Aiko me sugirió visitar la aldea de Sirakawago, donde encontraría las casas rurales de campesinos, llamadas “gashoo-zukuri”, que significa casas de rezar, con sus tejados muy empinados aludiendo la posición de rezo con las palmas de la mano abierta.
Pensé que me iba encontrar con muchos turistas en Sirakawago, aquel día que lo visité, pero no fue así. A mi favor, el viaje por las altas regiones del Japón estaba siendo muy tranquilo. Desde lo alto, en el mirador de Shiroyama, pude apreciar el gran tamaño de las casas, con unos veinte metros de largo y diez de ancho. El pueblo parecía un lienzo. Todas las casas en espacios verdes, bien conservadas y organizadas las unas con respecto de las otras y con sus techos de gruesas fibras secas de paja. Abajo, caminando por caminitos de piedra, entre campos de arrozales y estanques de peces, llegué a pensar que la perfección no iba conmigo, que podría romper fácilmente ese jarro de porcelana, pero, aun así, admiraba esa delicadeza y dedicación japonesa.