En un abrir y cerrar de ojos ya estaba paseando por las calles de Isfahán preguntando por la plaza del Imán Jomeini y un hombre me señaló la dirección diciendo que encontraría la plaza más bella del mundo. De repente se abrió ante mis ojos un iris de belleza con una sutil e imponente estructura de formas y colores que me sedujo ya que desde cualquier punto encantaba su atmósfera de tranquilidad y armonía. La plaza no solo está rodeada por una galería porticada que es el gran bazar sino que también la circundaban nobles mezquitas y suntuosos palacios.
Entre en el mercado por una de las puertas que están alrededor de la plaza y en su interior me encontré con tiendas de todos los gustos, aromas y fragancias. La luz era tenue dentro de las bóvedas del gran bazar donde los artesanos trabajaban la plata y el cobre en aquellos patios y largos pasillos, y también se vendían alfombras. Cada quien ofrecía sus productos y era embriagador sentir esa variedad de voces, movimientos e influjos pero de todo lo que vi recuerdo sobre todo a ese hombre dando forma con un soplete a sus piezas de metal, luego con martillo en mano y un yunque de apoyo, sentado en una vieja silla. El maestro de orfebrería disfrutaba de su profesión como un niño mientras tanto el sol penetraba por las vidrieras acristaladas y hacía juegos de luces y sombras de diversos colores.
Me senté en el jardín junto a la gigantesca fuente que adorna la plaza al atardecer cuando llegaba más gente para tomar el fresco y cenar en el césped donde quedaba absorto mirando las fachadas, pórticos y minaretes de las mezquitas con sus vistosas cúpulas y mosaicos azulejadas, además todo era un lugar de encuentro para amigos y familias. Mientras comía un helado se me acercaron unos amigables y educados estudiantes a practicar el inglés curiosos de saber qué imagen tenía un occidental de su país. En Isfahán me recibían con los brazos abiertos como de costumbre y todos los días regresaba a la plaza, ninguna otra que había visto se acercaba a su majestuosidad, a la atmósfera que la rodeaba, a la arquitectura de sus palacios, minaretes y mezquitas monumentales, a el arte del azulejo, sus fuentes y jardines, sin embargo lo que más me conmovía era la amabilidad de la gente.
lORENZO EL ARQUEÓLOGO
En la casa de huéspedes conocí a Lorenzo, un arqueólogo español. En su cuello llevaba un collar donde sobresalía la figura de Alejandro Magno por quien sentía fascinación. Me habló de sus invasiones por el mundo de cómo ocupó saqueó e incendió la ciudad de Persépolis conquistando el imperio persa y dando fin a la guerra panhelénica y de sus travesías en Afganistán. Me quedaba embelesado escuchándolo a tal punto que se avivó en mí el deseo de aventuradme hacia el corredor Wakhan. Lorenzo me introdujo a la ciencia de la arqueología y me habló de la ciudad perdida de Arg-é-bam localizada en el extremo sur del altiplano iraní la cual había conocido años atrás antes del terremoto del 2003 cuando estaba habitada y me aconsejó visitarla, así lo hice.
ARG-É-BAM Y DASHT-E-LUT
Continúe mi viaje en bus hacia el sudeste de irán a la ciudad de Kermán que sería mi punto de partida hacia el interior del desierto de Dasht-e-lut en cuyo interior se encontraba Arg-é-bam. Encontré hospedaje descansé un par de días y me dirigí al sur. Arbustos y palmeras datileras marcaban el camino y al horizonte las áridas montañas acentuaban la sensación de distancia y desolación. Avanzaba en línea recta por el desierto hacia Arg-é-bam dejando atrás pequeños poblados y desoladas planicies y al llegar a un punto donde el bus se detuvo cogí un taxi que me llevó hasta la antigua ciudad. Cuando crucé la puerta de acceso el calor era sofocante y aunque sentía el aire caliente como una brasa rozando mi piel seguí caminando a lo largo del eje central. Alrededor veía lo que quedó del bazar, las casas de comerciantes y edificios públicos donde al fondo una fortaleza o ciudadela se elevaba sobre la arena del desierto. Mientras tanto imaginaba la ciudad de barro en su esplendor cuando fue fundada en el imperio parto del antiguo Irán existente entre los siglos III a.C y d.C donde los comerciantes en sus camellos llegaban buscando fonda prestos a encontrar fortuna esta ciudad de la Ruta de la Seda. Había una temperatura de casi cincuenta grados y tenía que resguardarme en las paredes de adobe y aunque era algo insólito tener enfrente de mí los vestigios de una gran cultura el calor extremo y la soledad eran infernales. Así que salí y pedí al guardia que me dejara refugiar en su caseta y luego de refrescarme un poco con el aire acondicionado caminé hacia el corazón del desierto de Dasht-e-lut. En el horizonte veía las entrañas de una gran cuenca volcánica donde las formaciones de roca arenisca erosionadas por el viento asomaban a lo lejos en una línea tan borrosa como distante y al frente las paredes verticales en un lugar eterno y reposado donde parecía no existir nada. El sudor corría por todo el cuerpo caminando por aquella carretera donde no tuve otra opción que retirarme ya que me daban mareos, por suerte apareció un coche que me recogió y me dejó en la marquesina donde pasaba el bus donde me subí de vuelta a la ciudad de Kerman.