Me sentía feliz de compartir aquella travesía de cuatro días con otras veinte personas, todos mochileros, y junto a ellos dormí, tirados en colchonetas, sobre la cubierta del barco, que era una embarcación de madera. Teníamos un menú a base de frutas, arroz y verduras, música a todo volumen y cerveza. Estábamos viviendo un sueño, tomando el sol en bermudas, entre islas vírgenes y playas desiertas, en aquel perdido rincón del planeta. Nadie se acordaba de regresar a su casa.
En ese barco viajaban otros tres españoles: Marga y Sergi, una profesora y un pastelero, que se habían tomado un año sabático para viajar por Asia, y Patry, un joven de dieciocho años de Bilbao, que se había ganado una beca para estudiar derecho, y que estaba con su compañero de universidad, Lee, de nacionalidad china, y residente desde hacía algunos años en España. Todos compartíamos anécdotas y disfrutábamos de aquel viaje por mares desconocidos.
La tercera noche la pasamos navegando, acompañados de un mar agitado que balanceaba el barco violentamente. Al cuarto día, despertamos en el parque nacional de Komodo, rodeados de montañas e islotes. El barco fondeó en una ensenada rocosa, sobre una playa de arena rosada, en la isla de Padar. Fue como despertar en un mundo surrealista. Pisando el fino polvo de coral rojo que polvoreaba la orilla, empezaba a descubrir un mundo lleno de vida, peces de colores y mantarrayas de espalda oscura y vientre blanco que movían sus alas en una danza bajo el mar. Allí las tonalidades se mezclaban para crear una imagen idílica; un fondo de pasto verde y nubes blancas sobre la rocosa montaña, que se estiraba gradualmente hasta tocar la arena y el agua rosa, en la orilla. La luz del sol incidía para darle un tono brillante y verde que acababa penetrando en el azul oscuro del mar. No podía tener el agua más colores.
Al principio, saltábamos una y otra vez desde el barco al fondo marino con las gafas de snorkel. Luego, una vez en tierra, caminando hacia la cima de la montaña, el firmamento tomaba la forma que cada uno quería imaginar. Desde arriba podía ver el antebrazo de la montaña, que se abría encrespándose, con ese aspecto de mano abierta, y en el espacio entre sus dedos, las bahías entraban formando arcos circulares de distintos diámetros, playas vírgenes en forma de medialuna. No tenía duda de que las mejores playas estaban alejadas de la mano del hombre, en los miles de islas esparcidas en los océanos.
Para terminar el tour hicimos un trekking por los senderos de la isla de Rinca, donde vimos a los Lagartos de Komodo, aquellos bichos de tres o cuatro metros de longitud exhibían sus garras y lengua bífida de serpiente, además de la viscosa saliva venenosa con la que matan a sus presas. Al verlo me pareció estar frente a un reptil de la época de los dinosaurios. Nada más regresar al barco pusimos rumbo hacia el destino final en Labuanbajo.
Cuando acabo el tour, todos salieron de la embarcación que se quedó vacía. Por mi parte, le pedí a la tripulación pasar con ellos la noche en el barco para ahorrarme alojamiento, pues igualmente zarpaban de regreso a Lombok el siguiente día con nuevos pasajeros.