Sin embargo, mi visa iba a caducar y yo tenía que llegar a Olgy tan rápido como pudiera, aunque parecía que Bolat me había adoptado. Me mandó a subir de nuevo a la furgoneta y fuimos a la inauguración de una yurta que estaban construyendo detrás de su casa. Fue allí cuando la hermana del gran jefe Bolat, la que hablaba inglés, me trajo noticias nuevas y me explicó que al día siguiente había un hombre que me bajaría a la ciudad de Olgy sobre las siete de la mañana. Finalmente, parecía que todo iba a volver a la normalidad. Sin embargo, a pesar de mi deseo de partir no podía evitar sentir una cierta nostalgia por todo lo que dejaría atrás. Había sido una convivencia corta pero muy profunda. Era mucho lo que había aprendido. Recordaba que había llegado a Ulán Bator de forma un poco violenta, una pobre ciudad donde la vida de las personas sin recursos me mostraba desesperanza, y cómo mi perspectiva había cambiado gracias a los nómadas de las montañas de Altay, un rincón del mundo que se mantenía en su modo de vida tradicional. Como significante me había quedado lo esencial que es para esas tribus cuidar la tierra y el medio ambiente del cual necesitan para subsistir y en contrapunto la gran amenaza de desaparecer tan valiosa cultura.
Fue Gulnar quien se levantó para despedirme a la mañana siguiente mientras el resto de la familia dormía profundamente. El día iba clareando cuando le di las gracias por todo y subí al coche que había llegado a recogerme a la puerta de la casa junto con más pasajeros que como yo bajaban a la ciudad de Olgy. En el camino de vuelta no dejaba de pensar que todo me había salido perfecto como si se hubiera predestinado.
Ya mi prioridad era buscar rápidamente una salida de Mongolia porque mi visa caducaba en cinco días. Regresar a Ulán Bator no era una opción. Pensé que estaba en un gran problema y que todo jugaba en mi contra. Sabía que no podía volver por donde había venido, pero ya tenía la visa de China y podría salir del país por otra ruta, si es que esta existía. Buscando información me enteré de que había una a un solo día de viaje. Partí tan rápido como pude, no sin antes ducharme con agua caliente, como Dios manda, en uno de los escasos hoteles de Olgy. Llevaba más de veinte días sin hacerlo. En una furgoneta para seis u ocho personas nos subimos dieciséis. Yo iba arrinconado atrás, en una esquina, y mi único pasatiempo era mirar por la ventana. Siempre atravesando la cima de los picos, de nuevo apareció otro grupo de camellos que cruzaban aquellos riscos montañosos a ritmo de procesión. Mientras tanto observaba las sinuosas cumbres, creyendo que ya habíamos avanzado lo suficiente para estar cerca de algún pueblo. La incomodidad dentro del vehículo me torturaba, pero lo que más me sorprendía era ver que nadie se quejaba.
Caída la noche, una de las ruedas salió volando. Decidí quedarme adentro del vehículo mientras algunos pasajeros salieron a fumar. Luego de que el asunto quedó resuelto seguimos avanzando hasta llegar a un pueblo desconocido; en él cada pasajero se fue a su hogar, pero yo no tenía a dónde ir. El conductor, al verme solo y notar mi incertidumbre, me ofreció su casa para dormir. A la mañana siguiente le di las gracias por su hospitalidad, y fue él mismo quien me acercó a la explanada principal para coger un nuevo transporte y seguir avanzando.