En el Andén n.3 de la estación central Chennai Shavali, el exprés destino Calcuta está a punto de partir. En los trenes de la India afuera pegado en cada vagón hay una lista con el nombre de todos los pasajeros y su asiento o cama correspondiente. Yo pasaba aquellas hojas llenas de nombres indios y no me fue difícil, entre todos, encontrar el mío. Allí estaba mi numero, el 72 Rs,2 litera asiento compartido con otro hombre, aunque había hecho la reserva de una cama litera para dormir con 15 días de antelación. Hacia adelante tenía 35 horas de viaje hasta llegar a Calcuta, y yo allí sorprendido con aquella jugada, sin poder decir palabra. Aquel viaje fue durísimo, viendo a los niños arrastrados de rodillas limpiando el suelo del vagón y mis pies, y por debajo de los asientos pidiendo limosna. Pasado medio día, cansado de compartir el asiento me levanté hacia el descansillo y me senté en la puerta del tren que estaba abierta porque ví a la gente de otros vagones hacer lo mismo, pero eso fue un grave error, púes cuando nos íbamos acercando a una parada, el mismo andén casi me arranca las piernas que frescamente llevaba afuera, con tal susto regresé adentro del vagón y en la noche cuando la incomodad en el asiento no me dejaba quieto, junto aquel hombre que dormía pegado a mí, me levanté de nuevo al descansillo y allí tirado en el suelo pasé la noche, fue de madrugada que sentí que tenía mojado todo el cuerpo y desperté con el agua hedionda saliendo del baño por encima mía.
Aquella noche fue horrible, y en la mañana cuando estábamos llegando a Calcuta más de lo mismo, no podía evitar el olor a putrefacto entrando por mis narices que me daba arcadas, lentamente iba viendo la miseria de los Slums que vivían hacinados pegados a las vías, los niños jugaban al Cricket, deporte nacional de la india, pero no en campos reglamentarios sino entre la basura, lo mismo en una escuela donde hacían gimnasia sobre aguas putrefactas, porquería y despojos, sus necesidades en las vías, se buscaban la vida con artefactos artesanales transportado mercancías por los raíles, se resguardaban del sol debajo los vagones, cuando el Shativa Express ,Chennai-Calcuta, había llegado a su destino yo no me lo podía creer.
Había llegado a la estación de Shalimar, tras 35 horas de viaje sin pegar ojo y empapado, a las 12 noche, y tuve que trasladarme a la estación central de Howar, donde cogí otro tren para llegar al centro Calcuta. Pasarón dos horas para cubrir aquella mínima distancia, y cuando por fin salí a las calles lo que me sorprendió fue el sistema de taxis, todos amarillos igual que en Rio Janeiro, donde tuve que sacar el ticket en la ventanilla y pagar la tarifa correspondiente. La primera imagen de la ciudad me destrozó por completo, sin dejarme fuerzas para continuar, donde ví ejércitos de personas durmiendo en hileras hacinados por las calles, bajo los viejos edificios de Calcuta. La noche se cernía sobre mí como presagios de muerte, en una oscuridad tan viril como desgarradora, sin darme un respiro, totalmente abatido.
Cuando me baje del taxi y llegué a la calle de los mochileros, Sundet Street, sobre las 3 madrugada, me fue difícil encontrar alojamiento, todo estaba completo y se me pegaban los buscavidas para llevarme a cualquier lugar y así poder cobrar su comisión. En el cuarto de aquella pensión mugrienta donde me aloje, una rata tan grande como mi antebrazo deambulaba por la habitación, bajo mi cama, solo quería irme a mi casa el siguiente dia. Tirar definitivamente la toalla » Increible India que tanto puedes odiar o amar».
A Calcuta incluso la veía más ordenada que Bangalore, con menos tráfico, y los coches circulando más ordenados. En el centro se encuentra el memorial Victoria 1921 de mármol blanco con abundantes jardines a su alrededor y un gran parque que es el oxígeno o pulmón verde de la ciudad. Por las calles de Calcuta sin rumbo buscaba la orden de María Teresa de Calcuta, y fueron unas monjas quienes me guiaron. Cuando encontré el edificio y entré lo primero que ví fue la tumba de mármol, y alrededor monjas con Saris blancos y Ribetes azules rezando sentadas durante horas ante el altar. Pude ver la sala museo con objetos donde se narra la historia de esta Albanesa, fundadora de las misioneras de la caridad y premio nobel de La Paz, y subir al piso de arriba a ver la habitación donde dormía la madre, sin lujo ninguno, simplemente con una mesita, la imagen del papa y una pequeña cama al lado de la cocina y sin ventilador.
En mis paseos por Calcuta podía encontrarme los Rickshaws característicos, que son tirados con la sola fuerza de un hombre que arrastra hasta 3,4 personas. A la gente duchándose en la calle con cualquier salida de agua y un caldero al lado, lavándose los dientes con los dedos y la ropa contra el asfalto para luego en cualquier esquina colgarla, cocinando en cacerolas por las aceras, algunos vestían la característica falda tipo mantel cuadrado con la toalla por encima del cuello como si fuesen a la sauna o al gimnasio, pero por cualquier lavadero de Calcuta, donde se enjabonaban hasta los ojos, o se afeitaban a pelo, carnicerías donde colgaba la carne rodeada de moscas sin refrigerar a temperaturas de 35°, un ambiente hediondo donde hasta los cuervos husmeaban en busca de alimentos. En una sola calle de Calcuta pude ver a personas pidiendo limosna que tiraban de una cuerda arrastrando una cama de madera donde llevaban un enfermo crónico que iba tumbado esperando la muerte, gente con deformidades arrastrándose sin piernas en patinetes de madera, con sandalias en las manos para agarrarse mejor al pavimento, la increíble india que tanto puedes odiar o amar. Calcuta impacta, se siente, desgarra y duele.