Dicen que la plaza Garibaldi es la cantina más grande del mundo pues está rodeada de bares donde se canta y se baila al ritmo de los mariachis tomando tequila. En su interior una orquesta estaba tocando con sus sombreros de fieltro de lana y vestimenta de charro mientras sonaban esas canciones que tanto deletreo desde mi infancia. Aquella música despertó hasta los muertos pero la fiesta allí para nosotros duró poco al pensar que después de aquel encuentro más bien orientado al sector turístico teníamos que salir a buscar una cantina más auténtica. Digo auténtica como yo la imaginaba; esa mítica cantina de todos de agárrate que hay curva donde trasnochar cantando rancheras hasta caer dormido ebrio en la mesa. Le pedimos a uno de los camareros que nos recomendará una con más solera y él nos escribió el nombre y la dirección de una en particular «Cantina La Fuente». Al entrar supimos dos cosas: Que era la cantina más icónica de la ciudad fundada en 1921 con casi cien de años de vida y la historia de la legendaria bicicleta que descansa detrás de la barra. Cuenta la leyenda que un cliente estuvo bebiendo toda la tarde pero no tenía dinero para pagar por lo que dejó empeñada su bicicleta como fianza con la promesa de volver a recogerla. Luego de más de cincuenta años sus propietarios siguen esperando aquel hombre y permanece aún colgada la bicicleta de la pared aguardando por su dueño. Sus clientes no eran turistas sino locales que llevaban años de asistir a la misma barra contando las mismas historias. Pedimos tequila. ¡1, 2, 3 al trago limón y sal! Tirábamos los vasos en diversas secuencias y sucesiones con golpes magistrales porque queríamos sentir el ruido. Significó un verdadero encuentro social donde hay pinturas con ilustraciones de personajes locales rodeando las paredes de aquella mítica cantina mexicana. Diría yo que el lugar propicio para pillar una gran borrachera a golpes de Tequila cuando el piano comenzó a sonar.
—¡Disculpe! ¿Nos pone otra? —pedí otra ronda al cantinero.
—Son 50 pesos mexicanos —me respondió. Topo pago poniendo su dinero encima de la barra.
—Me gustaría exponer obras como estas. Tal vez algún día tenga mi propio estudio —dijo Topo mientras apreciaba las pinturas en la pared.
–Tú tienes talento y los sueños se pueden alcanzar pero recuerda que sin esfuerzo no hay recompensa. La suerte está en la suela de los zapatos en lo que camina cada uno en la vida —le dije
–¡Brindemos para cuando nos vaya mal! —dijo Topo.
El limón se sucede por cervezas y las horas pasaban rápido.
–Topo creo que podría ser tu representante porque no firmamos el 10 % de las ganancias si algún día vives de tu arte. Hagámoslo en una servilleta como hizo Messi con el Barsa.
Transcurrido un tiempo ya más embriagados me vino una lucidez.
–Topo, ¿sabes una cosa? Creo que el 10% es poco; podemos firmar el 20 %.
–¡Pero bueno ya te vale concubino! Yo soy el artista.
–Sabes Topo tengo una chica brasileña en mente con la que viajé y no puedo aún quitármelo de la cabeza.
–¡Ja, ja, ja! No te ruques con eso del amor. No seas tonto que una mujer detenga tu camino pues debes luchar por tus metas. Ya te pasará con el tiempo que todo lo cura. Toma otro tequila y verás qué fácil se olvida. ¡Arriba abajo al centro y adentro!
Aparecimos en el hostal al día siguiente los dos con todo el cuerpo y la ropa empapada de agua y no sabíamos ni el día ni la hora. A duras penas recordábamos que nos tiramos en una fuente y estábamos en Guadalajara.
Dos días después nos dirigimos a las bodegas de Tequila en el estado de Jalisco de donde es originaria la planta de género agave. Allí aprendimos los diferentes tipos de tequila y nos enseñaron otra manera más formal de beber este destilado de Agave Azul (Agave tequilana) de cuyos tallos se destila el licor.
Topo sostuvo el chupito por el tallo levantándole al nivel de los ojos para observar el color del tequila 100% agave añejo que reposaba anteriormente en la barrica de roble y agitando suavemente el vaso examinó cómo se adhería a las paredes. Después tomó lentamente un sorbo pequeño y saboreó el tequila en su boca por unos segundos. El alcohol viajó por sus papilas gustativas sin sentir en su cabeza una explosión provocada por su rápida ingesta creyendo en efecto que beber lentamente era mucho mejor que tomar tragos al golpe rápido de limón y sal. Sin embargo eso no provocó que al cabo de un tiempo catando tequilas cogiéramos otra cogorza mientras avanzábamos caminando por las bodegas. Blanco, reposado, añejo, añejado, joven u oro, eran tantos y de tanta variedad los aromas y sabores que ya no había manera de diferenciar. Intentando mantener la formación alineada y correcta del grupo de visita nos dirigimos a la última estancia y fue en aquel punto donde ya nosotros mismos nos sentíamos unos auténticos maestros tequileros.