Los días siguientes alcancé Dempasar en la isla de Bali, antes de que espirase mi visado. El primer día en la isla me instalé en la zona de Kita, cuya playa se extiende por toda la costa hacia el océano índico. Enseguida saltó a la vista que estaba en un destino turístico internacional; me encontraba personas de todas las nacionalidades del mundo, en su mayoría australianos que practicaban el surf en sus rompientes, haciendo de Bali su segundo hogar, por la cercanía y facilidad para vivir relajados, al convertir los dólares australianos en rupias de indonesia.
Toda aquella presencia de gente me resultaba extraña, pues días atrás me encontraba solo, perdido en algún lugar, y ahora era como si estuviera viajando por otro país. Pero Bali no es un país sino una isla más, de las diecisiete mil que tiene Indonesia.
Estaba en la nación con mayor población musulmana del mundo y, sin embargo, en la llamada isla de los dioses, se profesa el hinduismo. Desde primera hora de la mañana, cada día me encontraba por la calle a mujeres haciendo dádivas a sus deidades, honrando a sus espíritus y antepasados en los altares, a la puerta de sus casas, en el mismo suelo, o sentados en grupo a la entrada de los templos hinduistas. Llevaban cestas de ofrenda con flores de cuatro colores, un palo de incienso y agua. Todo formaba parte de una escena cotidiana en Bali; en cada rincón o tramo de la carretera sobresalían altos palos de hoja de Palma que se doblaban por su peso, como una caña de pescar, con tanta decoración, y llevaban a volar gigantes cometas que llevaban en grupos de 20,30 personas por las carreteras de Bali. Así mismo ponían guirnaldas en la estatua del Dios Ganesha, con su cuerpo humano y cabeza de elefante, para eliminar los obstáculos. También se purificaban en aguas sagradas, en un ritual de limpieza espiritual que mantiene el equilibrio y carga el cuerpo de energías para comenzar el día con buena fortuna.
Después, uno volvía a escuchar el ruido de las motos y coches, el ambiente cargado y dramático en las calles, dado que cobraban el triple por todo a los extranjeros o los estafaban poniéndoles multas por no llevar casco en moto o saltarse alguna norma de circulación. Sin embargo, esta isla tan especial ha sabido conservar su propia cultura a pesar del turismo, y en eso radica su encanto.
Mientras me divertía tomando unas cervezas en un bar de Seminjak, me encontré con varios europeos experimentado el síndrome del viajero novicio que llega a un país exótico y de repente le cambia la vida con tan solo dar unas clases de yoga y meditación. Cruzarme con ese tipo de gente era muy común en Bali. Los que sueñan con cambiar su mundo perdiéndose en los extensos campos de arrozales o en las tiendas tocando con sus manos ese tejido natural de seda. Los que, atribuyendo toda su felicidad a un viaje, habían encontrado su verdadero camino, envueltos por el misticismo de la isla o seducidos por la belleza de los rasgos de las mujeres orientales. La emoción que me mostraban intentando transmitirme ese karma era real, sus ojos me decían, he purificado mi alma despojándose de todo y encontrando mi verdadero yo interior, a los ojos de Brahma, Vishnu y Shiva.
Pero no todos sufrían ese shock mental, ese trastorno o distorsión de la realidad. Por el contrario, reconozco que los lugares ayudan a tener un mejor estado de ánimo o cambio emocional. Mucha gente ha materializado sus sueños en Bali, llegando a conectar consigo mismo, con prácticas de meditación o sin ellas. En un ejercicio mucho más sencillo, que es quererse a sí mismo y la razón propia de la existencia. Afortunadamente, yo tenía mucho que aprender, pero todavía no me había acercado a su naturaleza. Mi experiencia me había mostrado un enfoque de bienestar o felicidad basado más en la estabilidad económica y material.