Cuando llegué al aeropuerto internacional de Kansai, en Osaka, Japón, a las nueve de la noche, en un vuelo procedente de Manila, ni siquiera sabía que había aterrizado en una isla artificial. Fue una rara sensación la que experimenté cuando, cruzando el puente ferrocarril en dirección a Shinsaibashi, miré por la ventanilla y en la oscuridad vi pasar los diferentes barrios o distritos en una ciudad dormida, desolada y triste. No tenía la sensación de que estaba en Japón, todo estaba realmente tranquilo. Al llegar a la estación Shinsaibashi, pregunté por la salida a Dobutsuen y con toda amabilidad un hombre me acompañó. Una vez estaba afuera, en la calle, se posó el silencio, la gente guardaba un mutismo aparente; avancé entre las serenas calles, los comercios medio vacíos y los bares cerrando sus puertas antes de la medianoche. ¿Dónde estaba la gente? ¿Y las luces? Me daba la impresión de que estaba en la periferia de la ciudad. Fue así como di con mi dirección, en una zona llena de hoteles económicos. No pudo ser mejor, unos quince euros, al cambio. Una habitación muy pequeña, apenas tres metros cuadrados, pero muy limpia, con un televisor en el suelo y un fino colchón; el auténtico estilo japonés, que me sentó de lujo a mi llegada. Al día siguiente, con un mapa de la estación de metro, a solo una o dos estaciones más, llegué al futuro.
Dotombori, ubicada en el distrito de Namba, es la avenida más popular de Osaka y corre adyacente al canal fluvial, está llena de luces de neón y restaurantes. En el recorrido por la avenida, el sentido de la vista se desarrolla más y los estímulos no son percibidos de manera consciente, se activan en cada uno, debido a los mensajes subliminales de los carteles y las pantallas led. La imagen del atleta de la marca de dulces gilco y el cangrejo gigante es un claro ejemplo de ello. Me detuve en el puente Ebisu, que pasa por encima del canal. Podía concebir que estaba en una película, Blade Runner, hipnotizado, mirando una pantalla gigante con imágenes en 3D de Spiderman y con una multitud de gente a mi alrededor.
Osaka tiene la vitalidad de los niños, late por sí misma y nunca reposa, siempre está en movimiento. Una ciudad moderna y vibrante; en ella el tendido eléctrico pasa por encima de las cabezas de los muñecos publicitarios y entre los farolillos y semáforos, o colgando de un lado a otro de la calle entre los edificios. Tal vez no tiene esa imagen de ciudad perfecta, pero sí brilla por sí sola. Ya había apartado de mi cabeza aquella imagen de ciudad dormida. Al día siguiente, visité el barrio de Nipponbashi, llamado también Den Den Twon. Ahí mismo, entré en una sala de Pachinko, donde había infinidad de máquinas de juego como las tragaperras, solo que recibían bolas como premio, que llevaban en una cesta para luego canjearla en una ventanilla por yenes. Aquel local parecía un cementerio, nadie hablaba, no apartaban la vista de la pantalla y miraban el recorrido de la bolita a ver si caía al agujero correcto, como si estuvieran viendo una película con imágenes animadas. Les gustaba a los japoneses, según fuera mejor o peor la jugada, meterse en una nueva aventura de manga o anime.
Los videojuegos, la electrónica y la tecnología, en Japón llegaban a otro nivel. De una cabina fotomatón vi salir a unas chicas, muy contentas, disfrazadas y retratadas en fotos y en sus móviles. Me daba la impresión de estar en el rodaje de una película, en un decorado cinematográfico de ambiente futurista, en la que los actores y las actrices era los jóvenes que transitaban luciendo como sus personajes favoritos del cine, anime o Manga. Los llamaban Cosplayers u Otaku. No pude evitar darle la mano al cazador de demonios Giyu Tomioka, del anime Kimetsu no Yaiba; alto, con una mirada fría, sin decirme una palabra me miraba como si yo fuera un extraño, vestía un haori en dos colores organizados geométricamente, roja y verde una parte, y la otra, naranja y amarilla, solo le faltaba una verdadera katana. Me llamó la atención que en todo esto no había nada ficticio, en realidad todo era real, una subcultura basada en la interpretación o afición de ponerse en el rol de un personaje. Tribus urbanas en un país donde muchos jóvenes, superados por la presión, prefieren encerrarse y vivir en un ambiente virtual, simulando el mundo. Aparte de eso, se me acercaban señoritas vestidas de sirvientas, que tenían un aspecto juvenil e inocente, con sus faldas cortas y mandil de cocina, medias hasta las rodillas, orejas de gato y ratón y con diademas de corazones. Pero yo no sabía cómo funcionaba toda esta dinámica en la que se trata a las personas, que entran al establecimiento, como amos del hogar en lugar de clientes del café. Todo aquel mundo friki y de fetichista para mí era muy raro, sin embargo, lo cierto era que me encantaba tanto que acabé jugando en una sala de juegos, en unas máquinas que en mi vida había visto. Con unas gafas de realidad virtual, surcaba la galaxia en una guerra estelar.
Al barrio de Sinsekai bajaba andando, un sitio que tras la segunda guerra mundial cogió fama de antro, donde pocos se aventuraban a entrar, pero al que yo le veía su lado más retro. Radiaba fuerza con sus llamativos y extravagantes adornos, como un pulpo gigante, o como una lámpara en forma de pez globo.
Ensalzando al fondo de la calle, miraba distraído la torre Tsutenkaku, que se eleva entre los edificios, con sus ciento tres metros de altura e iluminación cambiante. Según iba conociendo esta futurística ciudad, más ligera y cercana la veía; en realidad, imprimía un brillo a mis ojos. Y erizó mi piel cuando al entrar en un restaurante vi a los cocineros hacer una leve inclinación de reverencia con la cabeza, gritando todos a la vez, en voz alta, Irasshaimase, que significa bienvenido, ¿en qué puedo ayudarle? Con sus uniformes y gorros de chef me sirvieron diferentes pinchos de Kushikatsu, de carne, cerdo empanado, gambas, pescado o vegetales rebozados. Aquellas brochetas originarias de Osaka, que luego comía por cualquier puesto callejero, eran mi tentempié. Cuando fui al área de Umeda, en la parte norte del distrito de negocios, percibí que, en contraste con el sur, parecía otra nueva ciudad, sin tantas luces de Neón, llena de centros comerciales y galerías subterráneas, consistía en un laberinto de túneles.
En el distrito de Kita, en la zona norte, donde se encuentra Tenjinbashissuji, una calle comercial peatonal con techo cubierto. Cuando vi que entraban con las bicis por aquello que a mí me parecía un túnel, me animé; me sorprendí de que pudiera montar por el medio de las personas viandantes. Enseguida me di cuenta de que aquello era un paseo muy largo e incómodo, pues había que bajarse de la bicicleta por tanta gente. Cuando me dijeron que tenia de longitud más de dos kilómetros y medio y que había más de quinientas tiendas, regresé. No me imaginaba, entonces, como sería Tokio.