Surfistas profesionales buscaban vientos y olas perfectas a través de desiertos y mares desconocidos. Así surgieron los rumores de estas islas. En atención a ello se dieron los primeros chárteres organizados por surfistas australianos. El negocio floreció y varios botes operaban permanentemente explorando hacia todas las direcciones. Se habían instalado campamentos surfistas y resorts en playas y lugares estratégicos. Aquellas islas no estaban al alcance de cualquiera, pues en ellas los arrecifes rompían olas y tubos perfectos creando algunas de las mejores olas del mundo. No había mucha información fiable sobre las islas Mentawai y pocos años atrás era un misterioso lugar. Llegar hasta allí resultaba una aventura complicada por la extrema lejanía; y así habría continuado si no hubiera sido descubierto por los surfistas.
Levi Sagari era un joven habitante de las islas mentawai. Sus grandes ojos azules y brillantes le daban una apariencia agresiva, pero no fue difícil negociar con él y enseguida cerramos el trato.
Tres ferris por semana hacían la travesía de Padang a Siberut. Levi se había encargado de comprar los pasajes y llegamos el muelle bajo una intensa lluvia.Todo estaba inundado: el agua me llegaba a los tobillos cuando pasé por aquella pasarela de madera que conectaba con el barco. El ferry que debía trasladarnos a Siberut se había convertido en un pequeño barco de mercancías. La tormenta no amainaba y el mar arrastraba toneladas de basura en un firmamento desolador donde todo se convertido en un vertedero. A las siete de la tarde, en medio de semejantes circunstancias nuestro barco estaba a punto de partir, sin embargo, el capitán había decidido retrasar la salida porque el mar estaba picado. Me agradaba la noticia, pero aquello significó diez horas de retraso sin poder salir del barco. Cuando partimos eran las cinco de la mañana del día siguiente.
Todo estaba completamente hermético cuando se cerró el portón de madera con todos los pasajeros atrincherados en la parte inferior junto a la mercancía. En aquel mismo lugar, unas horas atrás, podíamos haber desafiado olas gigantes. Afortunadamente, el capitán había tomado la decisión de retrasar la salida. ¿Qué me impulsaba a subir a aquel navío peligroso? Tal vez era otro de esos barcos que desaparecen en los mares o tal vez llegaría a Siberut y mi aventura seguiría. Viajaba así por el mar del sur de Indonesia.
Fue una sorpresa cuando salimos de la bodega y subimos a la parte superior donde se encontraban los camarotes privados ya que Levi se había encargado de reservar uno para nosotros dos. Los camarotes medían apenas dos metros cuadrados y tenían cuatro literas en un reducidísimo espacio con unos agujeros redondos que hacían de ventanillas tapados con unas placas de madera. Resultaba aterrador y refrescante a la vez. El aire entraba por momentos y podía ver el inmenso mar. Las olas rompían y la madera crujía como si fuera a romperse en mil pedazos, así viajábamos dentro de aquella la nave que aguantaba los envites mientras nos balanceamos en el camarote como en una lavadora en medio del océano. Doce horas después arribamos a la isla de Siberut, concretamente en Moarasiberut.
En moto nos trasladamos hasta la casa de Levi Sagari. Atravesamos escuelas y puentes por donde había mezquitas y una iglesia cristiana. La vida en aquella isla donde los niños iban a la escuela cogidos de la mano de los hermanos mayores transcurría tranquila y en cada lugar que me detenía los niños siempre me saludaban efusivamente a la vez que me perseguían gritando entusiasmados: ¡Hello, míster! ¡Hello, míster!…
La casa de Levi Sagari se ubicaba al lado de un río, un poco alejada del centro de la isla, pero en la misma vía de entrada a la jungla. Frente a la casa de Levi había una pequeña tienda donde compramos algunas provisiones: sobres de café, chocolate, té, galletas, fideos instantáneos y partimos sin olvidarnos de comprar cigarrillos y tabaco para los Mentawai
Después de unas horas en canoa por el río tuvimos el primer contacto con un Mentawai que nos encaró levantando su pon pon por encima del nuestro. No sé cómo pudo hacerlo en el agua, pero lo hizo. Levi, que iba detrás mía manejando el motor quedó también asustado con la temeraria maniobra del hombre, su habilidad y manejo. Fue una broma, aunque casi me arranca la cabeza. Conseguí esquivar su canoa porque me incliné hacia atrás mientras la veía venir sobre mí. El hombre Mentawai mientras tanto saludó levantando con gracia su mano y siguió su camino.
Ramas de árboles longevos y troncos endiablados fijaban sus raíces al agua. Maleza, enredaderas y lianas cubrían nuestra canoa. Tras apagar el motor, Lewi remo con ambas manos abriendo hueco entre las oscilantes ramas. Yo permanecía oculto, erizado, hijo adoptivo de la selva, flotando en un río de orquídeas y bromelias.
Tras cuatro horas de viaje llegamos a un recóndito lugar donde Levi sujetó la barca de una liana que hacía de amarradera para recoger después el motor y guardarlo en una de las casas de paja que había cerca de la orilla. Había varias canoas tapadas con follaje y algunas estaban aparcadas por la orilla. Caminamos unos metros y apareció un poblado. A la derecha había una gran escuela donde nos detuvimos en una pequeña tienda a tomar un café. Luego subimos a unas motos con dos motoristas y atravesamos varias aldeas por una pequeña senda asfaltada que era un estrecho camino de cemento que serpenteaba en medio de la jungla.
Por los caminos de la jungla los pies se nos hundían en el fango y en ocasiones teníamos que caminar por troncos de madera que servían de puente entre los barrizales. Bordeabamos el curso de un río. Era un lugar impenetrable, pero a la vez que frágil y armonioso. Llegamos a lo que sería nuestro hogar: una enorme Uma o casa comunal
En la Uma habitaban todos juntos (treinta o cuarenta personas). Estaba elevada sobre el suelo y podía llegar a medir diez metros. Subí unos escalones de madera y entré a la casa que estaba compuesta por tres partes: la parte delantera abierta donde estaban los invitados y se hacía la vida social; la intermedia que disponía de un portón como pared que podían bajar para separarla de la delantera; y la cocina, donde las mujeres preparaban la comida al fuego. El tejado estaba construido con bambú, hierbas secas y el suelo con tablas.
En uno de mis paseos vi como un Mentawai arreglaba el techo de paja de su casa a la cual despues me invito pasar, y una vez estando adentro lo vi agarrar una de las gallinas que andaban sueltas por el campo para sacrificarla. Murmuraba venerando la gallina de un lado a otro ofreciéndole sus respetos y pleitesía, entonces la cogió del pescuezo y al instante la estranguló con un golpe seco y preciso. Luego desarrolló una conversación para justificar su muerte o la causa de su sacrificio, entró en la cocina y se la dio a la mujer para que preparara la comida.
Levi me explicaba que habían prohibido en consenso la visita de todo operador turístico porque los guías de la ciudad se presentaban sin notificación alguna. Ignorantes de su idioma, ahuyentaban también a sus espíritus tutelares. Solo se llegaba a través de algún guía local, autóctono de Mentawai. Me sentí afortunado de ser uno de los pocos que tocaban aquellas remotas tierras. Todavía no habían sido arrastrados por la globalización y la moneda usada no era otra que las cajetillas de cigarrillos. Podían consumir tantas les diese en el día, lo mismo hombre que mujeres, cigarrillos o tabaco que enrolaban con hojas secas y papel de fumar.
Como dieta preparaban fideos, el té, sago (una planta rica en hidratos de carbono, su alimento principal, tierno y blando) y un plato de gusanos fritos o cocidos que es un manjar para los Mentawai. Cerca de la Uma criaban los cerdos, alguna gallina, bananas, cocos y tubérculos.
–Cada tatuaje de los Mentawai representan el clan al que pertenecen y les dan protección de los espíritus. Desde la edad madura se van acumulando méritos y van creciendo a lo largo de toda su vida. Son creencias para estar cercanos a la naturaleza y las últimas líneas se trazan a la edad adulta completando de esa manera el árbol genealógico de sus vidas. Una anciana sentada a mi derecha tenía los dientes afilados como la dentadura de un tiburón también con el motivo de satisfacer a los espíritus y su cuello estaba adornado con grandes collares, mientras barría sosegada el suelo de la uma.
Cráneos de monos y esqueletos de cerdos que se habían comido colgaban del techo para que sus espíritus los perdonase. También había caparazones de tortuga, cuernos, tallas de madera con forma de pájaros, monos y diversas figuras pidiendo perdón al árbol por haberlo cortado.
Un hombre Mentawai apareció de la selva como de la nada púes llegaba de cazar sin haber dormido, era una costumbre para no perder habilidades. Venía con las manos vacías porque las especies de la selva huyen, se extinguen. Posó el arco y las flechas en la casa, cogió el machete y se dispuso a abrirnos un coco para después presentarse como Gelamanain (doctor de la tribu).
Anai leu ita – como estas tu ?
Kaise oni im – cual es tu nombre ?
Oningku – mi nombre es carlos .
Piba umurku – cuantos años tienes ?
Umurku 38 – mi edad 38 años
Kaipa Pulaggajat – de donde tu eres ?
Pulaggaijatku spain – yo soy de españa .
Bajak , Icalabai, Toga – Padre , Madre , Hijos .
Iba – pez , sainak -pez , Mulcouup- comer , Merep- dormir
Piga -cuanto cuesta , oinan -agua , U bek – cigarrillos
joja -mono , Icaipa-donde, sosoa-ahora , boboi-dia , rura-año, Maeru-bueno ,Malaje-enfadado.
Durante esos días conviviendo con los Mentawai, el tiempo y las agujas del reloj se detuvieron. Regresamos Lewi y Yo bajando el río a través de la jungla y llegamos de vuelta a casa para luego dirigirnos al embarcadero donde un gran ferry nos estaba esperando.
Muchas literas dobles se esparcían en un enorme cuarto donde dormí plácidamente aquella noche. El silencio se interrumpió en la madrugada con la llamada a oración, entonces subí a la cubierta y allí conocí a dos chicos surferos .
El viaje por las islas Mentawai había llegado a su fin y una vez en la ciudad subieron los surferos sus tablas al techo de una furgoneta y nos fuimos juntos a la casa de huéspedes de Brigthe que nos abrió la puerta para darnos una cálida bienvenida.