FRONTERA GERGERAT
Fueron cerca de seis horas hasta salir de Mauritania y después la carretera asfaltada se interrumpió y el desierto se tragó el asfalto en la frontera de Guergerat. Tres kilómetros de vacío y arena nos separaban de Marruecos. A nuestro paso veíamos cómo quedaban atrás coches desguazados, arena, piedras, viejos neumáticos, chatarra y desechos. Diría que la salida de Mauritania fue rápida sin ningún problema, muy distinta de la entrada por el puesto fronterizo de Rosso donde tuve que pasar varias horas aguantando a los oficiales de turno. Por ser un paso clave como vía comercial que conecta el Sahara occidental con Mauritania aquel arenal por donde pasábamos era una zona de conflicto armado. Pensaba que podíamos ser asaltados pues es esa una tierra que no pertenece a nadie, el hecho de ver coches quemados sobre las dunas de arena me preocupaba un poco. Debíamos seguir las huellas de las ruedas de otros coches y no salirnos del sutil camino trazado, pues hacia el exterior de la pista podía haber minas antipersonas debido a las disputas y tensiones a lo largo de los años entre las tropas de ocupación marroquís y el Frente Polisario» Ejército liberación Saharaui» por el control de la zona.
Atravesando aquel trecho llegamos al puesto fronterizo de Marruecos. Íbamos cargados de equipaje y parecíamos una familia de mudanza. El sol de las tres de la tarde dentro del coche empezaba a hacerse muy pesado. Una vez pasamos sin problemas la frontera el paisaje se extendía invariable en toda dirección: un prolongado arenal nos separaba del litoral del Océano Atlántico. Es una carretera inmutable y cansina sin vegetación, esa es la única ruta. Durante mucho tiempo viajé dormido ajeno a todo lo que pasaba a mi alrededor pero cuando abría súbitamente los ojos entre sueño y sueño me daba cuenta de que no cambiaba nada. Cada poco me despertaban para rutinarios controles policiales hasta que fue sintiéndose la noche. Era una carretera sin luz ni señales en medio del desierto. Paramos a cenar y a dormir sobre unas alfombras en una jaima de pastores nómadas saharauis al borde de la misma carretera. Aquello ya me resultaba familiar pues parte de la generosa y sencilla vida de las tribus del desierto era sentarse a compartir alrededor de una taza de té. Mientras el sol se escondía nos sirvieron cuscús con verduras un plato hecho a base de sémola de trigo molida. Hablaban hassanía un dialecto árabe y entendían las palabras en español por tratarse de una colonia española aún en proceso de descolonización y ser el único pueblo musulmán y árabe africano de habla hispana. Llevaban turbantes negros y al lado de la jaima descansaban sus cabras, ovejas y dromedarios. Aquella forma de vida era la identidad de los saharauis-bereberes que se mueven desde tiempos memorables por las arenas del Sahara Occidental del cual hacen parte. El silencio se apodero de todo cuando llego la noche fueron las estrellas quienes iluminaron el cielo. Contemplando los cuerpos celestes que tillan como luciérnagas todo era más reservado haciéndome viajar con su presencia más allá de la tierra e imaginación al más puro mundo de la fantasía. Entonces la arena del desierto se fundía con el cielo para llevarme como recuerdo aquellas noches en el Sahara.
AYUNN
La arena del desierto daba paso a edificios de cuatro y cinco pisos donde el aire venia caliente y tuve la primera impresión de que estaba entrando en una ciudad más ordenada que la de su vecina Nuakchot en Mauritania. Avanzábamos por una carretera ancha y bien cuidada. Las vías y sus calles estaban limpias con baldosas en sus aceras y grandes macetas de barro para las plantas. Los edificios y las mezquitas todo de color ocre, rojo como las banderas marroquís que ondeaban por doquier. La ciudad en sí parecía un plató luminoso en el que se envolvía un cielo raso y un sol de terracota caliente. Tras ver además grandes carteles publicitarios con la foto del rey Mohamed vi que la zona estaba bajo la soberanía marroquí.
Cuando llegué lo primero que hice fue buscar un hotel. De repente todo cambió para mí. Sentí un profundo bienestar y alivio tras entrar por la puerta a la habitación tirar mi mochila y echarme en la cama a descansar. Era amplia y confortable con las sabanas blancas. Al fin había quedado atrás ese desierto que me había puesto al límite de mis capacidades. Ahora necesitaba descansar y olvidarme de los ratos malos para dar pasos a otros nuevos. Cuando desperté aunque me sentía aliviado todavía estaba un poco débil. Desde la ventana observaba las calles tranquilas aparentemente sin ruido y vacías de una calurosa tarde. Las mujeres saharauis caminaban en silencio cubiertas por ese lienzo de tela suave que envolvía su cuerpo entero. Al atardecer y llegar el aire fresco la ciudad rejuveneció. Bajé a la calle y me senté largo tiempo en una cafetería cercana al hotel. La mayoría de los clientes eran hombres apenas se veía una mujer. Además había mucha presencia policial algunos de ellos encubiertos de paisanos. Lo mejor como extranjero era permanecer callado. Era momento de tomar un té y relajarme. La gente que estaba al lado mío hablaba en voz baja casi susurrando como si estuviera vigilada. Pero todo estaba en calma y la tarde era agradable. Cerca de mi hotel había una compañía de transporte donde compré un billete de bus para viajar el día siguiente de tarde hasta la ciudad Esauira con la idea de conocer la histórica ciudad fortificada. Cuando regresaba al hotel en la misma cafetería encontré aparcada una moto que me llamó la atención. Era una BMW R 1250 GS de color gris hielo que resultó ser de un español.
—Encantando de conocerte. Mi nombre es Manuel –dijo.
—Lo mismo digo. Mi nombre es Carlos. Vaya maquina, eso volara como un avión. ¿Adónde te diriges? –le pregunté.
—A Mauritania. Me han dicho que el paso fronterizo de Guergerat es tenso y que hay un tramo controlado por los rebeldes saharauis en guerra contra Marruecos –dijo Manuel.
—De allí mismo vengo no te preocupes. Todo está en calma ahora pues hay un tratado de cese de hostilidades desde hace años. Si permaneces en la ruta no tendrás ningún problema.
Dos mujeres saharauis se detuvieron junto a un árbol que estaba al lado nuestro a pocos metros de la entrada del hotel. A través de sus túnicas naranjas la luz se proyectaba en el suelo. Sus rostros estaban descubiertos, eran jóvenes y se les notaba un moño en el pelo recogido por dentro de la melza. No pude evitar mirarlas pero ellas inmediatamente evitaron la mirada pues en el Ayuun podían ser interrogadas como activistas de oposición al control marroquí. Aquellas dos mujeres saharauis caminaban orgullosas por sus barrios hoy en día territorio ocupado, y lo hacían pacíficamente mostrando la cabeza bien alta. En aquel momento fijé la mirada a mi alrededor y observé los edificios pintados de rojo, las puertas y ventanas verdes, las calles cambiadas de nombres, las voces en silencio. Me di cuenta que detrás de la aparente serenidad de la ciudad se ocultaba un profundo dolor pues habían sido invadidos. Desde más de cuarenta años llevan en guerra por la descolonización e independencia.
Manuel aparcó bien la moto y nos fuimos juntos a cenar. Habíamos entrado en un local estrecho y alargado sin suntuosidad pero con gente y nos sentamos en una de las mesas pegadas a la pared. Para comer pedimos un Tajine de cordero un guiso especiado muy sabroso típico de marruecos que llego en una cazuela de barro con forma icónica. Unos días después de haber caído enfermo ya estaba reponiendo mis fuerzas. Manuel me miró y me dijo:
—Marruecos es un país increíble bueno, bonito y barato como dicen los moros. No se que me gusta más si sus paisajes o sentarme almorzar en una mesa tranquilo a pedir un té y hablar con la gente.
Yo le aconseje que se detuviera en su camino hacia Mauritania a comer en una jaima como yo lo había hecho con los nómadas saharauis quienes a pesar de los cambios y la guerra siguen viviendo según sus antiguas costumbres buscando las lluvias y pastos para sus rebaños. Después de cenar Manuel y yo nos despedimos. Éramos dos adictos a la carretera y separarnos no era un problema sino un motivo de celebración. Tras volver al hotel ya de noche enrollé mi almohada sobre mis pies y cerré los ojos. Ayuun había sido para mi una parada de un solo día. Cuando llego la tarde del día siguiente bajé a la compañía de transporte que estaba debajo mi hotel y esperé que llegara el bus.
ESSAUIRA
Salimos poco antes del anochecer siguiendo la carretera paralela a la costa rumbo a Esauira. Con las nubes más oscuras como anunciando lluvias el sol reverberaba dando un tono más oscuro al desierto, un profundo arenal interminable que se sentía más fresco que de costumbre. Transcurrieron kilómetros y kilómetros de sosiego hasta que llegaron los controles militares donde no hubo mayores contratiempos. Después oscureció rápidamente y viajamos toda la noche de corrido. Cuando desperté del sueño al amanecer, diez horas después habíamos llegado a la ciudad de Esauira dejando atrás el Sahara Occidental. Reanude la marcha caminando por el paseo de una extensa playa de arena dorada además de fijarme en la cantidad de gente que practicaba sur y kitesurf. Lo que me parecía un lugar propicio para pasar unos días de descanso
Nada más atravesar una de las puertas de la ciudad fortificada por los portugueses nuevas emociones se cruzaron a mi paso. Por la amabilidad de la gente y la comida había otro motivo para detenerme un tiempo. No tenía entonces muchas ganas de viajar por Marruecos. Quería descansar así que me olvidé de las mezquitas, las montañas, los desiertos y los vientos alisios. Decidí dedicarme a comer dormir y pasear por el puerto, a escuchar el batir de las olas y el graznido de las gaviotas sobre la fortaleza amurallada sentado en una batería de cañones mirando el mar. En la antigua Mogador fundada por el Sultán Sidi Mohamed el tiempo era más fresco. Ya me encontraba bien yéndose todo el malestar de los días anteriores. Fueron unos días hermosos en una bella ciudad alumbrada por galerías de arte, blancas fachadas y azules puertas que contrastan con el color ocre de los bastiones defensivos que la protegen. Las calles se cubrían de coloridos tejidos alfombras y ropa, era fácil entrar en conversación con los vendedores y practicar el arte del regateo. Ellos por su parte se mostraban cordiales. El olor a sal y pescado penetraba todos los rincones. Un hombre tejía a maquina mientras bebía un té y se comían trozo de pan redondo esponjoso y queso de leche de camello.
Me hospedé en un Riad marroquí una casa tradicional con patio interior y plantas alrededor del cual se organizaban las habitaciones. Finalmente había dejado el turbante saharaui y volví a colocarme en mi cuello el pañuelo afgano. Entonces me sentía como un príncipe sentado alrededor del patio central entre bordados cojines en el suelo sobre alfombras, suntuosas lámparas y jarrones árabes mirando una fuente de agua en el centro con mosaicos de brillantes azulejos. En el desierto la soledad se extiende y ante el monumental paisaje se siente la fragilidad, la pequeñez de nuestra vida. Entonces en Esauira volvía a sentir un clima agradable y estaba de nuevo rodeado de gente y comodidades. Otra vez tenía la posibilidad de elegir y de sentirme a gusto sin soportar determinadas privaciones que en otros momentos era necesario asumir. Por eso eran inevitables las ganas de descansar. Vinieron a memoria las havelis de la ciudad dorada de Jaisalmer en la India con sus lujosas casas de mercaderes ricos con sus frescos y balcones junto a los recuerdos de mi amigo Kristma. La sombra de la noche volvía a mí con la fragancia sutil de los buenos recuerdos. Deseaba que Boudry estuviera allí conmigo con su sombrero y camisa de manga larga comiendo pescado fresco a la brasa recordándome a Sandra en los puestos del puerto diciéndome que volviera a Wale para casarme con ella. Pero no sólo el de Kristma y Boudry sino el de todas aquellas personas que había conocido a lo largo del viaje y que tal vez nunca más volvería a ver. Ya Europa estaba cerca a tiro de piedra. Yo contemplaba el agua de la fuente que caía en cascada sobre los caños y a través de aquel sonido me llegaba la energía de todos ellos como el movimiento y el fluir del agua.
Al mediodía salía a comer a un puesto local de comida casera, en un sitio cuya especialidad eran los cocidos y guisos, garbanzos, lentejas, alubias con gran cantidad de aceitunas aliñadas de diferentes maneras. Aquella comida me acordaba a la comida de la abuela, los platos de cuchara que me preparaba y tanto me gustan. Me daba la sensación de que el tiempo había pasado pero que estaba cerca y pronto estaría con ella.
Frecuentaba aquel lugar todos los días. Sin embargo no podía olvidar mis sardinas a la plancha que hacían por cualquier puesto de la calle. Los días que pasé en Esauria me ayudaron a recuperar todas mis fuerzas, a sentir de nuevo que todo lo que había vivido tenía sentido y que nada había salido por fuera del plan que me correspondía recorrer. Salí de la ciudad amurallada de Esauira y me dirigí caminando con una tremenda alegría a la estación de bus pues sentía como como si ya estuviera volviendo a casa. Estaba tan cerca de España que sentía como si la pudiera tocar alargando la mano.
MARRAKECH
Cuando había transcurrido apenas media hora desde que subí al bus vi aparecer un paraje semidesértico lleno de pequeños arbustos y árboles de argán de cuyas semillas se obtiene dicho aceite. Era divertido ver a las cabras subidas encima del árbol comiendo las hojas. Se repetía la escena hasta que llegamos a un terreno más árido hasta que finalmente dimos con la más famosa ciudad del país» Marrakech». Andábamos por la parte nueva de la ciudad donde veía tiendas de ropa lujosas restaurantes y hoteles por la avenida Mohammed V. Cuando la atravesó el autobús se detuvo a las puertas de la ciudad vieja. Allí me bajé y entré en el reciento amurallado donde todo cambió. Una red intrincada de callejones me encontré de camino al hostel. En el zoco los vendedores eran insistentes, la marroquinería amplia, el arte de la forja indiscutible. Perdía la noción del tiempo entre sus pasadizos. Ese sabor de las naranjas y el olor a especies con las teteras y lámparas colgando por todos los lados, las texturas de los tejidos y las alfombras, los bolsos y las carteras de cuero. En un momento las pulsaciones se me aceleraron pues aquel era el último zoco por donde pasaría y me recordaba frecuentemente que se acercaba la hora de partir.
Marrakech resultó ser una ciudad que parecía vivir sumida en un cuento. La vida bullía en la plaza Jemaa el-Fna dominada no muy lejos por el el minarete de la mezquita Koutubia desde donde el almuédano convoca a los fieles musulmanes para la oración. Me sentaba junto a un corro de gente que se agrupaba alrededor de un hombre que contaba historias. Allí el tiempo parecía detenerse y el público escuchaba en silencio abstraído como si nada más sucediese alrededor de la plaza. Aunque no entendía el idioma me encantaba escuchar aquellas narraciones escenificadas con gestos que eran ni más ni menos que cuentacuentos. Podía sentir algo parecido a cuando mi abuelo me llevó siendo pequeño por primera vez al circo, esa magia de quedarte absorto mirando una persona en el escenario. Deseaba escuchar otro cuento y me sentía como uno más allí sentado escuchando hazañas. Todo giraba en torno aquella plaza. Cuentacuentos, músicos, danzantes, encantadores de serpientes, sacamuelas, faquires, lectura de cartas, malabaristas, acróbatas, aguadores y domadores de monos. Al caer la noche todo volvía a cobrar vida de forma diferente con el humo de los fogones y las voces de los comerciantes con los puestos de comida que lo invadían todo. Escuchaba hablar español por las mesas me hacía sentir lo inevitable de saber que estaba más cerca que nunca de mi antigua casa» Tan sólo a unas horas». Mi espíritu aventurero hablaba por mí y los pensamientos se sucedían en mi cabeza. Estaba ya tan cerca de mi sueño que tenía que perseguirlo. Quería conocer Europa. ¡Qué fácil parecía todo en aquel momento! Descansé varias semanas en Marrakech antes de volver a coger vuelo. Yo estaba feliz no podía contener ese sentimiento. Era ese niño al encuentro de los cuentos, radiante, despierto y lúcido, receptivo a las voces de los mercaderes árabes maestros del regateo sabedores de idiomas y encantos. El almuédano llamaba la oración ya iba siendo hora de partir.