Me encontraba en el norte del país, pero mi meta era llegar al sur para salir por el mar Rojo, desde Áqaba, rumbo a Egipto. Sin embargo, mi intención era visitar antes la ciudad de Petra y el desierto de Wadi Run. Desde que había visto en televisión esa ciudad que los griegos llamaron esculpida en piedra, no pude esconder mi fascinación por semejante logro humano: una ciudad construida en una montaña rocosa, proeza de los nabateos, un antiguo pueblo semítico. Mientras me dirigía hacia el sur, el sol creaba una luz gris nebulosa, y una sensación de inmensidad crecía sobre el desierto, donde una gran extensión de tierra dura y rocosa creaba una atmósfera desolada.
WADI MUSA
Después de unas tres horas, una vez que fui entrando en Wadi Musa, mis ganas por llegar aumentaron al ver una ladera en la montaña. Desde dentro del auto que subía levemente por la zona urbana, vi calles algo empinadas y casas construidas una encima de la otra a lo largo, edificios residenciales y árboles a ambos lados del camino sobre un terreno seco de arenisca y roca.
Una vez allí, mirando alrededor, pude ver bancos cubiertos con pilares de piedra y muchas tiendas y hoteles, ya que esta era la entrada principal al sitio arqueológico de Petra. Alrededor de las cuatro de la tarde me bajé de un taxi y comencé a caminar por el centro de la ciudad.
Entré a una tienda para comprar una botella de agua; me entendieron en español, ya que los extranjeros eran bastante comunes debido al turismo. La luz del atardecer era suave, y afuera en las calles, tiendas y restaurantes comenzaron a encender pequeñas lámparas. Los rayos del sol se atenuaron gradualmente y proyectaban suaves sombras sobre los edificios que bordeaban la ladera. Como si el tiempo se hubiera congelado, todo sonido se detuvo en respuesta al adhan, o llamado a la oración, disparado por altavoces que hacían la voz del muecín resonar por toda la ciudad.
Después de mirar alrededor por un tiempo más, me instalé en un hotel sencillo con una amplia cama de madera, dos mesas auxiliares cubiertas con una alfombra roja y una lámpara de estilo árabe hecha de metal y vidrio que adornaba mi nueva residencia. Al escuchar la oración que aún flotaba en el aire, pronto me quedé dormido.
PETRA
Al día siguiente, al despertar, hice la visita a Petra, la capital del antiguo reino nabateo, pueblo árabe nómada que habitó en Jordania y Palestina. Aquella mañana recorrí en taxi la corta distancia a la puerta de entrada del centro de visitantes, y una vez dentro del enclave anduve por un camino ancho y pedregoso. A mi lado, un beduino ofrecía sus servicios con su caballo de carruaje que lucía flecos y borlas coloridas. Pero preferí caminar, y conforme avanzaba, observaba las rocas donde era ya visible la impronta humana; había tallas de obeliscos con nichos de influencia egipcia y romana.
Al principio no sentí nada fuera de lo común, pero entonces, mientras caminaba por un barranco angosto llamado As Siq, los altos muros que me rodeaban me asfixiaron con su tamaño. Eran luminosos y anaranjados, salpicados de manchas negras y marrones contra un cielo despejado. La luz iluminó el suelo en algunos puntos, mientras que otras partes permanecieron envueltas en la oscuridad como el antiguo acueducto con sus paredes sinuosas y sombrías. Seguí caminando durante casi un kilómetro como un ser diminuto, abrumado entre las rocas, ansioso por alcanzar el final del desfiladero con la esperanza de descubrir el reino oculto, la fachada del tesoro.
Aquel día, tan solo con atravesar el cañón natural, ya sentía que mi visita había valido la pena.
Al final del sendero la estrechez se hizo muy notable hasta quedar reducida a apenas tres metros de ancho. La pared de un color rojo anaranjado vivo se dejaba ver condenadamente alta ocultando y oscureciéndolo todo, salvo el nítido rayo de luz que se vislumbraba en el cerrado horizonte indicando la salida. La sensación de saber que aquello me conducía al exterior del cañón excitó aún más mis ganas de saber qué encontraría al otro lado y, de repente, como si aquello hubiera sido construido por obra divina, se abrió a cielo una ventana. La sorpresa que me encontré fue el tesoro de Petra o Al Khazneh. De modo que, cuando salí a un espacio abierto, que era una pequeña plaza y vi enfrente de mí la fachada del templo tallada en una colosal pared de arenisca de unos cincuenta metros de altura, me quedé petrificado, preguntándome qué hacía allí observando aquella roca tan perfecta, erguida como un cuerpo desnudo manifestándose en todo el esplendor de sus formas, columnas y relieves esculpidos en la roca.
Una urna de piedra coronaba el templo que, según la leyenda, escondía una valiosa fortuna. Yo pensé que tal vez el mito del tesoro es en sí mismo parte de la grandeza de aquel majestuoso lugar. Después de un rato de contemplación me dirigí hacia la derecha, donde la vía se fue ensanchando y donde me di cuenta de la verdadera dimensión que tenía la antigua ciudad de Petra. Se dice que fue creada como una ciudad funeraria, pero luego tuvo una posición más estratégica debido a su ubicación en la confluencia de varias rutas comerciales entre Oriente y Occidente, entre Arabia y el Mediterráneo. Aún se percibe todo ese esplendor, aunque debo reconocer que la mayoría de lo que vi se asemejan a cámaras mortuorias.
El aire era muy caliente, resultaba fatigoso caminar. Sin embargo, no podía dejar de hacerlo. Me encontré en la caminata con un teatro de influencia romana, después estuve subiendo y bajando por diferentes senderos, viendo las cámaras que tenía a mi alrededor donde la luz penetraba dando matices rosados. En el interior de aquellas cavidades talladas los nabateos enterraban a sus difuntos, lo cual demuestra la importancia que significaba para este pueblo honrar a sus antepasados y a sus dioses. Había todo tipo de tumbas: de formas rectangulares, cuadradas, en medias almenas o hileras de arco de medio punto. Me sentaba en un patio de columnatas mirando los mausoleos e intentaba hacerme una idea de lo avanzada que era aquella antigua civilización. Cómo los cultos astrales y su naturaleza influyeron en la construcción de sus templos, en función de los equinoccios y solsticios, las estrellas y su orientación. Lograba comprender lo que no podía asimilar. ¿Cuántos secretos por descubrir? Se cree que el 80% de la ciudad aún es desconocida.
A la entrada de una de esas tumbas me encontré con un beduino que estaba sentado con los pies cruzados encima de un pequeño colchón tapizado de telas estampadas con dos almohadas de cabecera. En su mano derecha tenía un misbaha, un objeto similar a un rosario, de uso tradicional entre los fieles de la religión islámica para llevar la cuenta en el número de repeticiones del tasbih. El hombre miraba la meseta circundante protegiéndose del sol con su túnica inmaculada. Con su presencia el valle se desdibujó ante mí en la lejanía, las montañas arrugadas ya no sobresalían con tanta fuerza, porque el semblante de aquel hombre era como un imán que atraía toda mi atención. Y mientras yo continuaba andando, él permaneció en su soledad, al tiempo que yo pensaba cómo podía soportar allí sentado aquel extremo ardor. Finalmente, la fatiga, el calor y el dolor en mi pierna me cobraron factura y tuve que dar por terminada mi visita a Petra.
WADI RUN
Poco a poco el paisaje se fue haciendo más desértico. Íbamos paralelos a la vía del ferrocarril hacia un vacío lugar donde el viento levantaba la arena y la aridez se fundía en un horizonte lleno de rocas. Con los primeros rayos de sol casi que podía acariciar el firmamento desde mi ventana. Intenso el azul del cielo contra una arena que lo acercaba sin que hubiera manera de cambiar su color, rojo intenso tirando a marrón mirándolo a través del vidrio sucio de la ventanilla del bus. Pasada una hora llegamos a un centro de recepción para el visitante a las puertas del poblado de Run, un pequeño pueblo de beduinos a los pies de una montaña. En la misma sede que constaba de un rejuvenecido edificio organizaban todo para el turismo. Allí pagué la tarifa de entrada que me correspondía y reservé noche en uno de los campamentos habilitados. Los había para todos los gustos y precios: jaimas modestas, lujosas, en forma de cúpulas marcianas, de cabañas con corredor de madera. Elegí uno sencillo que se acomodaba a mi presupuesto. No tardó mucho en llegar a recogerme el guía que me llevaría hasta allí en una camioneta Toyota 4×4 de caja abierta. Mi encuentro con él fue muy llano: él se acercó con toda naturalidad y confianza hacia mí, me estrecho la mano y me dijo que se llamaba Mustafá. Vestía una túnica de algodón, llevaba un pañuelo con dibujo geométrico de colores rojos sobre fondo blanco sujeto a la cabeza por un cordón negro. Era un hombre cuarentón, esbelto, de piel morena con el pelo un poco largo, perilla en la barbilla, bigote bien definido, los ojos negros y profundos. Una vez subí al vehículo Mustafá me comentaba que no tardaríamos mucho en llegar al campamento, sin tiempo de colocarme el cinturón ya habíamos dejado la pista asfaltada y transitábamos por pistas de tierra y arena a través del desierto de Wadi Run. Nos íbamos adentrando lentamente en una vasta planicie donde destacaban pequeñas montañas. Mustafá señalaba con la mano en la vía para llegar a nuestro campamento. Con el reverberar de la luz y la amplitud del paisaje era difícil medir las distancias. Desconocía el terreno. Este era rocoso y abrupto, me resultaba extraño, bello y radiante. Con paredes de arenisca y quebradas lo veía diferente a otros desiertos más llanos y monótonos, de grandes mesetas y tierra más compacta.
Mientras avanzábamos en compañía de algún camello olvidaba adónde nos dirigíamos porque se iba elevando mi espíritu con la emoción del instante. Fue entonces cuando Mustafá me dijo que íbamos hacia el mismo lugar donde Thomas Edward Lawrence, mejor conocido como Lawrence de Arabia, oficial del ejército británico, inició la rebelión árabe contra el imperio otomano durante la primera guerra mundial. Si bien el desierto tenía una inquietante belleza, parecía no ser de este mundo, era inevitable la sensación de extrañeza y desconcierto: formaciones rocosas de arenisca y granito emergían como crestas encarnadas esculpiendo el horizonte que producía una sensación de vacío que se extendía por todas partes.
—¿Falta mucho para llegar al campamento? –le pregunté a Mustafá.
—No mucho –dijo él.
—Pues imagino un lugar desolado, extremo para la vida. –le dije yo.
—El campamento es ahora mi trabajo, mi fuente de ingresos. No es un lugar desolado para mí. ¿Eres feliz? –me preguntó Mustafá.
—En cierto modo puede ser. Al menos eso intento –le dije.
—Cuando hago esa pregunta a los europeos casi nunca saben qué contestar, se quedan mudos, confundidos, impasibles como una roca petrificada, y sus rostros parecen la viva imagen de una figura en un petroglifo.
—Puede que tengas razón, Mustafá.
—Es posible que carezcamos de cosas en el desierto, pero yo soy feliz en su inmensidad. Contestó él. El agua la sacamos de los profundos cañones, la comida la asamos con brasas enterradas bajo la arena, en la noche cantamos alrededor del fuego. Nos guiamos por las estrellas y la luna.
De repente comenzaron a aparecer las jaimas, que eran tiendas de campaña montadas sobre mástiles atirantados con cuerda, con techos de tela negros con llamativas rayas blancas. Habíamos llegado al campamento que, por cierto, estaba vacío. Era un lugar sin lujos, muy básico, situado a las faldas de una montaña. Nada más llegar, Mustafá me ofreció adentro de una gran jaima un café hervido con cardamomo que sirvió en pequeñas tazas. Nos sentamos en el suelo uno enfrente del otro sin nadie más a nuestro alrededor. Estar solos y pegados a la fresca pared rocosa era relajante. Como yo era el único huésped nos tomamos el café con calma. Luego Mustafá me enseñó la jaima habilitada como dormitorio que consistía en un fino colchón tirado en el suelo con mantas, sin electricidad ni agua corriente. Había que ducharse afuera en un baño instalado con un pequeño depósito de agua para todo el campamento, el cual constaba de unas pocas tiendas. Pasé un tiempo adentro de mi jaima descansando, luego me dirigí al comedor donde hicimos con Mustafá la primera comida: pepino, tomate, algo de fruta, dulces, todo acompañado de un delicioso té. Era una comida austera pero también sutil como la sensibilidad árabe. Mustafá me dijo que podía andar libre a mi aire por donde quisiera. La mañana había pasado muy rápida, pasado el mediodía inevitablemente sentí que el tiempo se me iba pues mi estancia allí era de un solo día. Entonces quise salir y como en unas horas iba a atardecer al terminar el almuerzo me fui a explorar el desierto en solitario. No conocía mejor manera de hacerlo que a pie, caminando por la arena, sintiendo su ardor. Lo hice con ganas puesto que el sol en aquel momento no era tan intenso. Enfrente, a poca distancia de mi jaima, había una pequeña duna con esa arena de color anaranjada. En cuanto me vi caminando solo en aquel espacio deshabitado tuve la sensación que no debía alejarme mucho porque la temperatura podía cambiar, tenía que tener cuidado. Caminaba por una deslumbrante llanura alejándome poco a poco del campamento más hacia el centro de la misma por donde seguía las huellas de los carriles que dejaban los coches. La arena crecía, los pies se me hundían en un punto en el que el terreno cambio de elevación y una gran duna de arena marcaba una pendiente. Al horizonte las colinas emergían una tras otra con diversos matices oscuros y dorados. Mis pisadas se desdibujan, los pensamientos se me encogían, sentía que a pesar de mis deseos no era un beduino y el desierto seguía siendo un misterio para mí. A mi alrededor la fugaz aparición de uno que otro campamento era lo único que me acompañaba, no parecía que allí pudiera haber vida a excepción de algunos pequeños matorrales y plantas endémicas que asomaban tímidamente. Era un lugar erosionado por miles de años con rocas que formaban arcos de piedra de diferentes tamaños, anchos y altos, otros más pequeños, de tonos ocres, rosas y naranjas cuyas formas semejaban las bocas de una mujer; otras con distintas formas como setas o cabezas de muñecos cabezones, quietas, sin danzar, ante el paso del tiempo. Ante tanta inmovilidad y silencio no era difícil encontrarse con uno mismo. Yo sabía quién era, de dónde venía y hacia donde iba. Esos ratos de introspección donde solo escuchaba el eco de mi voz me enseñaban a vivir en secreto, a solas, siendo yo mismo. Cuando decidí regresar al campamento me di cuenta de mi insignificancia. La distancia que a la vista parecía corta se hacía muy larga. Ya mis huellas se habían perdido y el firmamento parecía echarse encima de mí. Al final me costaba caminar sobre la arena, se desvanecían sobre mí las montañas con un sol brillante y mi rastro se fue haciendo cada vez más frágil. Entonces me sentí semejante a la arena indistinta y eterna. Desde lejos seguía las huellas que dejaban los vehículos todoterreno y los campamentos como punto de orientación. Afortunadamente en el desierto bermejo era fácil percibir el color negro y las rayas blancas de las jaimas que destacaban perfectamente en la distancia como si fueran una manada de cebras bebiendo en un oasis, a pesar de mi cansancio pude seguir adelante. Fue pocos minutos antes del atardecer que llegué a la duna enfrente de mi campamento, me senté un rato a descansar y desde allí observé cómo el sol se escondía por detrás de las colinas pintando el horizonte de rojo carmesí. Volver al campamento fue sentirme de nuevo arropado, lleno de abundancia. Sin ver a Mustafá me fui directamente a mi habitación donde permanecí un rato hasta que pronto cayó el fresco. Me cubrí con la manta y protegí la entrada de mi jaima cerrando la cortina de la puerta.
Al anochecer bajó bruscamente la temperatura, así que cogí mi sudadera y fui a cenar a la jaima grande. Mustafá estaba allí preparando la cena. Me sirvió diversos platos, aceitunas, humus, puré de garbanzos con aceite de oliva, variedad de ensaladas, agua y pan árabe. Compartir en aquella jaima, en el silencio y la soledad, hacía del desierto un lugar amable para habitar. Mientras afuera la naturaleza podía ser caprichosa, adentro de la jaima era fácil reconfortarse, el tiempo parecía detenerse, más aun, en compañía de un hombre como Mustafá, quien irradiaba serenidad y natural cortesía. Aquella tierra extrema para la vida era la misma que por miles de años ha sido habitada por los beduinos de Wadi Run y aunque Mustafá había dejado el pastoreo y la vida nómada para dedicarse al turismo, conservaba la bondad hospitalaria de su pueblo. Me preguntó si había disfrutado del paseo, luego me sirvió una taza de té con la misma sutileza de quien está componiendo una partitura, imprimiendo en cada movimiento el máximo grado de atención. Al ver a Mustafá me daba cuenta que él, al igual que yo, había aprendido a convivir con el silencio y hacer de él un amigo en la soledad. Lo que me obligaba a sacar lo mejor de mí. Viendo su forma de vida yo solo podía dar un paso al frente, intentando aprender a vivir sereno.
La noche cayó lentamente y a medida que crecía la oscuridad el cielo comenzó a llenarse cada vez más de estrellas que brillaban como diamantes. Mirándolas la futilidad de mis pensamientos se eclipsó por la misma grandeza que significa ser hombres y contemplar la belleza. Fue, entonces, al rato de contemplar el firmamento que caí dormido allí mismo en la alfombra, recostado sobre unos cojines.
DE CAMINO A AQABA
Desperté con la luz del sol y con ella la vitalidad entró de nuevo en mí, las ganas de salir y seguir adelante. El sol enseño sus primeros rayos sobre la pequeña duna y comenzó a ascender por la pared sombría del campamento para después sobresalir sobre el desierto de Wadi Run. Notable en fuego y calor de amarillento a miel lo hacía con un brillo radiante. Entonces esperé que Mustafá llegara para darme el desayuno y le pregunté cómo podía llegar a la ciudad de Aqaba, siendo que mi intención era tomar de allí un ferri rumbo a Egipto. Él, de buenos modales, me dijo que me acercaría sin problema a una intersección de la carretera en donde podía esperar algún transporte público que me recogiera, de manera que no tardé mucho en tomar mi equipaje, subirme al coche. Aquel día me había levantado con ganas sabiendo que solo tenía un corto trayecto de no más de una hora hasta la ciudad de Aqaba. Era una mañana soleada con un cielo sin nubes e íbamos juntos hacia el lugar donde tomaría el transporte. Cuando llegamos, en el mismo arcén de la carretera me despedí de Mustafá. Entonces vi a dos mujeres al otro lado de la vía que estaban esperando sentadas en una marquesina hecha con palos de madera y techo de paja. Iban vestidas con el niqab, una prenda de cabeza que solo les dejaba ver los ojos, y una túnica negra que les cubría el cuerpo entero. Me dispuse a cruzar la vía hacia el otro carril para tomar el transporte y ante mi sorpresa las dos mujeres comenzaron a hacerme gestos con las manos para que no me acercara a ellas. Entonces me separe unos diez metros más allá, hacía un lado, esperando de pie expuesto al sol que alguien llegara rápido. Al cabo de unos minutos se detuvo una furgoneta llena de gente. Cuando abrieron el portón lateral las dos mujeres se subieron primero, después lo hice yo. Adentro las personas se mantenían en silencio y a nadie parecía molestarle mi presencia. Ante aquel mutismo sereno me sentía igualmente tranquilo tratando de hacer un gesto con los dedos indicando el precio del trayecto a pagar. Ya estaba adentro, ubicado en el asiento pegado a la puerta, cuando las dos mujeres me sonrieron con sus ojos. Viniendo de Oriente Medio, de países como Irán y más concretamente de Afganistán, en donde había tenido experiencias similares, ya no me resultaban tan extrañas escenas como esas.
AQABA
El paisaje seguía siendo árido, la mañana transcurría tranquila e íbamos por una carretera con poco tráfico, en buen estado. De vez en cuando nos cruzábamos con uno que otro coche o camión de mercancías, pero en general había muy poco tránsito. Acomodado en mi asiento atravesaba un terreno pálido de tonos grisáceos con piedras en donde se asentaba entre el polvo de la tierra una que otra casucha o jaima nómada hecha de pelo de camello o de cabra. Con un sol calentando fuertemente, llegamos a Aqaba en apenas cuarenta minutos. A medida que entrábamos fueron apareciendo datileras, el tráfico se hizo notar, las calles se llenaban de coches, de comercios, panaderías y bares, de casas de cambio, licorerías, de puestos ambulantes de ropa con maniquíes expuestos de pie y calzado sobre cajas de cartón. La furgoneta se detuvo a la altura del paseo marítimo a dejar gente, allí mismo me bajé yo. Mientras caminaba bordeando la Corniche entre el verde de pequeños huertos y a la sombra de las palmeras que daban frescura al árido paisaje, me resultaba curioso pensar que cuarenta kilómetros atrás estaba en las entrañas del desierto y que entonces estaba ante un litoral costero que hacia frontera con Israel, Egipto y Arabia Saudí. La ciudad era pequeña, la playa del centro en sí poco llamativa, más bien de tierra dura, tosca, con mesas, sillas y sombrillas en donde las familias acudían vestidas a tertuliar; las mujeres remojaban los pies en el mar, los hombres fumaban tabaco en pipa de agua, los niños jugaban con sus flotadores a la orilla. La ciudad portuaria en sí no me sorprendió al llegar, aunque fue llamativa la impresión de verla bajo una montaña que emergía por detrás firmemente como una pequeña cadena o cordillera. A mediodía, desnuda se abría la silueta de aquella montaña parda ante mis ojos, ahogando todo con su ardor e incluso haciendo a la ciudad algo más pequeña, minúscula, indiferente. Los rayos del sol incidían en la cresta de la montaña rocosa mientras el cielo despejado avivo el ambiente de las calles y el mar azul me recordó que pronto se acercaba mi partida en ferri rumbo a Egipto. De pronto encontré un modesto alojamiento y me acomodé en mi habitación. Pesé haber viajado por regiones eminentemente desérticas había sido un viaje por un país seguro, fuera de conflictos. Enseguida me di cuenta que estaba en una ciudad balneario donde la gente llegaba para hacer submarinismo en las aguas del Mar Rojo, que era por cierto un mar azul, cálido y transparente. Sin embargo, en vez de salir a darme un paseo, mi objetivo fue centrarme en preparar la salida de Oriente Medio. Cuando conseguí la información del día y la hora de salida del ferri hacia África me dirigí en taxi al puerto con tiempo suficiente para embarcar.
DESPEDIDA ORIENTE MEDIO
Mi llegada fue de tarde. Un gentío de personas con sus mercancías se movía arriba y abajo. Una vez sellé en mi pasaporte la salida de Jordania en el edificio de inmigración de la terminal de ferri en la ciudad de Aqaba, esperé con los demás pasajeros en un espacio al aire libre con techo cubierto. Eran horas de espera que un viajero ha de pasar, un liviano día con el ajetreo y las voces de aquellas gentes que iban y venían cargadas de bolsas, de equipaje y que no dejaban de ser cordiales en el trato. Antes de mi llegada a Oriente Medio no pensaba que los países musulmanes que había visitado pudieran ser tan hospitalarios, pero ahora que estaba a punto de partir podía sentir esa realidad como algo mucho más concreto, no podía evitar sentir un poco de nostalgia al pensar que pronto zarparía, pues África me esperaba. Poco a poco la oscuridad se iba cerniendo sobre mí, pero estaba tranquilo, a gusto me llegaba un vago olor a perfumes, comida y sabores que ya reconocía, que se iban quedando atrás. Así era mi camino, navegando entre recuerdos, disfrutando del presente, sujeto a la espera de lo que estaba por llegar. Se acercaba la despedida de Medio Oriente y aumentaba la expectativa de llegar a África. Todos permanecíamos allí sentados sobre el pavimento esperando el momento de zarpar. Sólo después de tres o cuatro horas lo hicimos ya bien caída la noche. Siempre preferí viajar por mar o tierra, pues desde el cielo la experiencia se simplifica y pierde toda gracia. Había que estar ahí abajo, toparse con la gente, sentir las voces de los otros, los cambios, lo imprevisto de cada instante. Viendo el revuelo que me encontré antes de embarcar, pensé que iba a ser un viaje duro tratando de buscar acomodo por los suelos atestados de gente al estilo indonesio, pero no fue así: el barco disponía de grandes y confortables asientos, allí mismo, dentro de la embarcación, había que pasar por una oficina de migración. En un pasillo lateral se formaba una hilera donde los pasajeros esperaban turno de pie y al final había una especie de escritorio donde estaban dos hombres sentados, vestidos de calle con pantalón vaquero y jersey: uno liaba tabaco egipcio mientras el otro iba amontonando en la mesa todos los pasaportes que iba recogiendo. Yo permanecí despierto un par de horas en mi sillón hasta que por fin la cola aminoro y me levante a hacer el trámite donde retuvieron mi pasaporte como protocolo para examinarlo. Después regresé a mi asiento en donde comenzaron a cerrarse mis ojos. Las cinco horas de travesía pasaron rápido. Llegué a África por mar una noche de diciembre de 2014, específicamente a Nuweiba, ciudad ubicada en la costa del Golfo de Aqaba, en la parte oriental de la península del Sinaí, Egipto.