Fue muy corta mi estancia en Almaty. Aún tenía que recorrer el país más desconocido y grande de Asia central, el más extenso de todos los países del mundo sin litoral. Un territorio tan vasto como vacío, yo me encaminaba hacia una región esteparia y de desiertos pedregosos. Durante doce horas en tren, se extendían amplios espacios de praderas acaracoladas. Había salido de las montañas de Altai para penetrar en las tierras interiores kazajas, un interminable océano de estepa seca y arbustos asociado a la vida Nómada, y a media que nos acercábamos a Karagandá, capital de la provincia homónima, en el centro de Kazajistán, empezaron aparecer fábricas, y de pronto el cielo se cubrió de humo arrojando negros augurios en aquella ciudad industrial construida cerca de una explotación de las minas de carbón. Mi hotel estaba en el centro. Cuando salía a pasear me encontraba lugares relacionados con la minería mimetizados con la ciudad, como parte integral de su historia. Como el palacio cultural de los mineros, y el monumento de la gloria del minero, donde dos trabajadores sostienen una roca o piedra negra de carbón.
En Karagandá mayoritariamente eran rusos, y es que en la década de 1940 la mayoría de los habitantes eran de origen alemán, descendientes de alemanes del Volga soviéticos que fueron colectivamente deportados a Siberia y Kazajistán a la orden de Stalin. A esta ciudad que durante la era soviética sirvió como suministro industrial a los Urales, llegaron exconvictos, presos condenados, disidentes, prisioneros políticos, y enemigos del régimen, que fueron deportados a los campos de trabajo forzados o Gulag.
Toda la historia que rodeaba aquella región era sobrecogedora, y tal vez su aislamiento la había mantenido oculta, en un intento de olvidar los años de crueldad que se vivieron en los campos de trabajo forzados soviéticos.
En el Karlag de Dolinka, cerca de Karaganda, al menos un millón de prisioneros de diversas etnias, contribuyeron a la economía militar de la Unión Soviética durante la segunda guerra mundial. Cuando los campos se cerraron unos años después de la muerte de Stalin, muchos antiguos presos se quedaron en Karagandá, pero también en esos asentamientos Vivian artistas e intelectuales que con su saber contagiaron a la ciudad de un nuevo acervo cultural.