EN BARCAZA POR EL RÍO SENEGAL A LA FRONTERA
A la mañana siguiente me dirigí en un taxi compartido al puesto fronterizo de Rosso a menos de diez kilómetros de Saint Louis en Senegal. Había leído y escuchado que aquel paso era uno de los más difíciles de África por la cantidad de tasas a pagar debido a la inmoralidad y sobornos de los oficiales de turno. El río Senegal hace frontera entre ambos países donde hay cayucos negociando para pasar a la gente a la otra orilla además de vendedores por todos los lados camiones y coches esperando el ferry. Tras llegar sellé sin problema la salida de Senegal y un transbordador me cruzó por aquel río ancho de aguas revueltas. La barcaza en sí era una plataforma tan rebosada de vehículos y gente que parecía que en cualquier momento se fuera a hundir. Mientras surcaba aquellas aguas mi mente se hizo a la idea de que no todos los que iban ahí conmigo corrían la misma suerte que yo. El hecho de ir a Mauritania por conocer y viajar me dejaba sentir con placidez la brisa pues solo tenía que dejar el sol a mis espaldas pero muchos de los que estaban junto a mí podían ser aquellos inmigrantes dispuestos a jugarse la vida en alta mar. Solo me hacia falta mirar a un lado y ver a todo tipo de buscavidas siempre con los ojos altivos e inquietos igual que niños hambrientos con su mirada perdida. La mañana se cernía clara sobre mi mientras llegaba a la otra orilla así como el río marcaba la línea del horizonte, y con la amenaza de llegar a un nuevo desierto la sensación de que mi viaje por el África negra iba llegando a su fin era inevitable. Todo estaba como siempre en movimiento y por un momento me quedé sin palabras viendo llorar a los niños en las espaldas de sus madres siempre cargadas. Sin embargo seguíamos avanzando contracorriente hasta llegar a la otra orilla.
FRONTERA ROSSO
Veía en tierra firme una gran antena de comunicación a cuyo lado cientos de personas esperaban la llegada de la barcaza apostadas sobre las barandillas al borde del río. Entre tanto tumulto de coches camiones y mercancías desembarqué. Caminando de vez en cuando se me acercaba alguien para intentar sacarme dinero y yo de alguna forma me lo esperaba pues ya sabía por experiencia que los pasos fronterizos suelen ser un escenario lleno de corrupción en todos los niveles. Sin hacer mucho caso seguí mi camino hasta llegar al puesto de control que era una casa rodeada de una cantidad de pequeñas barcas que estaban varadas en la escalinata de entrada. Cuando entré había una mesa con un ordenador y dos agentes que sellaban los pasaportes. Todo iba bien hasta que los oficiales de turno me dijeron que no podían sellarme el mío porque se había ido la electricidad del ordenador. No sabía si era cierto o no pero el caso es que pasé toda la mañana esperando. Me compré algo de comer y una botella de agua para acomodarme con la mochila y echarme una cabezada sobre el suelo. A mi alrededor había un continuo trasiego de gente cuyo trabajo consistía en sacar tajada ayudando a agilizar los tramites de vehículos y mercancías de un lado a otro de la frontera. La visa me costaba ciento veinte dólares un precio demasiado elevado que no tenía previsto. Además para colmo debía pagarla en moneda de Mauritania de manera que tuve que salir a cambiar el dinero y me encontré con unas tasas elevadas. Había que negociar y no era tarea fácil pues aquellos hombres siempre sumaban de más a su favor siendo difícil convencerlos de lo contrario. Sin embargo a pesar de quedar con unos dólares menos en mi bolsillo pude pagar la visa de mi pasaporte. Afortunadamente al regresar la luz había vuelto y pudo terminarse el trámite. La antena seguía en pie y un nuevo ferry estaba desembarcando.
CARRETERA SAHARA NUAKCHOT
Por la forma de hablar y de vestir con su móvil en la mano pantalones vaqueros camisas y polos de marca de manga corta podían ser campesinos o pescadores de mediana edad con ingresos suficientes para ir a Mauritania de negocios. Íbamos por una carretera recta que parecía no tener fin donde las tierras de cultivo daban paso a la presencia de arena en el asfalto y las vacas a los camellos. La población negra a la árabe-bereber con sus turbantes. Los núcleos de población iban desapareciendo en un lugar desértico. Nos cruzábamos de vez en cuando con rebaños de cabras en busca de agua. Sabiendo que había dejado atrás la ciudad colonial de Saint Louis y su agitada vida el desierto del Sahara estaba cada vez más cerca de mí y el sonido del viento sobre las dunas de arena era el único ruido y singular canto que alineaba las horas. A través del paisaje empezaba a sentir esa soledad del desierto que traía consigo una modificación del tiempo. La carretera me ayudaba a recordar que fue en los desiertos donde la vista se amplió y aprendí a escuchar el silencio. Allí sus gentes ven pasar la vida más despacio y saben sacar agua de donde no la hay. Tenía la sospecha de que me iba a encontrar rostros ocultos con grandes turbantes cantos libertinos tierras baldías y arena mucha arena en lugar de mar.
NUAKCHOT
De repente todo cambió con el sonido del claxon y del tráfico incesante que nos recordaba que estábamos de nuevo en otra urbe que si bien no se comparaba con la caótica Dakar también producía un impacto. Fue una tarde soleada y polvorienta cuando llegué a Nuakchot. Caminaba asfixiado cuando me bajé del coche pero todo se volvió polvo ante mi vista sin arboles donde ponerme a la sombra. Miraba alrededor las calles y las personas andaban desperdigadas entre las casas con faldones y velos las mujeres turbantes y pantalones bombachos los hombres. Con el peso de mi mochila y por el agobiante calor que ya pegaba muy fuerte me detuve para colocarme mi pañuelo y cubrí todo mi rostro dejando tan solo al descubierto mis ojos. Intentaba localizar mi nuevo alojamiento cuando vi dos hombres parados en una marquesina. Les pregunté por la dirección que la llevaba escrita en un papel y ni se inmutaron. Me miraban con incertidumbre como si no supieran con certeza de dónde era mi nacionalidad. Lo único que hicieron fue señalarme con la mano hacia los taxis. Seguí insistiendo hasta que preguntaron de dónde era sacándoles mi pasaporte y enseñando la visa de Afganistán. Además llevaba puesto mi pañuelo afgano para resguardarme del calor hecho que le dio credibilidad a mi respuesta.
Afgano afirmé rotundamente.
—Talibán –dijeron
—No talibán –respondí.
De inmediato cambiaron de actitud señalándome una calle cercana a la izquierda. Les di las gracias y me fui pero antes entré a un bar donde paré a tomar y a beber algo. Era un local con una pequeña barra y varias mesas afuera al aire libre como terraza. Yo me senté en una de ellas. A mi alrededor veía varias personas imperturbables y silenciosas tomando té protegidas del sol con grandes turbantes. A diferencia del áfrica negra donde el paisaje era más fértil y exuberante las personas más activas en Nuakchot las personas eran reservada silenciosas debido en gran medida al desierto y la cultura. Parecía evidente que no tenían prisa cuando levantaban la tetera vertiendo su líquido en la taza tan despacio que subían y bajaban la mano varias veces desde bien alto para ver caer el agua y crear espuma con la misma sutileza que un artista mueve su pincel. Solo un suave murmullo se escuchaba entre charla y charla mientras saboreaban la infusión. Todo era íntimo profundo y lejano. No dejaba de llamarme la atención esa actitud tan sensible con el sol abrasando encima nuestro. La luz era tan intensa que cegaba de tal manera que me hacía perder la vista pero ellos como si nada se entusiasmaron bebiendo té. Enseguida yo tuve que levantarme porque me quemaba la cabeza y me fui a buscar el hospedaje que encontré a la vuelta de la esquina.
ENCUENTRO EN NUAKCHOT CON SANDRA Y MATEO
Eran muy pocos los ruidos que se escuchaban en aquel momento ni los coches pasaban por aquella calle muerta donde me encontraba ni los pájaros revoloteaban cuando el sol era más notable horas antes del atardecer. El aire era cada vez más cálido y las calles se veían amenazadas por la arena. A pesar de estar cerca de la costa atlántica no encontraba un rincón donde poder secar mi sudor y sentir un poco de brisa. Cuando entré por la puerta de una parcela con jardín que daba a un edificio de planta baja me encontré con un hombre de nacionalidad francesa que lo regentaba. Era un camionero que apenas hablaba inglés el cual andaba a su bola y poco caso hacía de querer entenderme. La habitación tenía aire acondicionado pude finalmente tener un respiro y descansar.
Aquel mismo día llegaron al albergue dos jóvenes españoles una pareja de Barcelona. La chica se llamaba Sandra y él Mateo. Trabajaban para el New York Times y viajaban con una enorme cámara que ocultaban en una caja de madera vieja para grabar sus documentales. Habían llegado a Mauritania por trabajo y les habían hablado de un hombre en la ciudad de Chengueti que todavía tenía esclavos y buscaban su paradero. Después de conocernos se metieron en su habitación y no los volví a ver.
UNA JAIMA EN EL DESIERTO PARA ESCUCHAR ALÁ
Fue a los pocos minutos de haber llegado yo a Nuakchot que conocí en mi albergue a un chico que me daba la impresión de ser europeo puesto que llevaba una barra de pan en la mano y tenía el pelo rapado al uno. Alain un ingeniero francés musulmán se puso a dialogar conmigo y salimos a dar una vuelta. Con él me podía comunicar también en español.
Entonces has venido por trabajo a Mauritania. le pregunté a Alain.
En absoluto replico con gracia, solo he bajado a la ciudad para proveerme de alimentos.
¿Así que te has mudado a vivir al desierto?
Si lo he hecho para buscar las respuestas a mi existencia. Dijo Alain. He decidido dejarlo todo por un tiempo indefinido para vivir en una jaima en la más austera soledad.
Púes que decir que enhorabuena. Quién diría que eres francés.
He nacido crecido y estudiando en Paris. Ahora llevo tres meses en el desierto aislado del mundo. Y es la fe que proceso en Alá quién me acompaña.
¿Te apetece un té? Inquiero Alain antes de preguntarme porque estaba en Mauritia y decirle que era un trotamundos.
En la noche cuando refrescaba la gente salía a pasear y era muy agradable sentarse en las terrazas a tomar algo. Las calles eran anchas con las aceras espaciosas y relativamente tranquilas. Aquella noche los dos estábamos algo cansados así que cada uno fue a dormir a su habitación y quedamos para vernos el día siguiente.
Al otro día ya en la tarde aunque no era mi intención convertirme al islam estuve con Alain practicando las posturas y aprendiendo versos del Corán para rezar como un devoto más mirando a la Meca.
Sabes en unos días volveré al desierto allí buscare las respuestas que no he encontrado paseando por el río Sena ni los Campos Elíseos ni en el museo de Louvre.
Puedo entender que no deseas la vida que has tenido. le dije a Alain.
Ya lo pasado pasado no me interesa. Quiero despojarse de mi vida material y liberarme de las ideas aprendidas. Aquellas cenas de lujo contemplando la Torre Eiffel en noches opacas y tribales ya no me satisfacen. Es otra la luz la que busco.
-Lo sé. No por ser ingeniero uno ya ha encontrado su verdadero camino. Deseo que encuentres tus respuestas.
-Hubo una pequeña pausa a pesar de que Alain estaba convencido de lo que hacía se daba cuenta del gran paso que había dado. Pero hablo de nuevo con vehemencia.
Tras haber llegado a lo más alto en mi trabajo entonces me encontré vacío yo no quiero bienes ni nada parecido sólo despojarme de todo lo innecesario. Esperar una respuesta de Ala e irme al desierto para escucharlo y encomendar mi vida a lo que más amo.
-!Naturalmente! Puedo comprenderte.
En aquel momento recordé cuando quise hacer lo mismo en Amarapura regíon de Mandalay Birmania el día que fui a buscar las respuestas de mi existencia con los monjes budistas en el monasterio de Mahagandhayon. Entonces le dije Alain que no importaba a través de qué camino uno buscaba la verdad si es a través de Buda, Alá, Dios, Brahman o uno mismo, pues el único camino a seguir es aprender a amarse a sí mismo y a los demás sin esperar nada a cambio en el tiempo que Dios nos lo conceda. Fue así que Alain se quedo pensativo por un instante y me dijo. Ala es grande él me guiara en lo más profundo del arenal. Volveré a la Jaima en el desierto y me encontraré con Él.
UN CANTO LIBERTINO Y UN REGALO
Mi próximo destino fue Atar una ciudad del noroeste de Mauritania el principal asentamiento de la meseta de Adrar. Noté al subir a la furgoneta que al lado mío había varios hombres que vestían sus típicas túnicas de algodón de color azul celeste de manga corta abiertas y con los brazos al descubierto.
También había una la mujer que estaba sentada detrás mío envuelta en una tela de color naranja muy fina de una sola pieza que le cubría todo su cuerpo hasta la cabeza. Todo me indicaba que en Mauritania la población era mayoritariamente musulmana y de origen árabe-bereber. La forma de vestir y de ser en África cambiaba según la vestimenta pero ambas en el fondo mostraban su propia cultura. Para mi era un nuevo sentimiento y no podía inclinarme a una u otra solo miraba los ojos de la persona sonreía e intentaba no juzgar ni molestar a nadie.
En el trayecto veía cómo el viento levantaba la arena que tapaba la carretera asfaltada. De repente sentí un sonido inigualable que me despertó pues iba medio dormido. Nunca había escuchado nada igual dado que aquella voz salía de la boca de la mujer que viajaba atrás. Era la música haul tradicional del Sahara occidental. Una voz potente e íntima con diferentes timbres, ritmos, sonidos vocales y melodías. Una música con influencias bereber, árabe y sudanesa. La mujer improvisaba tocando con sus palmas duplicando el ritmo y las notas. Era una melodía profundamente femenina que armonizaba en un encuentro de sensaciones y ruidos con chillidos donde se fundían la resistencia el amor y la guerra. La música toca nuestros corazones en las venturas y desventuras bien sea en el desierto los océanos los campos o las ciudades. Quedé asombrado con su voz. Sus cánticos me habían despertado y entonces la música volvía a mí para decirme que era la voz de los pueblos a través de la cual se encarnaba el dolor y el gozo de las razas. Voz que tantas veces escuché en el camino retumbando en los yembés en aquel patio del colegio en Djenné «en Mali por todas partes» «en las casas de Burkina Faso» aquí allá y más lejos en el mundo que conocí, el que nunca conoceré, la voz que canta en las voces de quienes cantan siempre estaba ahí presente aunque no todos los días podía escucharla como tampoco podía ver siempre la misma estrella en el firmamento. Sólo así pude entender que la música es tan vital que no nos deja ni cuando nos despedimos de los seres queridos aún llorando o festejando. Las aves cantan, los animales de la tierra, del mar, la naturaleza en sí, todos cantamos y habitamos el mundo por millones de años pero el canto de aquella mujer bereber me hacia pensar que África podía ser el origen de todo y el Sahara a donde me dirigía un germen de arena donde todo misterio ocupó por vez primera su lugar. Cuando dejó de sonar la voz de aquella mujer volvió el silencio y con él tomó forma y belleza el desierto, ese espacio privilegiado donde es fácil escuchar a Dios ese silencio sereno que nos habita. Ahora me daba cuenta por qué Mustafá quiso dejar su lujosa vida por la austeridad de una jaima al tener allí tiempo para escuchar la voz del Creador y su yo interno. Solo consigo mismo en la profundidad del desierto escuchando en las noches el canto de las dunas bajo las límpidas estrellas y la luna.
Cuando la furgoneta hizo una parada el hombre al lado mío me regaló su turbante que una tela de unos tres a cinco metros que llevaba enrollada en su cabeza. Aquel regalo mostraba la cortesía de aquel hombre que me decía» No mires a un bereber diferente solo siéntete un hombre libre de palabra y mírame de tu a tu.
ATAR
No fueron más de seis horas para recorrer aquellos cuatrocientos sesenta kilómetros de distancia. A mi llegada a Atar me encontré una tierra árida. En la cuneta de la carretera aparcaban los camiones y en los postes de madera del tendido eléctrico a duras penas se posaba un pájaro. Una gran glorieta circular a la entrada de la ciudad indicaba que comenzaba el núcleo urbano con las mulas tirando de carros y los viejos taxis allí aparcados. Las casas eran de piedra y barro con muros de gran anchura con una altura de una o dos plantas, muchos bajos hacían de comercio o vetustos locales y se anunciaban con carteles publicitarios en letras árabes. Sus puertas de madera lucían abiertas contra la pared de canto a canto, y eran de colores muy vivos azul, verde, rosa, amarillo que bellamente contrastaban con el color natural del barro. En puestos de venta en forma de jaima se vendían telas y las mujeres vendían hortalizas frutas y pan en carretillas. Los coches las bicicletas y la gente circulaban por en medio de todo. En otro punto se reducían las calles más oscuras, ya no era el verde del campo lo que asomaba como días atrás en Senegal sino barro endurecido lo que veía con aquellas paredes estrechas que no dejaban penetrar el sol. Aquellas paredes resquebrajadas y la gente arriba y abajo con sus atuendos mercadeando en un afilado pasillo. En los rincones encontraba un poco de sombra y si me asomaba a curiosear en algún local o comercio me invitaban a pasar dentro y beber un te. Entonces me sentaba con ellos en el suelo encima de una alfombra sin entender ni papa y luego me intentaban vender algo de artesanía. Aquello era el Magreb lugar por donde se pone el sol la parte más occidental del mundo árabe.
CAMPAMENTO EN ATAR
Me hospedé en un campamento que estaba a un par de kilómetros de la ciudad. Cuando quería bajar salía hasta la carretera principal y esperaba que cualquier camioneta o taxi compartido me recogiera. Oscurecía temprano y a veces regresaba de noche por lo que me guiaba por un camión que estaba abandonado en la cuneta y en aquella altura me paraba. Caminaba entonces a oscuras por entre las calles de un poblado de casas de adobe donde por momentos me desorientaba. Salía a un descampado donde me ubicaba de nuevo e intentaba andar en dirección recta hacia mi alojamiento y al cabo de un rato llegaba. Aquellas noches caminando no me encontraba con nadie ni escuchaba una voz. Era un pequeño lapsus de tiempo que me perdía y daba un poco de canguelo pero en realidad sabía que no corría peligro.
La patrona del campamento Céline era una mujer francesa que tenía dos empleados: Un hombre llamado Tafarí para las tareas y una señora Marien encargada de la cocina. Entre los tres administraban el lugar que consistía en unas cuantas chozas de adobe con techo de paja baño, ducha exterior y una sala de estar resguardada y otra al aire libre. Resultó ser que aquel campamento estaba localizado en una explanada un poco apartada. Solía pasar el rato en el espacio de afuera tomando té bajo la sombra del techo sentado entre cojines y alfombras en el suelo. Sin darme cuenta mi forma de estar era como la de las personas que estaban en el café de Nuakchot» imperturbable y serena». Todo hacía que el ocio dilatado y placentero fuera propicio por lo que miraba las revistas y leía libros. Con todo eso siempre me quedaba algo más que descubrir o conocer. Leyendo aquellas revistas me llamó la atención la riqueza cultural que tenía la ciudad de Chinguetti un lugar que conserva importantes manuscritos árabes en bibliotecas privadas hacia el cual me propuse dirigirme.
MONTAÑAS DE CAMINO CHINGUETTI
Saliendo de Atar la carretera que seguía alquitranada fue ascendiendo hacia un valle entre las montañas donde había diseminadas pequeñas aldeas entre las amplias formaciones rocosas de colores ocres negros y rojos. Una meseta rocosa que se ensanchaba ganando terreno cubierta por paredes y campos de dunas que me daba la impresión de ser una puerta de entrada para penetrar más al interior del Sahara a sus latidos y secretos lo que significaba poder acercarme al testimonio vivo de una cultura milenaria. Más adelante ya en la cima dejando atrás aquel desierto de piedras comenzaba una extensa llanura hacia Chengueti.
CHINGUETTI
Se había terminado la carretera asfaltada y transitamos por caminos de tierra y piedra. Era una meseta que aumentaba tamaño cuanto más acelero el coche. Después de varios kilómetros la arena lo invadió todo y fue así como llegamos a la ciudad de Chengueti. Este lugar se fundó en el siglo XII como el cetro de varias rutas de comercio transahariano punto de encuentro entre el África del norte y África negra y lugar de reunión entre los peregrinos que iban y venían de la Meca. Cuando me bajé del coche caminé por una carretera ancha en un terreno abierto y alcanzaba a ver casas dispersa de adobe y piedra. Era un lugar amenazado por la invasión del desierto. Parecía una visión espectral y por más que me seducía la soledad no veía un bicho viviente ni un indicio de vida humana. Bajo el sol abrasador una tormenta de arena se entrometió en mi camino y el turbante se me descoloco, el sol me quemaba y el viento arrastraba las partículas de arena que me cegaban. Intentaba avanzar pero me resultaba muy difícil. A lado mío vi un ancho lecho arenoso por donde corría un río que se quedó sin agua, seco y agotado de por vida con algún matorral y palmera cubriendo aquel lugar desecado. Vi también a lo lejos algunos dromedarios acostados cerca de algún pozo. Supuse que era un oasis en medio del desierto del Sahara en el que los caravaneros encontraban agua y dejaban sus manuscritos para otras gentes en sus largas travesías. Aquel encuentro con la ciudad de Chengueti fue como un duelo por la dificultad de avanzar, pero me repetía que debía seguir adelante mientras la arenisca me entraba por los pies y veía el cielo sobre mí de grises matices con tonos tostados y un punto azul allá a lo lejos que en realidad era un hombre vestido con su túnica. Más allá se empezaba a ver la antigua ciudad. Entonces recuperé la fuerza y di los pocos pasos que me faltaban para llegar. Me había llevado hasta allí el legado de aquellos manuscritos que estarían guardados por las estanterías y cajas en la vivienda de alguna familia. Yo no podía creer que donde pisaba entonces había sido en la Edad Media un centro de peregrinaje enseñanza y sabiduría lleno de luz y esplendor. Las calles eran más estrechas levantándose muros de piedra y de mampostería que parecía estar hechos para soportar el paso de los siglos y los embates de la arena. Sabía que era un lugar habitado pero por aquellos lares no asomaba nadie. Dando una vuelta alrededor mi mirada se iba hacia las dunas que sepultaban algunas casas. Las calles estaban vacías y sólo se escuchaba el silbido del viento. Fue como haber llegado a una ciudad fantasma. Entonces di con una hilera de casas de arcilla con vigas de palmera cuyas puertas abiertas invitaban a pasar. Encontré una casa sin puerta de entrada que parecía ser una tienda donde me asomé y vi a tres bereberes sentados sobre la arena tomando té. Por fin era el momento de respirar aire tranquilo. Me resguarde un rato a la sombra con ellos. La inclemencia del exterior contrastaba con la serenidad del interior y la delicadeza con la que los bereberes pasaban sus horas. Hombres que permanecían sentados e inmutados ante mi presencia sin mucho afán de levantarse y que sin importarles las diarias inclemencias vivían en calma. Sin mediar palabra uno de ellos con un gesto me invitó a tomar té y yo acepté agradecido. Ellos eran hombres libres del desierto y yo allí enfrente no necesitaba escuchar sus palabras para entenderlos y sentir la profundidad insondable de sus tradiciones. Había llegado allí por unos manuscritos que me fui sin ver pero me iba satisfecho pues había compartido un momento de serena comunión con los bereberes. Luego les compré una botella de agua y salí de la tienda aunque no era recomendable caminar a esas horas pues exponerse al sol era muy peligroso. Sin embargo estaba buscando una salida de aquel pueblo desolado.
REENCUENTRO EN CHINGUETTI CON SANDRA Y MATEO
Por suerte allí mismo me encontré con Sandra y Mateo la pareja española que había llegado a mi hostal en Nuakchot. Fue un placer verlos ya que no había nadie más allí salvo aquellos tres bereberes por lo que juntos buscamos la salida. Preguntamos aquellos hombres si conocían a alguien que nos pudiera llevar de vuelta a Atar pero nada podría distraerlos de su amena tertulia. Poco parecía importarles el dinero. Mateo me sugirió que nos quedáramos puesto que él sabía de una fonda y al día siguiente sería más fácil encontrar la forma de regresar.
Ya habían pasado unas horas desde mi llegada y estaba bastante cansando debido al calor. Así que caminando no más de doscientos metros Mateo me enseñó el lugar. La fonda consistía en varios cuartos de cuatro paredes con alfombras sobre la arena. Tan solo eso sin cama mobiliario ni baño » Nada». Cuando llego la hora de cenar lo hicimos en una mesa comunal de madera con techo de paja que estaba allá afuera al aire libre. Nos sirvió la mujer un rico y sencillo plato típico de arroz con verduras frutos secos cordero y huevo duro. Mateo y Sandra llevaban unas semanas viajando por África pero apenas diez días en Mauritania y buscaban información para contactar a aquel hombre del cual me hablaron el otro día. Era un hecho que nuestro encuentro en Nuakchot había sido fugaz pero en el viaje todos formamos una familia. Los veía felices como pareja y con ganas de publicar un gran reportaje, y fue en ese momento mientras cenábamos los tres conversábamos.
—¿Creéis que ese hombre tiene niños como esclavos? – les pregunté.
No creemos contestó Sandra– y aunque Mauritania fue el último país en prohibir la esclavitud hacia 1981 pensamos que puede ser mentira o un montaje para sacarnos dinero. Mañana partiremos y no vamos a grabar. Buscaremos otro documental ya que tenemos varios trabajos para hacer en la India.
TAFARI Y LA LUZ DE ALÁ EN EL CAMPAMENTO ATAR
Después de comer me fui caminando hacia el campamento por la carretera a la espera de un coche o taxi que se detuviera. El turbante se me Safo y fue realmente difícil volverlo a poner seguramente debido al calor que no me dejaba pensar ni actuar con claridad. Poco a poco entendía mejor la importancia y la utilidad de los turbantes. Me daba cuenta de que sin ellos vivir en el desierto era imposible. Con cuarenta grados centígrados de temperatura era la única cosa que podía proteger mi cabeza, entonces me daba cuenta que si iba a asegurarme de algo al andar por esas regiones sería de llevar siempre puesto mi turbante. Aunque estuve unos minutos expuesto al sol un taxi me recogió y en cuestión de minutos llegué al campamento. Cuando entré no tardé mucho en sentirme mareado e Intenté llegar a la recepción para pedir ayuda, y antes de desvanecerme conseguí entrar por la puerta detrás de la cual vi una silla adónde caí desplomado. No sabía qué había pasado pero sentía que me iba a morir pronto. De allí me llevaron a la habitación pues no podía levantarme ni moverme. Estaba completamente pasmado sintiendo que la cabeza iba estallarme. Allí pasé dos días pero no me podía levantar de modo que me dieron una habitación con aire acondicionado pero aún así mi estado no mejoraba. Ya llevaba tres días enfermo donde apenas comía y seguía tirado como un pajarito indefenso en aquel cuarto. Necesitaba aire más que agua y comida pues me sentía fatal y desconsolado pensando en cómo iba salir de allí. Tafarí cada poco entraba en mi cuarto para ver mi estado y me cuidaba con afecto. Él era allí mi luz mi más fiel amigo y salvación. Tanto así que de ver que mi estado no mejoraba me llevó en coche hasta el hospital en la ciudad Atar.
ENFERMO Y SIN SALIDA
Cuando llegamos al hospital de Atar no había nadie yo me senté en una silla y Tafarí fue a buscar un médico. Estaba solo en una sala de espera y me fijaba alrededor mío en los pasillos vacíos del hospital. Luego de un rato del llamado para ingresar a la consulta caminé lentamente por el pasillo fijándome en las puertas de varias habitaciones que estaban abiertas, donde miré sólo veía huecos vacíos y una que otra cama vieja. Iba preguntándome qué sería de mí cuando llegué al consultorio pues al entrar solo tenían una cama donde me senté y una placa con letras oxidadas. El único aparato médico era el tomador de tensión del doctor que lo vi bastante joven el cual se acercó a mí para colocarme el aparato en el brazo y escribirme en un papel el nombre de un medicamento. Pensé que aquel joven era un estudiante no un doctor pues la verdad no tenía mucha esperanza que él pudiera solucionar mi dolencia. Si no había nadie por allí quizás sería porque no había medios para hospitalizar a ningún paciente. Con la receta en la mano salí de la consulta pero a medida que caminaba hacia la salida se acentuaba mi malestar. Era un hospital desolado sin infraestructuras en desuso semiderruido sin gente ni medios. Fue peor el remedio que la enfermedad. Entonces salí a la calle y como pude subí al coche con Tafarí quien llevó a una tienda que era una especie de farmacia donde compre mis pastillas. Todavía convaleciente regresé a mi campamento donde las horas pasaban sin que nada mejorará. Enfermo dentro de una habitación que parecía un horno de barro encima de una colcha sobre el suelo me sentía fatal pues con la puerta abierta hacía más calor y me la pasaba con la fiebre alta y con trapos mojados en la cabeza. Sin poder trasladarme a ningún lugar esperaba con ansias que Tafarí viniera a visitarme.
DECAÍDO EN EL CUARTO
Empecé a preocuparme mucho porque tenía que salir de aquel infierno en Atar hacia la capital Nuakchot en busca de un hospital de verdad. El problema era que todavía no estaba en condiciones de viajar solo. Pensé que ya tenía un remedio para curar pero seguían pasando los días y aún permanecía decaído en el cuarto. No podía ni sentarme los mareos eran tan fuertes que me tumbaron al suelo. Tafarí cuidaba de mí me traía agua y discretamente me pedía una propina. Por un lado él demostraba su interés por recibir algo a cambio pero al mismo tiempo me trataba con un cariño desinteresado. Cada poco regresaba para atenderme. Era la única persona que me mimaba y me daba una palabra de afecto una caricia. ¿Cómo podía yo no querer aquel hombre aunque me pidiese una propina a cambio? Lo importante era que se preocupaba y aunque sabía que un beduino haría lo mismo sin recibir dinero a cambio aceptaba la ayuda de Tafarí sin rechistar.
UN DESIERTO HOSTIL QUE ESCONDE SECRETOS
Puede uno pensar que en el desierto del Sahara no hay nada pero todo lugar tiene una parte que no se ve, la que está reservada a la gente que vive en él quienes encierran los secretos que luego son contados en historias en cuentos y fábulas. A pesar de las penurias que estaba pasando fue en ese tiempo que me di cuenta que a lo largo de mi viaje por el mundo no había ido a lugares diferentes para conocer apenas paisajes y ciudades, que no había ido al desierto sólo para conocer las dunas y enfermarme. Fue a través de los años que me di cuenta que era en el encuentro con las personas donde se fraguaba el significado del viaje y de la vida, y que eran esas gentes las que tantas veces le dieron sentido a los lugares donde se posó mi mirada ya que para para yo pudiera cumplir mi sueño de darle la vuelta al mundo necesitaba de la mano de los otros. Ya mi abuela que nunca tuvo la oportunidad de salir de su tierra me decía: “¿Para qué viajas si lo único que verás son personas y edificios?” Ahora me doy cuenta que tenía razón pero también descubro que no tomé una mala decisión pues qué cosa más bonita era sentir la sonrisa e inocencia de un niño al otro lado del mundo, la voluntad de un buen samaritano, la sabiduría de un anciano, ver la belleza de una mujer, todos rostros diferentes de distintas razas y religiones habitando el mismo mundo y siendo parte de la misma humanidad. Gracias a Alá después de una semana conseguí sentarme recostado contra la pared con los pies estirados y es innegable que de no haber sido por la atención de Tafarí seguramente habría muerto. El afecto y el cuidado era la medicina más efectiva y tuve que vivir todo aquello para reconocer esa verdad.
RECAÍDA EN EL CAMPAMENTO ATAR
Las paredes eran de barro y el suelo arenoso estaba cubierto de alfombras. Me levanté entonces con ganas de comer algo. Por el hecho de poder ponerme de pie pensé que ya estaba recuperado y quise salir a la calle. Cuando abrí la puerta de mi habitación sentí una bocanada de aire caliente. Hasta el agua de la ducha quemaba. Caminé hacia el comedor y allí me senté. La mujer de la cocina trató de satisfacer mi antojo en el desayuno con huevos fritos, café, mantequilla, mermelada y pan. No obstante cuando me levanté volví a sentir mareos e intenté salir a buscar ayuda pero apenas llegué a la recepción caí de nuevo desplomado al suelo y me volvió a bajar la tensión.
Las temperaturas exteriores rondaban los cuarenta grados durante todo el día en Atar. El hospital más cercano estaba en la capital Nuakchot a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia. No era capaz de levantarme definitivamente de aquella colcha sobre el suelo de arena. Afuera el calor podía matarme y dentro de la habitación por lo menos podía descansar. Debía recuperarme un poco si quería tener al menos algo de fuerza para trasladarme al hospital en la capital. El aire acondicionado me aliviaba el dolor de cabeza intenso de los primeros días y las pastillas me habían ayudado a mejorar un poco pero aún estaba desvanecido. Tafarí me llevaba agua yogurt y algo de fruta y poco a poco fui mejorando hasta que pude pasar largos ratos sentado con el cuerpo relajado. Fui retomando el dominio de mi cuerpo hasta que sentir de nuevo un alivio en la vida. Tafarí ocupaba un hueco en mi corazón siendo mi luz en el desierto. Beduino cuyos ojos me vigilan detrás de las dunas amigo que aparecía y desaparecía en la soledad el que me hablaba y rezaba por mi. Tafarí abría la puerta y decía:
—¿Estás mejor? Yo hablé con la patrona para que te trasladase a otra habitación con aire acondicionado al mismo precio, te llevé en coche al hospital, al médico, a la farmacia, te traje agua, yogurt, fruta. Tú estás ahora mucho mejor. ¿Tienes una moneda?
—No hay más monedas Tafarí no tengo dinero ¿comprendes? –le conteste.
—Sí no es problema está bien. Tú estás mucho mejor eso es lo importante yo igualmente soy tu amigo. No te preocupes –respondió Tafarí en quien yo veía de fondo una gran nobleza a pesar de su oportunismo. Tras su aparente actitud usurera había en él realmente un interés y una alegría genuina y verdadera de ver mi mejoría. Sí estaba mejor al menos podía permanecer sentado. Cogí la libreta con mis apuntes y me puse a rezar el Corán. Tenía los versos apuntados porque había pasado toda aquella tarde en Nuakchot aprendiendo a recitarlos con mi compañero Alain. Entonces comencé a leer en voz alta delante de Tafarí pidiendo ayuda a Alá. Desde el primer momento él se emocionó y se puso de rodillas al lado mío clavando su mirada en mí. Yo seguía recitando aquellos versos que tenía en mi libreta: “A llahu Ahbar, Al hamdu lillahi rabbi, lalamine arrahman arrahim, malihi yaumi dim ijaha” que traduce: El Dios del universo, el más Benevolente, en este día eres el Rey después de la muerte rezo por ti, pregunto por ti. De repente Tafarí pareció transformarse en un ángel. Por un instante dejé de leer Tafari tocó mi frente y comenzó a rezar. Me dejé absorber por sus plegarias mientras besaba mi cabeza y yo seguía recitando los versos. Me di cuenta de que él sentía mi dolor como si fuese suyo y rezaba por mí con las manos extendidas hacia el Todopoderoso.
“Inshallah, Inshallah” si es la voluntad de Dios repetía una y otra vez. Esa palabra que había escuchado tantas veces a lo largo de mi viaje los musulmanes la expresaban con una tremenda facilidad: si preguntaba si iba llover o a hacer sol decían “Inshallah”si esperaba un taxi y preguntaba cuánto tardaría me contestaban “Inshallah” si iba a cortarme el pelo y les daba propina me decían “Inshallah” si pensaba en que mi vida corría peligro y lo manifestaba me contestaban sencillamente “Inshallah” pues para un devoto musulmán cada acto diario estaba en las manos de Dios. Entonces en ese momento con la misma sencillez de mi boca salía con naturalidad la palabra Ishnallah.
—Tú musulmán –dijo Tafarí.
—Sí, sí. Yo musulmán. Alá es mi Dios. El salvó mi vida –respondí.
Tafarí se puso muy feliz no dejaba de besarme en la cabeza levantando sus manos hacia Alá pues no era broma lo que yo le decía. Alá había salvado mi vida a través de él.
TREN MINERALES A TRAVÉS DEL DESIERTO SAHARA
Tenía la intención de viajar al norte hacia el poblado de Choum para ir en busca de la vía del tren que me llevaría de regreso a Nuakchot, ya que como seguía muy débil debía regresar a la capital para estar cerca de un hospital pues llevaba más de una semana abatido por aquella insolación y no podía esperar a recuperarme del todo. Cada noche un largo tren de más de doscientos vagones sale de las minas en el pueblo minero de Zouerat al norte de Mauritania transportando mineral de hierro hasta Nuadibú puerto marítimo en la costa atlántica. Setecientos kilómetros de línea férrea en pleno desierto. La única parada es en Choum a donde tenía pensado dirigirme pero cuando se lo dije a Tafarí él insistió en que no lo hiciera por mi salud. Me dijo que iba directo al infierno. Finalmente por su insistencia mi debilidad y el peligro que realmente corría opté por hacerle caso. Si hubiera subido a aquel tren encima de las toldas donde viajan los beduinos en donde se transporta la hematita evitando tragar el polvo de mineral cargado en los vagones habría además sufrido insolación expuesto a las altas temperaturas del desierto a cielo abierto. Podría y seguramente hubiera muerto. Alá me había avisado para que no buscara aquel tren por medio de Tafarí quien besó mi cabeza dando las gracias por haberme hecho entrar en razón.
DE VUELTA A NUACKCHOT
De repente ya estaba de vuelta a Nuakchot. Con el cuerpo aún débil regresé al mismo hospedaje pero estaba en obras y tuve que buscar otro. En todos los sitios las infraestructuras eran mínimas y los precios elevados para mí, hasta que di con un albergue situado a las afueras de la ciudad en una casa donde puede acomodarme en una habitación independiente. Allí pensé que la mejor solución era salir del país hacia Marruecos pues quería encontrarme con una ciudad que cubriera mis necesidades, un lugar con todas las comodidades sencillo y agradable donde pudiera reponer mis fuerzas y elegir con calma la ruta a seguir. En el albergue me comunicaron que tenían un contacto que hacía el trayecto hasta Ayuun en el Sahara Occidental. El único inconveniente era el precio» cien dólares». Sin embargo para asegurarme de que no estaban siendo injustos conmigo pregunté a otro viajero que acababa de llegar de Marruecos y me dijo que eran mil doscientos ochenta kilómetros de distancia y que el precio no estaba mal.
—¡Es una barbaridad! –le dije–. La visa para entrar me costó 120 dólares y ahora me cuesta otros cien poder salir. ¡No lo puedo creer!
A pesar de mi inconformidad no había otra mejor opción. Y aunque debía esperar un tiempo prudente para recuperarme mejor en un viaje de tan larga distancia pensé que no sería fácil buscar otra alternativa. Además me dijeron que la frontera era una extensión de tierra vacía solitaria y desértica que sin nadie que me acercara hasta Ayuun estaría perdido. Nadie me obligo a nada pero lo cierto es que tenía que decidirme. Yo solo quería salir del desierto pues desde que había enfermado no me encontraba bien y sencillamente no estaba preparado para seguir viajando en esas condiciones. Quería llegar a Marruecos cuanto antes así que decidí optar por el servicio que me ofrecieron en el albergue.
SAHARA OCCIDENTAL
Entre Nuakchot y Ayunn capital marroquí del Sahara Occidental hay una larga distancia. Debía enfrentarme de nuevo a eso que durante el viaje fue siempre lo más difícil de pasar, no el miedo sino la pesadez y el cansancio que engendraba la distancia además de sobrellevar mi actual estado físico. Sabía que pasarían día, incluso semanas hasta que algo ocurriera y el viaje fuera más llevadero. Cuando llegó la furgoneta lista para llevarme noté que fui el último en incorporarme de los siete pasajeros. Subí la mochila al techo y partimos. Fueron cerca de seis horas hasta salir de Mauritania y después la carretera asfaltada se interrumpió y el desierto se tragó el asfalto en la frontera de Guergerat. Tres kilómetros de vacío y arena nos separaban de Marruecos. A nuestro paso veíamos cómo quedaban atrás coches desguazados, arena, piedras, viejos neumáticos, chatarra y desechos. Diría que la salida de Mauritania fue rápida sin ningún problema muy distinta de la entrada por el puesto fronterizo de Rosso donde tuve que pasar varias horas aguantando a los oficiales de turno. Por ser un paso clave como vía comercial que conecta el Sahara occidental con Mauritania aquel arenal por donde pasábamos era una zona de conflicto armado. Pensaba que podíamos ser asaltados pues es esa una tierra que no pertenece a nadie. El hecho de ver coches quemados sobre las dunas de arena me preocupaba un poco. Debíamos seguir las huellas de las ruedas de otros coches y no salirnos del sutil camino trazado pues hacia el exterior de la pista podía haber minas antipersonas debido a las disputas y tensiones a lo largo de los años entre las tropas de ocupación marroquís y el Frente Polisario» Ejército liberación Saharaui» por el control de la zona. Atravesando aquel trecho llegamos al puesto fronterizo de Marruecos.