DE CAMINO A MALI
Retornar el viaje en solitario me conmovía y allí estaba de nuevo en un destartalado vehículo camino a un nuevo país con un montón de gente al lado. Las mujeres iban envueltas en anchos vestidos con turbantes en sus cabezas y los hombres con camisetas y pantalones largos. Un hechicero con un palo largo de madera llevaba puesto un saco que le llegaba hasta los pies y amuletos colgando de su cuello. Entraba el viento por la ventana y de fondo escuchaba a todo volumen una música étnica con sonidos de tambores y bailes tribales. Nadie hablaba cuando íbamos por la carretera hacia el oeste distinguiendo junto a las cunetas pequeños arbustos que me hacían pensar que en aquel paisaje infecundo y seco podía haber un pozo de agua con las aldeas impredecibles a las lluvias y sequias. No tardaron en pasar más de dos horas cuando llegamos a Faramana limite territorial entre Burkina Faso y Mali.
FRONTERA MALI
Sellé mi correspondiente salida de Burkina Faso y una vez en Mali no me percaté de ningún puesto de control fronterizo. Supuse que estaría más adelante así que me subí de nuevo a la misma furgoneta que nos estaba esperando para continuar el viaje. Sin embargo recorridos ya varios kilómetros me resultó algo extraño no haber encontrado ningún control de aduanas para sellar mi entrada en el país y aquello comenzó a preocuparme. Paramos a estirar los pies y a hacer las necesidades en una explanada de camiones donde había una caseta y me acerqué con la intención de hacer los trámites pero no era una oficina gubernamental. Subí de nuevo al vehículo y pasamos otro control cuya barrera de seguridad era un bidón con un tablón que subían con una cuerda. Trayecto adelante me di cuenta que había dejado atrás en un descuido el puesto de control fronterizo. No podía haber sido de otra manera pues ya había transcurrido casi media hora de viaje. Entonces intenté explicar al conductor que no tenía sellado mi pasaporte y él comprendió mi situación deteniendo así su vehículo. Tuve que regresar unos veinte kilómetros en una moto-taxi que un hombre manejaba temerariamente sorteando los enormes baches que había en la carretera. Ya me hacía la idea de que nadie iba a esperar por mí. Además sentía la certera posibilidad de tener un accidente porque los árboles pasaban fugaces ante mi pensando yo que me iba a estampar contra ellos. Tenía mucha prisa porque la furgoneta se había quedado atrás esperando por mí.
El puesto fronterizo era una caseta y cuando el oficial me vio llegar en la moto y no quiso sellarme el pasaporte porque decía que había entrado ilegal en el país. Quise entonces hacer el juego que había aprendido con mi amigo Boudry. Levanté las manos y empecé a gritar:
—¡Soy prisionero del gobierno de Mali soy prisionero del gobierno de Mali! ¡Llamaré a mi abogado! Si paso la noche aquí vosotros me vais a pagar el hotel y la cena gritaba como Boudry pero la situación era completamente diferente.
En aquel momento estaba totalmente vendido porque realmente tenía prisa pues con tanto apuro había dejado mi mochila con todo mi equipaje en el techo de la furgoneta que me estaba esperando. No era lo mismo con Boudry que teníamos todo el tiempo y el coche aparcado en la carretera a la espera. Me di cuenta al instante de cómo me miró aquel hombre lleno de odio. Con un duro gesto me mandó bajar la voz aquel robusto vigilante que tenia una voz grave. Llevaba unas gafas oscuras y permanecía recostado sobre una silla al lado de una hamaca bajo la sombra de un árbol. Me intimidaba jugando con mi paciencia. La falta de comunicación hacía aún más tensa la situación. Me sentía entre la espada y la pared porque tenía que regresar rápido al vehículo y si no me sellaba rápido el pasaporte podía estar mucho tiempo detenido. No obstante había pasado la frontera ilegal y no podía hacer nada. Aunque no quería ser parte de ese negocio de corrupción no me quedó de otra. Le pagué una buena mordida a aquel policía corrupto que metió el dinero en el bolso sin levantarse de la silla y mandó a un subordinado para que fuera a sellar mi pasaporte. Luego salí volando. Viajando de nuevo solo empezaban aparecer inconvenientes que planteaban paso a paso la dureza del camino y me daba cuenta que la comodidad no es el fin sino vivir con intensidad experiencias dulces y amargas.
Cuando volví en el mototaxi fue un subidón ver la furgoneta en el arcén de la carretera esperándome. Respiré al ver de nuevo mi equipaje. Nadie protestó ni levantó la voz. Allí estuvieron esperándome durante una media hora que fue lo que tardé en regresar. A pesar de todo el viento había soplado a mi favor. ¡Cuanta paciencia me tuvieron! Mi equipaje estaba a salvo y yo podía seguir adelante. Con aquella emoción no me di cuenta de las dos horas siguientes que transcurrieron hasta llegar a la ciudad de Koutiala en el centro sur de Mali. Cuando me bajé de la furgoneta le pregunté al conductor por un hotel señalándome él hombre uno que tenía justo enfrente. No le di más vueltas y me hospedé allí. Mi cuarto constaba de una simple habitación con cama doble una mesita y una ducha con un chorro de agua fría. Salía directo a la vía principal donde todo concurría. Aquella tarde preferí quedarme dentro del hotel pues quería descansar. Tan sólo salí un rato a comprar algo de comida lo suficiente para estar tranquilo dentro de mi cuarto y descansar de las emociones del viaje. Aquella fue mi primera noche en Mali.
CONTROL MILITAR EN EL CAMINO A DJEENÉ
Al día siguiente me levanté con fuerzas para cubrir una nueva jornada de doscientos cincuenta kilómetros hasta la ciudad de Djenné en la parte central de Mali. Una superficie relativamente plana abarcaba el horizonte. Se veía una enorme extensión de campos verdes en las aldeas inundados por el desborde de los ríos y las fuertes lluvias. El agua se había tragado las casas anegando los poblados. Fue entonces cuando el bus paró en un cruce donde debía bajarme para coger otro transporte en dirección a Djenné. Hacerlo fuera de todo plan original y quedarme varado en un lugar donde difícilmente me encontraría otra persona me llevaba a cuestionarme si realmente era consciente de lo que hacía. Estaba acostumbrado a ello y lo hacía de manear natural no le buscaba explicación pues eso desconocido era lo que me fascinaba. Allí me quedé mientras vi como el colectivo se alejaba. Había una caseta de control militar donde me pararon. Todos estaban armados y no sabía si me dejarían pasar. Sin embargo luego de hacerme una serie de preguntas me hicieron sacar todas las cosas que llevaba en mi mochila y tras revisar una tras una exhaustivamente en el suelo me dejaron ir. La dinámica del viaje había cambiado por completo. Todo era más tenso e incierto incluso llegué a pensar que aquella zona tal vez podría ser conflictiva pero no vi nada fuera de lo normal salvo la presencia militar así que seguí adelante. Esperé sentado en el desvío el paso de otro vehículo mientras un hombre arreglaba el motor de su coche. Pensé que él podría llevarme cuando pasaron unos jóvenes y le pidieron que los llevara. Él respondió que sí de manera que yo también me acerqué y nos invitó a que nos montáramos. Subimos al coche que era apenas un esqueleto de hierro que no tenía asientos ni estaba tapizado. Yo me acomodé adelante junto al conductor. Para arrancar hubo que hacer un puente con unos cables y empujar el coche con la puerta abierta hasta que finalmente prendió el motor. Comenzó a llover y el agua entraba por las ventanas que no tenían cristales. De repente transcurridos unos minutos la carretera terminó y una barcaza nos esperaba para cruzar al otro lado del río. El conductor por un instante apagó el motor y tuvimos que empujarlo para que volviera a arrancar. Con el vehículo adentro de la barcaza llegamos a la otra orilla y una vez en tierra volvieron a aparecer los campos de cultivo. Si embargo ya en carretera todo se transformó rápidamente en un terreno arcilloso y semidesértico.
DJENNÉ
Habíamos llegado a Djenné. y al bajarme del coche pensé que me había transportado a la época de Jesucristo. Situada en el delta interior del río Níger cerca de la confluencia de los ríos Bani y Níger la ciudad brota esculpida de tierra y agua. Se levantan las casas y sus murallas con ladrillos moldeados a mano y adobe. En el eje central resalta la plaza de mercado y la Gran Mezquita de barro asentada sobre una base que la eleva del suelo con sus tres torres un poco más alzadas y un huevo de avestruz en cada pico de ellas. Rodeada toda ella por un muro me fijaba en la gente que descansaba apoyada en sus paredes con sus mantas. En la entrada principal había unas escaleras y junto a ellas un burro rebuznando junto a dos vacas con grandes cuernos sentadas en el suelo y atadas a un carro de madera. Los niños jugaban descalzos empujando una rueda con un palo y una bicicleta que no tenía sillín. Admiraba su fachada lisa y pulida, fina como la piel y delicada con sus columnas y vigas de madera que sobresaliendo. En sus pequeñas ventanas rectangulares entraba una escasa luz. Sentía que poco había cambiado el lugar desde su época de apogeo como enclave comercial sagrado y de enseñanza.
DETENIDO EN EL TIEMPO
Caminé en busca de un hotel y di con un lugar decadente. Me hospedé en una habitación de barro sin agua ni electricidad con un colchón duro como una piedra roto y sucio pero saliendo por las calles laberínticas de Djenné sentía una fuerza inusual a mi alrededor. Un batallón de niños me abordó al paso colgándose sobre mi brazo mirándome como un extraño y tocando mi blanca piel. Era una diversión para ellos y sin embargo ellos eran unos niños fuertes que jugaban alegres pero que también trabajaban. Allí crecían ayudando a cargar las pinazas de los pescadores además de los sacos de arroz cebolla y sal. Se bañaban desnudos y despreocupados en un agua turbia y tiraban con una cuerda de las ovejas y cabras para bañarlas a la orilla del río. Ellos cuidaban de los animales que se alimentaban de los montones de basura plásticos y desechos que había alrededor en donde los cerdos y pollitos también se apuntaban al festín. También lavaban la ropa los platos y las cazuelas. Los bebés colgaban de las espaldas de los hermanos pequeños. Hacían trabajos en la construcción. El agua corría calles abajo por entre el barrizal de las casas apretujadas de puertas abiertas formando pequeños regatos contaminados, las mujeres cocinaban entre el hedor de las aguas negras. Yo el almuerzo lo hacía en los puestos de la explanada central de la mezquita donde pedía un café con leche y un bocadillo de tortilla francesa. Lo realmente difícil era comer rodeado de un enjambre de moscas ya que eran tantas que era imposible espantarlas. Se me pegaban en los ojos la cara los brazos volaban por encima mi cabeza y se posaban por toda la mesa pegajosas y por millares pero más allá de eso Djenné permanecía imperturbable en el tiempo. Aquella gente vivía alegre en medio del hedor y me aceptaban sin juzgarme. Me sentía remontando siglos atrás en el tiempo como cuando viajé a Lalibela en Etiopía y descubrí aquel conjunto de iglesias rupestres talladas en la roca. Miraba a Djenné sobre el río Níger y me transportaba al alto Egipto y al reino de Nubia en las riberas del Nilo con sus casas de adobe brotando de la arena del desierto. Alegrías y tristezas luces y sombras de reinos perdurables en el tiempo. El paisaje semidesértico de Djenné me hablaba de todo eso a través de su ruda belleza.
MEZQUITA DEJENNÉ
Me encontraba en pleno desierto de Sahel el cual se extiende entre el desierto del Sáhara al norte y la sabana sudanesa al sur. Caminando por las calles un jovencito mercader llamado Mohamed se me acercó para ofrecerse como guía y llevarme hasta la entrada de la mezquita. Sin embargo me sorprendí al notar que a la entrada había un cartel que decía en francés: “Prohibida la entrada para los no musulmanes”. Me pareció fuerte el mensaje así que le pregunté a Mohamed por el motivo y él me contó que la mezquita había sido cerrada a los no musulmanes a raíz de que una revista extranjera había faltado el respeto a su religión luego de hacer una sugestiva sesión fotográfica. A pesar de que sentí que seguramente no iba a ser posible entrar Mohamed me dijo que fuéramos a pedir permiso al Imán. Fuimos en su busca y una vez frente a él le pregunté si podía visitar el interior de la mezquita. El Imán puso cara de duda y me dijo en un inglés muy básico.
—Puedes entrar si aportas una ofrenda.
—¿Y cuánto cuesta esa ofrenda? –le pregunte.
Generalmente los extranjeros pagan unos treinta dólares por la visita –me dijo.
—¿Me estás diciendo que Alá pone un precio por entrar a la mezquita? –le dije con voz seria sin tener certeza de que estaba entendiendo lo que decía–. Se supone que eres el Imán y estás profanando la palabra de Alá el único digno y merecedor de ser adorado y obedecido. Alá entenderá lo que puedo aportar con mi corazón. Alá es benevolente. Te pagaré cinco dólares. No tengo más. Esa es la voluntad de Alá –aseveré con absoluta convicción.
Después de una breve pausa se acercó Mohamed y me dijo:
—Está bien. Alá te ha escuchado. Mañana por la mañana podrás hacer la visita.
ESCUELA CORÁNICA- AL RITMO DEL JEMBÉ
Cuando me separé de Mohamed y el Imán caminé un par de calles y me senté a la sombra junto a la puerta de una escuela coránica que era de barro con el suelo de arena. Los niños estaban sentados de rodillas y tenían unas tablillas de madera en la mano donde estaban escritos los suras del Corán. Recitaban aquellos versos de memoria y si perdían la alineación el profesor les pegaba con una vara. La educación y la cultura musulmana del islam estaba muy presente en Djenné aunque en la música alcanzaba a percibir una herencia autóctona que permanecía. Caminando por una de las calles escuché una música que salía del interior de un colegio y no pude evitar acercarme. Había cientos de personas reunidas a la salida algunas sentadas otras de pie y en medio de todos estaba yo que encontré un buen lugar en el suelo. Todos los espectadores rodeabamos en corro a un grupo de percusionistas que tocaba el jembé. Lo apretaban entre las piernas inclinándose ligeramente hacia adelante manteniendo recta la espalda. Cuando se levantaban lo sujetaban con unas cintas. Mientras tanto las mujeres descalzas salían a bailar al centro moviéndose al ritmo de la música. Era un espectáculo de energía frescura y color en estado puro. Aquel patio se convirtió en una fiesta. No podía evitar asombrarme por los exuberantes cuerpos de las mujeres que parecían esculpidas por la mano de Dios danzando con una fuerza y una seguridad que nunca antes había visto. Sobre el barro golpeaban los pies desnudos al compás de los tambores hasta que me decidí a bailar. No pude evitarlo con todos aquellos rostros animándome. Bailaba al lado de las mujeres imitando sus movimientos como podía porque seguirlas era una proeza. Todos lo pasaban en grande riéndose y aplaudiendo. Yo que era el único blanco moviendo mi pesado culo en mitad de toda aquella fiesta también estaba feliz por el hecho que el color de mi piel era imperceptible ante sus ojos. Después del baile volví a mi asiento y permanecí en el corro viendo la danza y después me fui.
SHANGA
No había buscando información previamente ni tenia claro cómo iba a afrontar aquella depresión del terreno de más de doscientos kilómetros cuadrados de extensión y trescientos metros de desnivel. Los caminos eran escabrosos de roca rojiza y construcciones de adobe. Solían aparecer de vez en cuando graneros con techo de paja en forma cónica y gigante baobabs. No había ningún otro vehículo por el camino y me daba la sensación de que sólo a alguien como a mí se le ocurría ir hasta allí. La mochila me tiraba de la espalda cada vez más siendo inevitable debido a las piedras y rudeza del camino. En el trayecto tuve que parar varias veces a descansar y secarme el sudor. Cuando llegué al pueblo de Sangha me encontré un recinto con unas pocas casas de adobe y graneros en forma de cono. Allí pagué al motorista lo acordado y se fue de vuelta a Djenné. El lugar era todo silencio ni un soplo de aire movía las ramas de los árboles. El interior de la aldea se cubría de rocas y matojos. Fue en una casa cercana que serbia de hospedaje donde me recibió una señora. Quien me atendió fue la única persona que vi aquel día con quién no podía comunicarme por el idioma. Ella tenía una mirada profunda tras la cual mantenía una distancia prudente, bien podía ser de cualquier etnia de Mali con esa piel de ébano vestido azul índigo y turbante. Fue cuando llegué que comencé a encontrarme mal con dolor de cabeza y comí algo de arroz con pollo que había en la casa de menú. Después me tomé un sobre de sales minerales que llevaba conmigo y antes de irme la señora me dio un cubo de agua para lavarme.
ACANTILADO BANDIAGARA
Fue el hombre de la casa quién ya estaba a primera hora levantando que me dio la información necesaria pues sólo me quedaba un pequeño trecho para llegar al sendero o camino que me bajaría al pie de la falla. De nuevo iba subido en una moto que circulaba por una meseta de piedra llana. El sol pegaba fuerte haciendo poder retroceder a cualquiera haciéndose uno la idea de que personas podían vivir en aquel lugar por la soledad de aquella planicie y su aridez. Me encontraba en la parte de arriba del acantilado en el plato o mirador y fue en aquel punto termino mi viaje y la moto se fue. Miré al horizonte y vi cómo la tierra se extendía al infinito como un vasto océano de tierra desierto y arena. Ahí abajo alcanzaba a ver a los pueblos Dogón que desde lo alto se veían ínfimos y misteriosos recogidos en la vasta soledad. Un niño se me acercó y se ofreció como guía para bajar por el sendero y aquello me alivio pues me había aventurado hacerlo solo y no tenía referencia de nadie que lo había hecho. No fue la primera vez que un niño aprecio para ayudarme en el momento mas trascendental. Su presencia reconfortarte apareció a mi lado cuando más lo necesitaba. Aunque en aquel momento no estaba en peligro estaba ahí como un ángel de la guarda para comprender como en una tierra e inocente mano puede llegar a salvar la vida de una persona en un territorito hostil. Seguía sus pasos por un estrecho camino entre las rocas abruptas mientras veía como un salto de agua se precipitaba al vacío. A medida que bajábamos en altura los campos se veían más lozanos y los pueblos se acercaban. Fue a mitad de camino que el niño se detuvo y se dio la vuelta de regreso hacia arriba señalándome con la mano al frente con un gesto haciéndome ver que el camino que me quedaba era fácil. Yo seguí tranquilo pues sólo había un sendero que seguir hacia abajo. Sobre las paredes del acantilado comenzaron a aparecer las cavernas viviendas escarpadas entre las rocas donde vivieron los telem una etnia que habitaba antes de la llegada de los Dogón. En mi camino de bajada me crucé con las toguna pequeñas casitas de adobe bajas reservadas para los hombres y el consejo de ancianos. Una vez bajé el acantilado llegué al primer pueblo.
BANANI ALDEA DOGON
Así llegué a una aldea llamada Banani donde un hombre me recibió a la puerta de su casa, en lo que era una construcción de barro y piedra. los huecos en la pared no tenían puertas ni ventanas y en su único piso vivía toda la familia. La verdad es que apenas se comunicó conmigo pero eso no influía en su comportamiento hacia mí que fue muy cordial. Aquel hombre Dogón vestía un paño de algodón y llevaba un precioso sombrero en pico de paja trenzada y cuero. Él canino muy sosegado hacia una de las esquinas de la casa y por el exterior de la misma subimos unas anchas escaleras de barro que daban hacia la azotea donde yo dormiría al raso sobre un jergón. Disponía de todo el techo para mi solo. La noche invitaba a mirar el firmamento despejado. Yo buscaba la brillante estrella binaria de sirio directamente relacionada con los dogon y sus conocimientos avanzados de astronomía. Aquella noche cuya única luz se perdía en el tiempo coloqué la mosquitera pero los bichos entraban igual metiéndose por los agujeros. Entonces tuve que ir a dormir al granero donde hacía un calor horrible.
EN EL UNIVERSO DOGON
Sin coches ni carreteras sólo la moto o el burro podían trasladarme de una aldea a otra. Al día siguiente le pagué al hombre Dogón mi estancia y viajé con un joven llamado Sikir que me llevó en un carro tirado por un burro durante varios kilómetros. Las distancias eran cortas entre las aldeas. En la parte baja de la falla donde el burro trotaba despacio me sentía diminuto encima del carromato viendo cómo corría paralela a mí una enorme pared rocosa como la espalda de un gigante que se alargaba kilómetros y kilómetros. El color verde de los campos relucía en época de lluvias y los caminos de tierra parecían un jardín florido en medio de una sábana ancha y arenosa. Atravesaba un extenso campo abierto abrigado por el acantilado que hacía de barrera entre dos mundos cuyos riscos eran tan altos que me producían vértigo con sólo mirarlos. Miraba la pared a mi derecha y me asombraba haciéndome sentir más pequeño e insignificante, y luego miraba a la izquierda hacia la extensa sabana con sus verdes campos. Me sentía alejado del mundo conocido. Subido en aquel carro percibía el camino de otra manera y era un medio de viajar cómodo para mí pudiendo tirarme boca arriba apoyado en mi mochila con las piernas y los brazos abiertos. Diría que fue un viaje muy placentero escuchando el rebuznar del burro cuando no quería caminar, y aquel silencio a mi alrededor rodeado de verdes campos entre acacias y baobabs que crecían en una tierra desértica lejos de los coches los edificios y el ruido. Seguíamos adelante el tiempo pasaba muy despacio y no se preocupaba Sikir en hablar conmigo pues era imposible comunicarnos por el idioma, pero cumplía perfectamente su tarea de tirar del atalaje del carro con una cuerda y su presencia me hacía sentir bien. Era inusual la tranquilidad que mostraba aquel joven Dogón que parecía inmutable. Con el sol pegando en mi cabeza como una brasa ardiente tuve que protegerme con un pañuelo con el que cubrí mi cabeza como un turbante. Sin embargo Sikir iba como si nada. De vez en cuando pasaban vacas y camellos y yo sentía como si el tiempo dejara de transcurrir. De repente pude ver cómo una mariposa se posó cerca de mí algo que no podía apreciar viajando en un coche o en una moto, menos en un avión donde el único olor que uno percibe es la colonia de la azafata. Vino a mis narices el olor a hierba del estiércol mirando un cielo cielo azul claro y despejado. Solo estando allí podía comprender porque lo pueblos Dogón permanecieron ocultos e inaccesibles a los ojos de toda la civilización durante años. Aislados en el medio del Sahel conservaron su propia cultura. Pisar aquel gran espacio tribal era como si viajara a un mundo primario verdadero y genuino, en cierta manera un viaje temporal.
AMANI ALDEA DOGON
De repente comenzó a aparecer un poblado llamado Amani. La idea era continuar pero no era posible hacerlo en burro. El joven se regreso a su aldea con el animal y volvió en una moto para seguir adelante. Aquel tiempo de espera estuve paseando por el área donde vivían al borde del acantilado. Las puertas de las casas de barro y los graneros en pico estaban ornamentadas con figuras de animales, cocodrilos antílopes, grullas, de rostros de mujeres y hombres. Lo que veía en esos símbolos estaba ligado a su propia cosmogonía pudiendo así relacionarlo con los espíritus magia y hechicera
Las mujeres en el campo trabajaban cultivando mijo, patatas y cebollas, hacían sus labores agrícolas con los bebés colgados a la espalda con esos cuerpos fibrosos, esbeltos y erguidos. Andaban descalzas en hilera con la leña con los cántaros de barro y los baldes de agua en la cabeza sin derramar una gota. Los hombres permanecían sentados en la toguna que tienen el techo muy bajo con muchas capas de mijo para conservar fresco el ambiente y charlaban amigablemente resolviendo sus asuntos compartiendo té. Los niños cuidaban de los hermanos pequeños que cargaban en cuello a sus espaldas. En la totalidad era un terreno extenso que solo era una capa fina de lo que veía donde el sol pegaba tan fuerte que ni podía aproximarse a su forma de vida. Así busque sobra bajo una acacia. Después de unas horas volvió Sikir a buscarme y seguimos adelante en moto. Sólo había un camino recto a seguir hasta llegar al punto de desvío que nos llevaría a la parte alta del acantilado mi destino planificado como meta. Era entretenido meternos en la moto a toda velocidad por caminos en mitad de los campos de la sabana. Dejábamos atrás aldeas y a veces derrapamos en la arena y parecía que no fuéramos a salir. Sujetarme para no caer ya era una proeza en sí aunque nada fue impedimento para seguir adelante porque sabía que lo hacía acompañado con un Dogón que conocía el terreno.
TERELI ALDEA DOGON
Antes de que cayera la oscuridad hicimos noche en la aldea de Tireli y nos hospedamos en un alojamiento básico hecho para los turistas. Era una básica habitación acorde al lugar. Fue allí que me informaron que caminando hacia arriba del acantilado vivía el Hogon líder espiritual de la aldea. Me dijeron que podía visitarlo así que subí las escarpadas rocas en su busca. Todavía era de tarde y no había caído la noche cuando llegué a su casa sin encontrar a nadie. Más arriba cerca de donde me encontraba había una especie de plaza central donde los dogon realizan sus danzas a los antepasados. En aquel patio ceremonial estaba solo y no había celebraciones con máscaras. En medio del silencio era inevitable sentir que todo estaba envuelto por un halo de misterio. Yo estaba allí arriba intentando acercarme a comprender una cultura tan milenaria como mística. En aquel ámbito mudo y misterioso podía sentir la energía de un lugar espiritual. A pesar de no haber voces humanas la presencia de los ancestros estaba allí. Desde lo alto del acantilado vi como el cielo se puso marrón a medida que las partículas de arena avanzaban en el aire desenfrenadamente. De repente el cielo claro se oscureció. Se avecinaba una tormenta. Bajé caminando temeroso tan rápido como pude y una vez llegué a mi alojamiento cené junto a dos hombres que estaban de visita. Comimos con la mano en una misma bandeja arroz con pollo con salsa de cacahuete y bebí un poco cerveza de mijo. Después se fueron montaña arriba de vuelta a sus casas caminaban en la noche sin luz y fue al rato que comenzó a llover. Regresé a mi habitación y la lluvia comenzó a caer durante un rato donde pude disfrutar de la lluvia impactando contra la ventana puesto que no había sido una gran tormenta.
SALUDOS DOGON
Al día siguiente salimos temprano en la moto Sikir y yo atravesando los caminos de arena que serpenteaban por en medio de los campos. Los Dogón hacían elaborados saludos pues cada vez que se nos encontrábamos con alguien Sikir paraba la moto haciendo una serie de preguntas a ellos sobre su familia e invariablemente la respuesta era: “Seva, Seva” que significa “todo está bien”. Entonces la otra persona repetía todo el ritual preguntando a Sikir sobre su familia y recibía la misma retahíla de “Seva, Seva, Seva, Seva, Seva”. Nunca se cansaban de repetir lo mismo. Seguíamos atravesando aldeas y desde la moto veía las mujeres hilando sentadas en los patios de las casas cosiendo y tiñendo tejidos de algodón. Bajo la sombra del baobab los hombres con los pies descalzos y los dedos sujetando las cuerdas en una rudimentaria maquina tejían masticando tabaco y nuez de kola. A medida que avanzábamos fueron apareciendo inmensas dunas de arena cobriza que modificaban el paisaje volviéndolo de tonos más dorados. Arboles enraizados secos como pelos de bruja otros verdes y floridos como el pelo afro, rocas y arena, dunas y mas dunas, sol y sombra en el universo Dogón.
POBLACÍON BANDIAGARA
Al aproximarnos a una de las aldeas Sikir me señaló una piedra con un cartel que indicaba la cercanía a la población de Bandiagara en el circulo del mismo nombre. Entonces se desvió por un camino más amplio por el que podíamos andar en moto hasta llegar a la parte alta del escarpado. Subimos aquel repecho serpenteando el acantilado y cuando ya estábamos arriba me detuve para observar por ultima vez el firmamento, y me senté en una gran piedra que sobresalía ligeramente al abismo. Mi vista se perdía en el horizonte de la sabana y entonces supe que había quedado para siempre en mi memoria. Estaba satisfecho de haber recorrido una insignificante parte de tan vasta naturaleza en un pequeño tramo de lo que es tan enorme acantilado. Cuando llegué a Bandiagara me hospedé en un hotel que ya gozaba de comodidades. Agradecí tener aire acondicionado y darme una ducha de agua caliente después de varios días sin hacerlo. Las habitaciones con una decorada entrada en forma de arco daban a un precioso patio lleno de arboles y plantas que estaba rodeado de mesas donde uno podía sentarse a comer. Aquel día estaba descansando cómodamente en la habitación de mi hotel cuando llegó una pareja de españoles que fueron los únicos turistas que encontré. Me pusieron al día sobre la situación que se vivía en Mali pues habían secuestrado a dos turistas franceses en Sevare un pueblo ubicado a escasos kilómetros de donde me encontraba. La embajada francesa buscaba a otros siete turistas con la intención de sacarlos del país y llamaron aquel mismo día a mi hotel para localizarlos. Esto me indicaba que debía andar con precaución. Tenía la intención de navegar por el río Níger desde la ciudad de Mopti hasta la mítica Tombuctú en el Sahara donde empieza el territorio de los Tuareg. Todo indicaba que no era seguro hacer aquella ruta pues resultaba un trayecto peligroso en aquel momento. Cualquier extranjero estaba expuesto a ser secuestrado por los rebeldes. La pareja española me aconsejó que no visitara la ciudad de Mopti. Me encontraba solo e indeciso sin saber qué hacer. Allí la policía me aseguró que era cierta toda aquella información que aventurándome hacia Tombuctú encontraría el paso cerrado. El yihadismo golpeaba Mali y yo era un blanco privilegiado entre los civiles. Con el azote del terrorismo por aquella área me daba cuenta de por qué estaba solo en Djenné y a qué era debido tanto control militar en aquel cruce. La barbarie del estado islámico afectaba también a los musulmanes que no convergen con esas prácticas violentas. Era arriesgado por el hecho de que toda aquella área a la que me dirigía estaba en ebullición así que decidí cambiar la ruta salir en un bus rumbo a Bamako capital del país.
BAMAKO
Cuando llegué a Bamako tomé un taxi y le indiqué la dirección de mi albergue que estaba localizado a las afueras. Por lo poco que pude observar desde la ventanilla Bamako era una gran ciudad arborizada de avenidas largas y anchas con puentes que atravesaban por arriba la calzada con talleres mecánicos camiones aparcados en las cunetas. De una población aproximada de veinte mil habitantes en Bandiagara había pasado a los dos millones en Bamako. Donde días atrás tenía que recorrer largas distancias en moto para poder encontrarme con otra persona entonces no dudaba en quitármela de encima. La forma de vida había cambiado de un campo energético y místico a otro corporal y material. Costaba respirar aire puro y tenía la sensación de no saber moverme entre la gente. La ciudad estaba dividida en comunas y en una de ellas me hospedé, en un área tranquila a la orilla sur del río Níger rodeada de colinas. Para bajar al centro debía atravesar un puente que conectaba las dos principales avenidas. La impresión cambiaba al bajar a la zona comercial. Había tanta gente calles atestadas de automóviles, ciclomotores y tanto bochorno que sólo caminar era ya de por sí un esfuerzo para mí. Estando familiarizado con los colores olores y sabores de los mercados africanos de regiones menos urbanizadas aquel nuevo día no quise dar más vueltas, directamente compré un billete de bus de Bamako Mali a Tambacounda Senegal y regresé a mi albergue sin intención de moverme a ningún otro lugar porque necesitaba descansar.
KAYES
Entrando en la regíon de Kayes las montañas erosionadas por la acción del hombre ricas en oro hierro y oro hicieron acto de presencia y luego empezó a oscurecer. A partir de ese punto rápidamente llegamos a Kayes la capital que lleva el nombre de región en una explanada desolada a las afueras del casco urbano el bus estacionó y no se movió de allí en toda la noche. La razón la desconocía después llego la desazón. Allí no tenía nada que entender entonces me llegaba a la cabeza esa idea de que la noción del tiempo no existe en África. Procuraba ignorarlo permaneciendo inmóvil en mi asiento inalterado al seseo de una mosca con la mirada buscando un punto en movimiento.
Algunos salieron a la calle a dormir y otros lo hicimos adentro. Cuando amaneció comenzó a llegar más gente que iba subiendo y llenado los asientos que quedaban vacíos. Fue tanta la espera para reanudar el viaje que nos dieron las diez de la mañana y todavía no habíamos partido y hasta la policía tuvo que intervenir porque la gente estaba alterada y el autobús no salía. Cuando por fin el bus estaba a rebosar de gente arrancó y enseguida llegamos a Kidira límite fronterizo entre Mali y Senegal en donde nos detuvimos a sellar la salida y la entrada de ambos países sin mayores retrasos para luego subir de nuevo al bus y partir. Adentro del bus el calor era extremo e insoportable. La temperatura media de la región de Kayes alcanzaba en el exterior los treinta grados y mucha gente viajaba de pie y le caían las gotas de sudor a chorros que limpiaban con la mano. Había que saltar por los pasillos llenos de bolsas y mercancía si querías salir, cada poco subían y bajaban vendedores con cestas en sus cabezas llenas de comida y agua.