ASTANA
Cuando salí a pasear por la urbe era como si una maquina me hubiera teletransportado. Por todas partes, sobresalían edificios de arquitectura megalómana. La torre Bayterek como símbolo de la ciudad, asociado a las creencias de vida nómada, aludía a un álamo, con sus raíces clavadas al suelo para que la copa del árbol pudiera sostener el cielo. Anduve por aquellos enormes espacios del boulevard peatonal que me llevaron al palacio presidencial Ak Orda, coronado por una cúpula azul y flanqueado a sus lados por dos torres doradas. En el paseo había fuentes danzantes adornando los jardines botánicos. Todo estaba cuidado e impoluto. Sobre la insistente estructura de los rascacielos, y era el río ishim quién irrigaba la ciudad entre tantas columnas de cristal. A un lado u otro del río, el rápido crecimiento urbano era visible, evidente. Sus mezquitas con mosaicos relucientes, el museo esférico, o la pirámide de cristal y acero asociada a el ojo de Horus, que todo lo ve. Era como si durante siglos de historia allí no hubiera sucedido nada. Pero esta ciudad no solo fue el centro de campaña en las nombradas tierras vírgenes para convertir a la RSS de Kazajistán en un segundo productor de grano para la unión soviética, donde los granjeros fueron forzados, y sometidos a perder sus hogares, sus pastos, los caballos, el ganado, hasta llegar a morir de hambre. Sino que, en torno a ella, concretamente en Semipalatinsk, tuvo lugar el programa soviético de ensayo de armas nucleares. Más de medio millón de personas se han visto trágicamente afectadas por la radiación, sufriendo ceguera, malformaciones, enfermedades crónicas y defectos congénitos. Entre 1949 y 1989 explotaron más de 400 bombas, en la superficie y bajo tierra. Con la independencia de Kazajistán, ya han transcurrido más de treinta años desde que se cerraron las instalaciones y finalizaron los ensayos nucleares.
Por todo esto, consolidado Kazakstán como el mayor productor de Uranio a nivel mundial, y siendo uno de los principales de petróleo y gas, lejos del dolor, la ciudad capital trasladada desde Almaty en 1997, renombrada entre 2019 y 2022 como Nursultán, brillaba a los ojos de la juventud y las nuevas generaciones, garantizando un futuro próspero donde los sueños se podían hacer realidad. Los recursos minerales y energéticos, yacimientos, hierro, cobre, plomo y zinc atraían al capital inversor, siendo las compañías internacionales las beneficiadas por su nueva regulación, con exoneraciones fiscales, arancelarias, y la mano de obra extranjera barata.
AKTAU
El oasis de la ciudad había desaparecido. Empezaba un viaje de dos días en tren para cubrir una distancia de 1731 km hasta la ciudad de Aktau, y no aparecía ningún indicio de vida humana salvo cuando hacíamos alguna parada. En los andenes de las estaciones eran las señoras mayores quienes esperaban con sus carritos de bebe, que estaban llenos de comida, tabaco, empanadas y botellas de agua para vender. Las mujeres llamaban al vagón bator, pero la imagen estaba envuelta en una sensación de desidia.
Aquella estepa no serpenteaba, poco a poco la yerma tierra parecía extinguirse, hacia a uno deambular dentro del tren como alma pena en medio de un páramo inerte. Pero dentro del Bator la película era otra. La segunda noche me la pase soportando los puñetazos y patadas que daba a mi litera el camarada de abajo cuando yo intentaba cerrar la ventanilla, agresivo, furioso y borracho de beber vodka balbuceaba como un pato en un estanque sin agua. Fue una larga noche.
Luego, por fin, al pisar suelo de nuevo, caminaba por calles que no tenían nombre sino números, el número de manzana, el número de edificio, el número de apartamento. Y solo veía modernos autos y conductos de tuberías por todos lados para transportar petróleo, gas y demás hidrocarburos. En la ciudad de Aktau, a orillas del Mar Caspio había desaparecido la sensación de vacío. Se borraba de mi vista la vasta y desolada central asía. Al día siguiente ya estaba sobrevolando el lago más extenso del mundo de agua salobre que se extiende entre Europa y Asia.