tenazas calientes sujetaron sus bolas para castrarlo con un cuchillo. El relincho que nacía del dolor y el forcejeo era retumbante, y era muy peligroso acercarse. La yurta fue llenándose de gente. Cocinaban sopa, carne en abundancia y bebían airak alrededor de la estufa. Los testículos se comieron como acto de hombría. Mientras tanto más mujeres y hombres fueron llegando al compartir. Yo no tenía ningún traductor ni guía para poder entender qué era lo que festejaban. Permanecía sentado en el suelo, como uno más, en corro comiendo, sin parecer un extraño.
Estaba allí, entre todos, mientras ellos hablaban de sus asuntos, sin poder entender nada. Sin embrago, había algo que sí había entendido, y era el hecho de que ellos, una tribu esencialmente nómada, no se movían al azar como yo. Entendí, aquel día, en medio de la algarabía, que el viaje más allá de ser una aventura, como lo había sido siempre para mí, debía tener un sentido. Transitar de un lugar a otro no es moverse al azar, sino atender a un llamado que nos obliga a partir. Los nómadas lo hacían por supervivencia, asociaban la quietud con la enfermedad y la muerte. Migran de acuerdo con las épocas del pastoreo, ya que saben que si no lo hacen corren el riesgo de morir de hambre.
Al día siguiente, en la mañana, decidí salir solo a pasear; pero una tormenta me pilló de improvisto. El aire venía helado, los copos de nieve caían como bolas de algodón y entumecían mi cuerpo. El suelo era duro. Afortunadamente no estaba lejos y en el camino de regreso a la yurta los niños me recogieron con un abrigo. Estaba congelado, y eso que era verano. Lo primero que me pasó por la cabeza fue pensar en cómo podían sobrevivir al invierno, cuando los vientos gélidos siberianos azotan a temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Aquel día intenté dormir un rato para calentarme un poco, pero al momento escuché un ruido que me despertó: era Bolat que había llegado a recogerme. Sin darme cuenta ya había pasado una semana y empezaba a anhelar el regreso. A pesar de la profunda y bella experiencia que pasé, aquel no era mi lugar. Era inevitable: estaba ya demasiado acostumbrado a las comodidades de la vida moderna. Cuando llegó el momento de marchar, todos salieron de las yurtas para despedirse de mí y posaron para una foto familiar. Les encantaba que los fotografiara y verse en la cámara. Me situé frente a cada uno de ellos por última vez. Nurasyl, sostenía con firmeza en su mano un palo largo de madera donde llevaba sujeta la cabeza de una cabra. Agkoyan, traviesa como siempre, zarandeaba a su tímido hermano Aiguiri. Horgonzul salió del Ger con Agá, cogidos de la mano, apenas podían caminar, lo hacían despacito. En sus rostros vi la comprensión y la sabiduría. También estaba Alikhan, aquel pastor nómada que me ofreció vivir en su yurta, a quien le di después un fuerte apretón de manos. Al subir a la furgoneta no pude evitar tragar saliva con un poco de nostalgia sabiendo que tal vez nunca más volvería. Estaba agradecido por todo lo que me enseñaron, realmente sabía que era mi hora de partir, aquellas montañas de Altai en sí viajarían para siempre conmigo. Hoy cierro los ojos y siento todavía su energía, como grandes espíritus vigilantes. Me quedaba en el alma la certeza de que podía gestarse una forma de vida serena, armónica y exigente en un inhóspito territorio.