En efecto, a la mañana siguiente, el clima fue perfecto, cosa que me ayudó a buscar en calma una solución. Galán haría de guía de Sofía y yo me valdría de la ayuda de Arau y Asik. Cuando me dijeron que vendrían conmigo, sentí con honda claridad que en el universo todo estaba tejido con una sutil delicadeza, como si cada respuesta que nos aborda en el camino estuviera prefijada desde siempre. De repente, el mensaje que me había rondado en el trance era una realidad concreta. Solo faltaba comenzar el camino.
Galán y Sofía se adelantaron. Detrás iba yo con los chicos. Al rato, la niña apareció corriendo porque quería acompañarnos. Estaba muy contenta. Durante el recorrido, aguanté la primera etapa sin problemas. Llegamos a un enorme río, que atravesamos caminando, con el agua por la cintura. Intentaba dar pasos firmes sobre las piedras. La niña era muy tímida. Yo chapoteaba jugando con el agua para ganarme su confianza y ella en ningún momento se separaba de mí. A pesar de que mis guías eran dos jóvenes y una niña, me sentía muy tranquilo. Sabía que nunca me abandonarían en medio de la selva. Paramos unos minutos a comer, sacaron un poco de arroz, que era lo único que llevaban, y lo cocinaron allí mismo. Yo cantaba. Estaba realmente muy feliz. De repente, la niña me puso nombre. Me llamó Buru-buru, que significa feliz en lengua penan. En adelante, cuando yo cantaba, ella me seguía con sus pasos y su voz entonando mi nuevo nombre.
Galán iba dejando una serie de señales por el camino, signos con los que los penan se comunicaban; cuando nos encontrábamos una doble hoja doblada, una pluma de pájaro, una rama o un palo predispuestos en el camino, nos deteníamos. Yo sugería siempre el lado contrario al indicado, ante lo cual la niña, con infinita piedad y dulzura, tarareaba Buru-buru, señalando con su mano el camino correcto. Ella conocía el camino. De su armoniosa voz solo manaba verdad. Todas mis fuerzas se concentraban en pisar firme sobre la selva. Conservé mi atención exclusivamente en el camino. Arau y Asik apenas hablaban entre ellos. Aunque eran tímidos, y no nos entendíamos, siempre me seguían, y, a su vez, yo me dejaba guiar por la niña. Ahora pienso que el vínculo que nos mantenía juntos era el amor, ese lenguaje silencioso que nos une con la vida y con nuestros semejantes. Galán y Sofía se habían alejado bastante. Avanzaban sigilosos y escurridizos; ya no se escuchaban los golpes del machete de Galán sobre la maleza. Detrás íbamos nosotros, a una distancia cada vez más amplia. La niña salía de entre las ramas, iba y venía como el viento. Sus piernas no parecían cansarse nunca. En sus manos, de cuando en cuando, traía frutos y nos esperaba sentada jugando al escondite con las hojas del bosque o cantando, “La, la, la, Buru-buru”. Esa era la medicina que me daba fuerzas para continuar.