Al fin dejamos el río a la derecha y subimos por otro camino hasta que divisamos lo que parecía un poblado, pero era en realidad el hogar de una sola familia. El río hacía un círculo rodeando la casa. Las montañas la guardaban. Árboles milenarios protegían el territorio de la ambición capitalista. Eso supuse. Allí, alejado de toda civilización destructiva, vivían personas libres y felices.
Casi de noche fue mi llegada. Sofía y Galán, que llevaban un buen rato esperándonos, se alegraron. La familia estaba comprendida por el jefe, la mujer y sus tres hijas; trece años la mayor, siete u ocho la mediana y unos tres o cuatro la pequeña. Los demás componentes de la aldea habían salido de caza y podían demorarse días o semanas. Colgué la mochila, relajé la pierna y finalmente pude descansar.
Nuestra presencia fue muy gratificante para las niñas, que enseguida se acercaron a nosotros. Yo, aunque apenas podía caminar, bajé al río que estaba a unos escasos metros de la villa. Allí reinaba la calma. Mi pierna iba recuperándose poco a poco con el paso de las horas, pero me atormentaba pensar en el viaje de vuelta, así que aproveché los momentos que la selva me regalaba. Pasaba horas sentado sobre una gigante roca en el río. Allá, en la más absoluta intimidad, me tumbaba y reflexionaba. Mi mirada reflejaba nuevamente mis sueños de infancia. Sentía que formaba parte de todo y me invadía un deseo de compartir esa experiencia con alguien, veía a mi alrededor que la vida nacía de la madre tierra y que a ella retornaba. Tras el roce fresco del agua en mis pies, me colmé de una energía que fluía por mi cuerpo. Todo a mi alrededor era sagrado y aunque, en el fondo, yo no pertenecía a la selva, ella me había abrazado por un instante como a un hijo.
Estar aislado de toda civilización existente me daba una sensación indescriptible. No había lugar en la tierra más sincronizado con todo. Veía que la luna, el sol, el agua, el fuego…, todos los elementos estaban unidos entre sí, y eso era tan claro en mi interior que, así como recibí el nombre Buru-buru de la niña, así también, como un niño que nombra el mundo por primera vez, le puse un nuevo nombre a cada una de las niñas de la aldea: la mayor fue Luna, luego, Estrella y, por último, la pequeña, Luz Celeste.
En la tarde de nuestra llegada todos estuvimos juntos en la choza, y en la noche, una vieja batería que colgaba de la cabeza del jefe sirvió para alumbrarnos. Saqué mi linterna grande y potente, la acoplé a la cabeza del hombre y se la ofrecí como regalo, alumbraba cientos de metros. Sofía le regaló la suya a Galán. Finalmente, caí rendido aquella noche. Al otro día, cuando me levanté encontré a Galán leyendo el diccionario penan-inglés que él mismo había realizado. Abrió una carpeta y sacó mapas topográficos de la jungla. Galán sabía leerlos y podían buscar nuevos hogares, trasladarse a nuevos campamentos, ir más lejos aún de lo que cualquier hombre pudiera imaginar. Podían incluso convertirse en tribus nómadas jamás vistas por el hombre, tribus en aislamiento voluntario. Conocían la jungla a la perfección.
Galán guardó los mapas, calentó agua del río y nos preparó café con galletas. Había aprendido qué era lo básico que se necesitaba para una visita a la jungla. Acto seguido despertó Sofía; le habían preparado una hamaca, regalo de un amigo australiano. Los días fueron pasando, yo, por las tardes, aprovechaba la hamaca para dormir la siesta, mientras Sofía salía a pasear. Arau, Arik y la niña, durante el día, desaparecían y luego volvían como fantasmas. Era costumbre bajar al río con la familia. La vida se alternaba entre el río y el hogar. Los muchachos regresaban cargados de pescados, que colgaban de una liana de árbol. La niña se acercaba a mí cantando “La, la, la, Buru-buru”, y luego le entregaba al jefe de la aldea los peces. Este encendía un fuego y los cocinaba a la parrilla, aromatizados con plantas silvestres. Después, Arau, Arik y la niña se fueron con Sofía a llevar parte de la pesca a otras familias, ubicadas en una aldea cercana, mientras yo me quedaba con el gran jefe ayudando a preparar la cena. Nunca olvidaré aquellas noches cuando todos cenábamos sentados alrededor del fuego, bajo la luz de las estrellas; aunque dormía en una cama que en realidad eran palos redondos, que se clavaban en mi espalda como puñales, cuando miraba hacia afuera, mientras soplaba un aire húmedo, y escuchaba el croar de las ranas, el melodioso canto de los grillos, el canturreo de los pájaros y la percusión de los monos me sentía tranquilo, porque dormía escuchando la melodía de la selva.