Sofía y yo estábamos allí, compartiendo asiento con los penan, que veían en la pantalla de un ordenador un documental sobre ellos mismos. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Se me puso la piel de gallina. Pasados unos minutos, el documental tomó contenido y empezaron a salir imágenes tomadas desde el cielo. Ellos veían la selva, su hogar, arrasada por la deforestación causada por la plantación de extensos cultivos de palma de aceite. Constataban la tala de árboles milenarios, para ser convertidos en muebles de jardín, y el fin de sus territorios ancestrales. Todo el proceso de la industria maderera quedaba al desnudo; el abuso sexual de sus mujeres por parte de los empleados de las corporaciones, el porqué de sus traslados a otros campamentos, la falta de animales, la corrupción gubernamental… todo cobraba sus justas y escalofriantes dimensiones ante la pantalla. La ambición de nuestro sistema, que no tiene límites.
Estábamos estupefactos. Los miré y realmente todos sentimos un dolor insondable. Había lágrimas en cada rostro. La selva no emitía sonidos entonces; era un silencio sepulcral. El mundo se nos venía encima y era como si el peso de la culpa y la estupidez humana recayera sobre nosotros, que hacíamos parte de ese sistema. Sin poderlo evitar, lloré. No sabía dónde esconderme ni a dónde mirar. No podía creer que aquello sucediera en ese preciso momento… Sin embargo, debía reponerme, continuar. Sacamos el disco documental, nos levantamos y fingimos seguir como si no hubiera pasado nada.
Galán tenía un mapamundi colgado en la pared. Sofía y yo nos aproximamos porque los presentes querían conocer nuestro país, y nosotros queríamos enseñarles a los chicos dónde estaba, en el mapa, la jungla de Borneo. Me acerqué a darles aquella explicación. Les hablaba en español, Sophie traducía al inglés y Galán traducía a la lengua penan. Les di una explicación breve haciendo mi mejor esfuerzo:
—Aquí está Borneo, vuestro hogar. Pocos lugares similares quedan en nuestro mundo. Este es mi hogar, Europa, donde todo está lleno de edificios, coches, bancos y empresas que controlan nuestras vidas. Ahí vivimos nosotros, seres robotizados como maquinas, adictos al trabajo, ambiciosos y egoístas, presos de nosotros mismos, de nuestro sistema, de nuestras vidas. Vosotros sois libres. Pusisteis nombres a los ríos, a los árboles y al bosque. Vosotros estabais aquí primero y sois ahora los últimos nómadas de Borneo. Cuando vuestra cultura se destruya, cuando vuestros bosques se hayan extinguido, la humanidad y el oxígeno de nuestro planeta habrán desaparecido. La tierra seguirá ahí, pero nuestra especie morirá. Luchad por vuestras tierras. Sus tribus han dicho: “Las gentes penan no pueden vivir sin la selva, la selva nos cuida, y nosotros, a ella. Si el bosque muere, nosotros morimos con él”.
Esa noche me quedó un sentimiento de tristeza. El mundo que conocía no era el que había soñado. Cada instante me acercaba un poco más a la verdad, a los hechos, al dolor de los pueblos, causado por la avaricia del hombre, a la mentira que me vendieron durante tanto tiempo, a los estereotipos. Podía percibir que nos extinguíamos, que no éramos más que una gota de agua remozada en el barro. La verdad era amarga, pero su conocimiento me permitía por lo menos ser parte de quienes sufren, compartir esa tristeza universal y alejar de mi mente la nociva ilusión de la mentira.