Ahondando en el camino, avanzábamos entre arrozales. Los campos se movían con el viento como una ola. En la carretera secaban el arroz en lonas y vendían frutas. A veces llovía, el ambiente se tornaba enigmático. Pasaron cinco silenciosas horas, ya que mi compañero casi no hablaba, hasta que llegamos a la ciudad de Rantepao. La estancia en el nuevo hotel, como el anterior, dejó mucho que desear. No obstante, cuando había decidido trasladarme a otro lugar, mi compañero tocó a la puerta rompiendo al fin su silencio. Me preguntó qué me había llevado hasta allí, le contesté que era un viajero interesado en conocer el hogar de los toraja, grupo étnico de las montañas de Sulawesi, donde me encontraba. Él se mostró entonces muy cercano y en seguida se presentó como Martínez. Después me sugirió acompañarlo más hacia al norte de la isla para asistir a una ceremonia; casualmente, Martínez era toraja. Hizo una llamada telefónica y enseguida llegaron dos chicos en dos motos a recogernos.
La lluvia fina y constante caía frecuentemente como una niebla leve en el verdor de los campos, algunas mujeres labraban en los prados cargando a sus hijos sobre la espalda, con el sol en sus rostros y las manos en la tierra. A pesar del esfuerzo lo hacían con una dulzura conmovedora. Además, los frutos de las plantas emanaban dulces aromas y había en la atmósfera un intenso olor a café que renovaba el ánimo. Pero de fondo percibía algo todavía más embriagador, era la sensación de estar adentrándome en un territorio gobernado por lo desconocido. En el camino paramos en un poblado que Martínez quiso enseñarme; las casas de madera levantadas sobre pilares brotaban de la tierra como quillas de barcos. Según ellos, Dios descendió en una embarcación semejante, por eso sus hogares tienen esa forma. En las fachadas se exponen cuernos de búfalos sacrificados que simbolizan la riqueza y el prestigio de las familias, al igual que tallas de madera adornadas con pinturas de animales y plantas; cada color tiene un significado: rojo de sangre, blanco de espíritu, negro de muerte, amarillo de vida. La niebla teñía el poblado, era como el aliento de un alma viva. Sentía que todo estaba imantado por un aura mística. Entonces un movimiento inquietante hacia zigzaguear mis pasos: era Martínez que me llevaba. Regresamos a las motos y seguimos nuestro camino. Kilómetros adelante nos desviamos de la vía principal hacia la derecha. La carretera ascendía hacia las altas tierras toraja. Cuando llegamos a nuestro destino me encontré con un remoto pueblo donde multitud de personas caminaban de un lado a otro. Había algarabía y movimiento. La pequeña aldea se preparaba para la ceremonia.
La casa de los familiares de Martínez se encontraba al pie de la calzada, allí nos detuvimos, nos descalzamos y entramos. Había dos habitaciones separadas por un tabique de bambú, todos dormían ahí. Un paño servía de puerta. Estaban los padres, Adolf y Yusuf; sus hijos, Leksi, el más joven, y Linda, y Geny, la pequeña hija de Linda. Pasamos al comedor como invitados. Siempre se bendecía la mesa antes de empezar. Ante mí tenía un plato de arroz y verduras, servido en una hoja de palmera, que debía comer con las manos. Fue una feliz experiencia. Con los dedos pude diferenciar las texturas y sentir con mayor gusto todo lo que captaban mis sentidos. Nadie me decía nada. Además, la encantadora presencia de la familia de Martínez me reconfortaba. Adolf y Yusuf transmitían la gracia de un vínculo armonioso y estable. Leksi se sintió orgulloso con mi llegada, lo demostraba constantemente con una afable sonrisa; Martínez, siempre callado y sereno, cuidaba de mi estancia con atención y cariño, y Linda acunaba con amor a la pequeña Geny.
Bajamos al pueblo para asistir a la ceremonia, que duraba varios días. En nuestra cultura pasan veinticuatro horas antes de efectuar el rito funerario, mientras que en los torajas ese tiempo puede alargarse durante semanas, meses o, incluso, años. Todo depende de cuánto tiempo tarde la familia en recaudar el dinero para hacer una verdadera despedida. De manera que, cuando una persona muere, reposa en la casa de su familia hasta que se concrete la ceremonia. Durante ese tiempo se conserva el cuerpo del difunto como si este fuera un enfermo; y mientras tanto se engalana el poblado. Fue ese momento el que tuve la fortuna de ver. Todo estaba listo para albergar a cientos de invitados y familiares que llegaban de todas partes para la celebración. Todos eran agasajados con bebida y comida. Martínez me presentó al pastor del pueblo. Me abrieron un pequeño espacio y me senté a comer con ellos. En un descampado sacrificaban cerdos y búfalos, los cocinaban en hogueras, evisceraban y troceaban la carne para luego cocinarla aliñada con verduras y especies, todo era preparado en cañas de bambú que luego se servían acompañadas de nasi goreng, el plato típico indonesio de arroz. Los entarimados de madera, que servían de estancia para los invitados, estaban estructurados y divididos por familias. Cada una tenía su estancia enumerada y con capacidad para unos cuarenta invitados. Comimos y bebimos entre risas, bromas y cantos. Un número incontable de cerdos se sacrificaron ante mis ojos. Luego de la ceremonia, el pastor, Martínez y yo regresamos a casa.
Amaneció en las tierras altas de los toraja. Huevos fritos, arroz y búfalo fue nuestro desayuno. Martínez encendió la moto y salimos a dar un paseo. Una palabra precisa le bastaba para decir lo que había que hacer. Había estudiado en la escuela marina de Macasar, era ingeniero de máquinas, segundo capitán de barco en aguas internacionales. Era inteligente, sensato, discreto y caritativo. Bajo su apariencia poco comunicativa escondía un corazón enorme. Dejaba el ochenta por ciento de su sueldo a la caridad, pues apadrinaba a veinticinco niños, y se sustentaba él con el restante. Un día me ofreció el rosario que llevaba colgado de su cuello desde hacía muchos años, regalo de su hermano misionero. Lo rechacé, pero no olvidé ese generoso gesto que tanto me habló de su noble corazón.
En nuestro recorrido visitamos una montaña que en realidad era un cementerio; en él, las familias más nobles y ricas eran enterradas en la pared del peñasco y el resto de los pobladores, en lugares inferiores y cuevas alrededor de la montaña. Los difuntos se depositaban en nichos cavados en las rocas sagradas, y sobre ellos se ponían una serie de ídolos en tallas de madera que custodiaban al muerto con ropas y objetos alusivos al mismo. Esas tallas, que son espíritus protectores, reciben el nombre de Tau-Tau, cuyo gesto de ofrenda, con sus miradas serenas dirigiéndose al cielo, me permitía ver la esencia de la actitud festiva, tranquila y profunda de los toraja ante la muerte. Luego, visitamos otro cementerio donde encontré un enorme árbol que era una sepultura múltiple de cuerpos inocentes; los bebés se enterraban en agujeros hechos sobre el mismo tronco y envueltos en una sábana. Con los años, el espíritu de ese cuerpo inocente se eleva hacia al cielo protegido por la savia y la corteza del viejo árbol.
En este lugar sagrado, mientras observaba, mi memoria se abrió y vi que todo lo que había vivido hasta entonces en la tierra de los toraja tenía una misma esencia. Recordé a la chica que amamantaba a su hijo en el coche y vi que el amor que proyectaba su mirada podía estar, con la misma intensidad, en los ojos de una madre que sepultaba a su hijo en el árbol. Asimismo, vino a mí el recuerdo de mi abuelo que me abrigaba con su cuerpo, en las noches frías, como un árbol robusto y amoroso. Entendí cuánta verdad se escondía en esa costumbre y por qué me resultaba tan familiar, y cómo, de alguna forma, ese árbol también hacía parte de mí y se ocultaba en mi interior. Mi espíritu se enraizaba, crecía, y cada ramificación proyectada me revelaba algo oculto. Entonces sentí como si el alma de los niños me despertara mostrándome las entrelineas de la vida, el misterio de no saber tantas cosas. Miraba las ramas que se extendían hacía los cielos, el agua que corría por mis pies, haciendo crepitar las hojas marchitas; las raíces penetrando en el subsuelo hacia lo oscuro, los pájaros cantando sobre el tronco. No solo era un árbol: era el nudo materno que lo conectaba todo. Martínez permanecía a mi lado silencioso. Pero en realidad todo me hablaba de él. Cada cosa que miraba era una palabra que no me decía y que me hablaba en secreto.
Al salir del cementerio, paramos en unas aguas termales. Tomamos un baño y luego seguimos nuestro camino. Desde la moto pude ver la vida cotidiana de las aldeas. La gratitud de la gente que nos saludaba al paso, levantado la mano, nos regaló una palpitante jornada. Ya en la noche volvimos a casa.
Sobre la misma carretera, frente a la casa, las ropas se secaban encima de los matorrales. Los animales andaban sueltos por los prados: patos, gallinas, gatos, perros, cerdos y búfalos de agua, dóciles, sumergidos en las áreas encharcadas con sus cuernos en curva, arando la tierra. Frente a la casa de Martínez, del otro lado de la carretera, vivía el Pastor que nos visitaba y alegraba las mañanas tocando la guitarra mientras bebíamos un riquísimo café.
Nosotros a veces cruzábamos la vía, subíamos las escaleras y nos sentábamos por horas, con las piernas alzadas en el balcón que rodeaba la casa del pastor, mientras comíamos búfalo con aceitunas y patatas. No me cansaba de masticar aquella dura carne. En esos momentos de plenitud no pensaba nada, simplemente sentía el paso del tiempo en tanto mecía la silla, escuchaba música y hablaba con el pastor.
En el pueblo seguía el funeral. Vino el tercer día de celebración, el más grande de todos. Se comía y bebía durante todo el día. Yusuf, el padre, estaba en la mesa de recuento. Los invitados hacían regalos y ofrendas de animales. Cada cerdo se media para calcular el peso y dejar constancia en un libro que los familiares del difunto recibían; luego, se ataban de las patas y se llevaban en cañas de bambú sobre los hombros. En otra zona estaban los búfalos albinos, de mayor prestigio para los toraja. Las almas de los muertos solo pueden ir al cielo cuando se completa el ritual de la muerte.
Todos los animales sacrificados serán compañeros de camino en el más allá. Para ellos era lo más natural. Una torre mortuoria construida para albergar el féretro y donde la familia presidia el patio central. Me acerqué tímidamente para tener una mejor visión de todo. Miraba a mi alrededor. Se respiraba dolor y muerte. El lugar parecía una escena del Antiguo Testamento. Estruendos, chillidos y un río de sangre. El matarife cortaba las gargantas de los animales con un afilado machete. Tres búfalos cayeron cerca de mis pies mientras transportaban el alma del difunto. Al mirarlo me sobrecogí. Regresé a casa tras el impresionante espectáculo. En total se sacrificaron quince búfalos y unos cien cerdos.
No podía creer que un funeral pudiera ser una fiesta de esas dimensiones. Parecía más bien una boda. Pensé entonces que la muerte era finalmente el momento cuando se concreta la unión de nuestras almas con lo absoluto y que eso debería ser siempre una celebración. Antes de llegar al territorio toraja tenía una visión bastante sesgada de la muerte, pero en ese momento comprendí que la semilla en el campo germinaba porque previamente había muerto en la flor o en el fruto, porque la muerte da vida.
Entendí que este pueblo, unido a la tierra por medio del trabajo arduo y afectuoso, tiene una aguda conciencia de la muerte, como dadora de la vida, ya que sin ella no sería posible la proliferación de todo. Por esto la honran como tierra, como madre y como muerte, celebrando la unidad de la existencia. Y así como los niños sepultados en el árbol ascienden al cielo, así como el agua de la lluvia se evapora con el sol y también asciende, en el universo toraja todo y todos van al cielo. Los granos labrados en el campo se han transformado en arroz, las verduras están listas para ser servidas, los animales han sido sacrificados para comer. Es un momento donde se conmemora el inefable misterio, la unión de la muerte con la vida, la transformación de la tristeza en alegría y de la oscuridad en luz común.
Al anochecer, Yusuf llegó con la carne de búfalo que se repartió entre las familias después del sacrificio. Cogió el cuchillo, la partió en pequeños pedazos y la cocinó a leña, a fuego lento, para cenar. Después de compartir aquel manjar, la ceremonia continuó. Fuimos a un lugar donde unos grupos de hombres vestidos de luto danzaban en círculo y entonaban cantos. Dos personas se encargaban de servir la bebida de un caldero que estaba en el centro. Me abrieron un espacio y me dieron la mano. Un paso hacia adelante, otro hacia atrás, despacio, todos cogidos de la mano. Muy lentamente danzaban, bebían y cantaban en círculo, honrando al difunto en su largo viaje. Llegado aquel momento, en medio de la danza, pude percibir que los familiares sentían que habían cumplido con su deber. Fue el último baile de despedida. Al día siguiente, el féretro se trasladó a las montañas para su descanso final.
En el cuarto día de celebración, Martínez decidió quedarse en casa, Leksi y yo bajamos en moto a presenciar el entierro. No sabía si presenciaría la ceremonia final, cuando, de repente, escuché un enorme estruendo; el ataúd, con elaboradas tallas multicolores, era cargado en hombros por varios chicos, y estos lo sostenían con unos palos de bambú. Los presentes zarandeaban el féretro. Subimos a un pequeño repecho y caminamos por un sendero por donde llevaban cuidadosamente el ataúd. Al llegar a una cueva de difícil acceso, el camino se hizo estrecho, escabroso, y sin embargo bajaron por una escalera de bambú y depositaron el cuerpo entre las rocas.
No se derramaban lágrimas en público. El funeral se afrontaba con dignidad y firmeza. En verdad era la muerte el momento más importante de la vida. El árbol de los niños, la jovencita amamantando a su hijo, la amistad de Martínez, todos esos momentos de alguna forma daban sentido al viaje, a las cosas, a mi vida. Todavía recuerdo el olor a café, las espontáneas sonrisas, la sencillez y la hospitalidad en medio del constante sacrificio.