Me dirigí hacia a Banda Aceh, el punto más occidental de Indonesia. Mi intención era pasar al extremo oriental, para llegar Java y después a Bali. Contaba con un visado de treinta días para recorrer alrededor de tres mil kilómetros hasta Denpasar, la capital de Bali, donde podría extender la visa sin impedimentos en una de las muchas agencias de viajes. Así que, una vez más, no podía entretenerme mucho y debía avanzar rápidamente.
Ahí estaba yo, viajando en una de las típicas furgonetas de Indonesia. Todos fumaban, así que tenía que sacar la cabeza por la ventanilla, familiarizándome con las mezquitas y los almuecines que llamaba a la oración con un megáfono. Poco a poco nos fuimos internando en la jungla. La ruta se hacía más espesa y difícil. La carretera se cortaba de repente, como que desaparecía por momentos. Había grandes desniveles inesperados, montañas, baches con socavones profundos, árboles colgando en mitad de la vía, piedras, puentes y tramos derrumbados.