Al amanecer llegamos a la ciudad portuaria de Pare pare. Salí del barco tan pronto como pude y, de repente, el color azul intenso del mar se cubrió de residuos. Fue muy triste ver cómo toneladas de basura de tres días de travesía se arrojaban por la borda al agua. Nuevos porteadores llegaron al barco y un intenso bullicio me atrapó a la salida del muelle. Encontré las calles bloqueadas y orquestas que tocaban al compás de los desfiles escolares. Era el inicio de las vacaciones. Cuando me senté en la acera a ver el desfile aún estaba pálido, enfermo de ver aquel panorama dantesco en el océano, pero a mi lado, en marcha por las calles, todos vestían uniformes de colores diferentes. Vi la unidad, la mirada al frente y manos y pies al unísono, siguiendo el ritmo de la música en sincronía, como siguen las tortugas las corrientes oceánicas. Vi velos de todos los colores tapando las cabezas de las jovencitas, poco a poco la rabia y la impotencia ante lo irremediable se transformó en alegría; y la belleza emergió expulsando mis demonios al fondo del océano. La ciudad de Parepare me recibió con un esplendoroso colorido. En medio de aquella fiesta un chico indonesio me pidió paso. Me levanté pensando que era otro viajero local. Le pregunté por algún hotel barato, fuimos juntos a buscar alojamiento y aunque la habitación era peor que un dolor de muelas se acomodaba a nuestro presupuesto. Intenté dormir aquella noche como pude, al día siguiente dejamos juntos la ciudad.
Nuestro próximo destino era la ciudad de Rantepao, tierra de los toraja, en el centro de la isla de Sulawesi. Viajamos en un coche que iba recogiendo gente por el camino. Dejamos atrás el mar para adentrarnos en una carretera de exuberante vegetación y palmeras. Mientras tanto mi acompañante permanecía callado mirando las montañas de piedra caliza; el viento silbaba entre las cañas de bambú y yo albergaba en mi interior una expectativa atenta y serena. Las tierras que veía, y las que me esperaban, eran un enigma, así como mi compañero; sin embargo, me sentía tranquilo.
En una de las paradas subió una hermosa jovencita que llevaba un bebé en sus brazos y se despedía de su madre que lloraba. Tenía mirada dulce, cabello liso recogido de color negro, un rostro inocente, piel morena. Sin ningún reparo desabrochó los botones de su blusa, apoyó al bebé sobre su pecho y le dio de mamar. Vestía una camisa azul de seda con una dulce y fresca fragancia. Aparté cohibido la mirada hacia la ventanilla del coche. Al rato volví a mirarla y vi, en el fondo de su expresión, la misma semilla que germina en el campo, la esperanza que da luz a todas las cosas. Tenía que entender que aquello era tan natural como el cantar de los pájaros o el aire perfumado que respiraba. Luego cerró los botones suavemente mientras sujetaba a su pequeño con firmeza. Cuando terminó de abrocharse me acerqué y besé la cabeza del niño. Ella se conmovió, me lo entregó y yo lo tomé en mis brazos con cariño mientras me detenía en su aspecto sonrosado y transparente, en sus ojos que buscaban los míos. Después de un rato, la jovencita desabrochó de nuevo su blusa de seda, abrió sus manos hacia mí, cogió a su recién nacido y volvió a amamantarlo hasta adormecerlo. Se dejaba ver ante mis ojos un sutil tejido de amor. Ahora podía mirarme al espejo como un hombre unido a la tierra que pisaba. La ternura de la joven y la claridad en la mirada del hombre que me acompañaba se entrelazaron como un solo mensaje: la mutua comprensión y el afecto entre nosotros.