El recorrido transcurría entre pastizales y colinas ocasionales hasta que nos bajamos en el puesto fronterizo. Si bien estaba el área limpia no parecía un lugar desordenado, tenía buenas edificios administrativos con grandes naves que aseguraban el perímetro. Una vez allí atravesé andando el puente que cruza el río Mohokare que fluye adyacente entre ambos países y ya al otro lado una vez realicé todos los tramites subí en otro furgón cuando se lleno de pasajeros. Transcurrido el mediodía circulaba por un nuevo país llamado Lesoto e iba dentro del vehículo fijándome en el sombrero cónico hecho a mano con hierba seca trenzada que llevaba la mujer que estaba sentada al lado mío. Hizo un leve gesto con la mano indicándome que Mokorotlo era el nombre de ese sombrero mientras sonreía con su blanca dentadura y brillaba su rostro, el color oscuro de su piel.
MASERU
Según iba entrando en a la ciudad de Maseru la capital del país me vi ubicado en un pequeño valle a piedemonte rodeado de montañas. A diferencia de Ciudad del cabo «Sudáfrica» donde todo era de un matiz muy vistoso con un ambiente actual y progresista. En Maseru «Lesoto» percibía una atmosfera más tranquila. Era opaca con pequeños edificios de ministerios ya que era también una ciudad pequeña. Nos cruzamos al pasar con un mercado tradicional que tenía la estructura en forma de Mokorotlo, forma que también veía en las matriculas de los coches, en las banderas del país y que era prácticamente el símbolo nacional. Por lo poco que fui viendo la ciudad en sí no destacaba por tener centros de ocio. Había eso sí muchos puestos callejeros donde se vendía ropa, calcetines, gorros, se cortaba uno el pelo, servían comidas y caminaban las mujeres con fardos de paja en la cabeza. Una vez llegué hasta el mercado que rodeaba toda una explanada llena de taxis y furgonetas me cambié de transporte a un vehículo todoterreno que se dirigía a Malealea. Mientras esperaba que se llenara de pasajeros aproveche para comprar algo de fruta en medio del barro intentando saltar los charcos de agua. Iba sentado en la parte de atrás junto con otras personas pensando si llegaríamos antes del atardecer a Malealea. Viajábamos tranquilamente sin tráfico ni ruidos viendo cómo la gente trabajaba el campo y caminaba por la carretera mientras nos cruzábamos con burros cargando sacos de mercancía y tirando de carros llenos de leña.
MALEALEA
Ya había pasado cerca de hora y media cuando nos encontrábamos bastante cerca de Malealea. A partir de ahí la carretera asfaltada termino y el camino se hizo escabroso. Era un sendero montañoso de suelo árido. El frío acechaba respirándose un aire rural, fresco y tranquilo. Sobre el extenso territorio fueron apareciendo caballos que ocupaban con firmeza la tierra vacía. Eran parte de la vida y daba la impresión de que sus recios cuerpos estaban hechos para aquellos parajes. Durante varios kilómetros el terreno se hizo más accidentado antes del atardecer cuando el sol se estiró como la piel de una naranja a lo largo de la montaña baja. Plana ella en su cima mantenía su brillo anaranjado hasta que desapareció en la noche. Aquel lugar tan desconocido donde solo se escuchaba el relinché del caballo comenzó a enfriarse. Entre bache y bache llegué a Malealea Lodge en la oscuridad. Las cabañas tradicionales estaban construidas con adobe o piedra y el tejado de paja con forma cónica, todas ubicadas espaciadamente por el terreno separadas unas de otras. El interior sencillo pero acogedor con una cama doble, la bombilla de luz, un baño con espejo y dos sillas de plástico. La cabaña estaba ubicada muy cerca a la entrada del edificio principal. Afuera en el área de descanso junto al restaurante uno podía sentarse al calor de una hoguera.
Me conformaba con estar allí mirando un extenso valle rodeado de montañas calentando mis manos en el fuego acogedor de la noche. En aquel lugar uno se sentía cercano al personal del Lodge que era gente nativa que trabajaba allí. Aunque no tuve la ocasión de entablar una conversación con ninguno de ellos el caso es que agradaba su presencia. Se trataba de personas atentas que hacían las tareas a su ritmo sin ningún síntoma de estrés manteniendo el ambiente sereno que se respiraba. Llevaban pasamontañas en su cabeza y se enrollaban gruesas mantas de lana sobre su cuerpo para protegerse del frío.
Al amanecer la niebla no dejaba ver los rayos del sol con las nubes bajas reduciendo la visibilidad pero igualmente me guastaba salir a hacer alguna pequeña caminata. Al mediodía me gustaba visitar la casa de un hombre que me hacía una sencilla sopa acompañada de verduras. La vida de aquel hombre transcurría como la de un ermitaño sin luz ni agua. Era un pastor que había aprendido a vivir con lo estrictamente necesario, y aquella era la razón de su sosiego. Su vida era cuidar de sus rebaños de ovejas que estaban esparcidas por el valle. Compartir la comida con aquel hombre eran momentos que me hacían pensar que todas las personas somos diferentes pero iguales en el derecho a la vida. Nos respetábamos y con eso encontrábamos los dos un momento de paz. Llevaba aquel pastor en la cabeza un gorro de lana de rayas rojas y blancas calzaba en los pies unas botas de plástico y la gruesa manta cubriendo su cuerpo. Las nubes pronto se posaban en el cielo haciendo acto de presencia como anunciando una tormenta o mal tiempo.
Me quedé tres días en Malealea Logse en aquel apacible lugar lo que me apetecía era descansar. De noche el aire bajaba fresco de las montañas y era agradable sentarse en la terraza con los pies descalzos frente a la hoguera observando un manto de estrellas con una magnitud aparente cercana brillando en el cielo nocturno.