Ahora estaba en una carretera hacia el desierto, la cual tomaba un color dorado por la ventisca amarilla. El autobús cedía el paso a animales que se cruzaban en el camino mientras la arena entraba por la ventanilla y pasaban a nuestro lado camellos cargados de mercancías. Entrábamos al desierto de Thar.
Al llegar a la estación, un ejército de persuasores negociantes se agolpaba con cartel en mano, gritando una melodía estridente. En un breve lapsus logré huir de sus manos y, libre ya del acoso, me dirigí hacia un hombre que se ofrecía a llevarme a donde yo deseaba. Subí atrás de su moto y llegamos rápidamente a Jaisalmer. Honestamente, no había conocido, hasta entonces, una ciudad más bella y evocadora en mi viaje por la India. Creada hace más de ochocientos años como bastión defensivo en la cima de la colina de Trikuta, y coronada por un fuerte con forma de animal mítico, levantado entre el viento y las arenas, esta ciudad sencillamente es como salida de un cuento.
Sentado en las terrazas, contemplaba la tierra de los rajputs. Mi provisional haveli era una más de aquellas casas con patio, construidas con pulidas piedras de arenisca amarilla. Una cosa era la ciudad vista desde arriba. Otra muy distinta era salir. Todo cobraba entonces sus justas proporciones de profundidad y viveza: las miradas penetrantes de los niños, las estrechas e intrincadas callejuelas, la sagrada presencia de las vacas.
Quería dedicarle tiempo a la ciudad para descubrir los secretos del desierto. Todo era una explosión de júbilo, color y alegría; sin embargo, una sorpresa me aguardaba. Un día apareció un hombre en mi haveli, de visita, se hacía llamar Kristma. No parecía un hombre del desierto de Rajhastan, pues no llevaba bigotes, ropajes ni turbantes típicos del desierto. Ni siquiera parecía indio. De baja estatura, pantalón vaquero, camisa larga y chaleco, su piel era más blanca que la de un europeo. Lo realmente extraño era que hablaba mi idioma. Creí que debía ser un parlanchín estafador, pero no pude evitar el efecto seductor de su presencia. Me hablaba de una palabra olvidada, de códigos de honor y promesas, de caballerosos hombres con bigotes puntiagudos y coloridos turbantes, de matrimonios concertados y de una tierra mágica donde podía vislumbrarse un misterio: la Sombra de la Noche.
Conversando en la azotea me saciaba escuchando su voz. Cada palabra que decía estaba viva. Le conté mi historia; después de haber estado cerca de morir, renuncié a una vida cómoda y monótona con la intención de conocer el mundo. Kritsma, mirándome con sus atentos y profundos ojos, me dijo: “Carlos, eres un viajero. Tantos países, tantas historias que contar. Sabes, el desierto tiene magia. Te enseñaré la real vida del desierto, donde existe la Sombra de la Noche. En cuatro días y tres noches vendré por ti”.
Kristma, deslizando sus dedos, pulgar e índice, en forma de rosca sobre su curvilíneo e imaginario bigote puntiagudo, me prometió regresar. Pasé los días esperando por Kristma, deseoso de conocer la Sombra en la Noche. Al cuarto día, tras haber desistido de esperar, vino un hombre a mi haveli. “Soy amigo de Kristma, vengo a recogerte. Sube al coche y relájate. Nos espera un largo camino”.
Salí de mi haveli creyendo en las palabras de aquel hombre y asimilando la misteriosa discreción del encuentro. La carretera era una recta interminable. Una hora después seguíamos adentrándonos en aquella vastedad de arena; imaginaba antiguas historias de soldados y guerreros, de comerciantes y camellos, de mujeres adoradoras y de una vida plácida y cumplida. El silencio se apoderaba de todo. Mi corazón latía fuerte. Mi rostro palidecía ante la incertidumbre mientras el coche avanzaba. La única luz que veía aquella noche cerrada, eran los puntos rojos luminiscentes de torres eólicas que resplandecían a lo lejos, en mitad de la nada. Sin embargo, la Sombra de la Noche me llamaba y el deseo era más intenso que mi temor.
El conductor perdió su rumbo por un instante, detuvo su coche e hizo una llamada telefónica. Dio vuelta atrás y, al rato, se desvío por un camino; entonces encontramos el lugar acordado. Kristma nos esperaba gritando y cantando felizmente en la oscuridad. “¡Has llegado!”, gritó. “Mira la luna, las estrellas: es nuestra luz aquí en el desierto. Todo esto es mágico. ¡Vamos!, ¡vamos!”, gritaba mirando al cielo. “Todo esto es real. Dios nos bendiga, hermano”.
A la entrada de una jaima nos descalzamos antes de entrar. Pequeños grupos de diferentes castas y tribus estaban sentados alrededor, en mesas, cuya única luz era el pábilo encendido de una vela. Comida y botellas de wiski acompañaban nuestra velada. Los invitados a la ceremonia habían llegado desde lejanas regiones. Eran hombres del desierto de Rajhastan, que tenían sobre sus cabezas grandes y vistosos turbantes y lucían orgullosos sus bigotes puntiagudos. Entre los jefes de aquellos clanes escuchaba sagas épicas e historias de Las mil y una noches. Hacía poco había llegado un hombre que decía pertenecer a las tribus kalbelia. Representaba un pueblo gitano de músicos expertos, encantadores de serpientes, y bellas mujeres, las más hermosas de Thar, que imitaban los movimientos de la cobra con sus sinuosas e hipnóticas danzas. Empecé a descubrir con mis propios ojos lo que me había contado Kristma.
Ahí, en la más pura lejanía, la música sufí sonaba en el silencio del desierto. Empecé a ver con los ojos de un rajput lo que sucedía aquella noche. Con humildad comprendía la noble y generosa vida de los habitantes del desierto. Kristma abrazaba a sus amigos, que iba visitando de mesa en mesa, y con frecuencia se acercaba hasta mí repitiéndome el mismo hechizo que nos había unido: “Hermano, en el desierto existe la Sombra de la Noche.
Detrás de nosotros había una pequeña escuela. Éramos cerca de treinta personas los que habíamos acudido a la ceremonia. Horas después, nos fuimos todos a dormir a la escuela, donde había un montón de camas apiladas. Dormimos como en un pelotón de regimiento, pegados unos junto a otros. Kristma tenía delirios, gritaba eufórico y hablaba sin parar perturbando a la gente. Era todo un cúmulo de energía incontrolable. Estaba contento de haber bebido aquella noche, de vez en cuando alguien le daba una cariñosa patada o emitía algún sonido para que se callara. No había manera de cerrar los ojos. Algunos se iban durmiendo, otros permanecían despiertos, y al cabo de un rato al fin hubo silencio; Kristma cayó agotado en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, todos los hombres estaban reunidos en corro, fumando y bebiendo opio en infusión. El humo se levantaba en un aura fantasmal y dejaba ver sus rostros, levemente ocultos. Entre ellos alcanzaban a percibirse arraigados códigos de conducta, que se expresaban en la sutileza de un gesto o en una acción.
Subimos en un jeep junto con otras personas y, después de pasar por diferentes poblados, llegamos a un pequeño y remoto pueblo. Tenía cuatro chozas redondas con pared de barro y techo de paja. En el suelo de una, la que me correspondía, había sobre la arena un lienzo con dos cojines y una pequeña mesita, una tela con adornos colgada de la puerta del baño y saris que hacían de cortinas. Kristma dormía en la choza del lado.
En ese campamento compartí varias noches con Kristma. De vez en cuando llegaba otro hombre, que se sentaba horas junto a nosotros, sin mediar palabra. Las tareas habituales eran cultivar y cosecha la tierra. Pocas especies de árboles y plantas se adaptaban a aquella región del desierto, donde el agua provenía de pozos muy profundos. El verde asomaba delicadamente entre la arena.
Nuestros diálogos nocturnos se prolongaban como siempre. Hasta que una noche, Kritsma me tomó repentinamente del brazo y me dijo:
—Es momento de enseñarte la Sombra en la Noche. Salgamos. Es luna llena.
Enseguida fuimos hacia un árbol que estaba justo a la salida de la choza. Kristma se acercó a él y me dijo emocionado:
—Mira el árbol.
Lo miré con expectativa creciente, ansioso de calmar mi curiosidad, pero no vi nada que llamara mi atención.
—Hermano, has tomado mucho licor. No puedes ver la Sombra de la Noche. Ahí está y no la ves. Yo la estoy viendo” —dijo Kristma.
—¿Dónde? —repetí emocionado—. No puedo ver nada.
— Ahí mismo —dijo, estirando el dedo—. Fíjate bien, está en el suelo, delante de tus narices. Es la silueta del árbol, reflejada.
—Es verdad Kristma, puedo verla, puedo ver perfectamente las bifurcaciones de las ramas dibujadas en el suelo. Puedo ver la sombra del árbol dibujada en la arena.
—Te lo dije. En el desierto existe la Sombra en la Noche —dijo Kristma sonriendo con un gesto placentero y enigmático, compartiendo conmigo su felicidad y su asombro—. Muchos secretos se ocultan el desierto. Has conocido la Sombra de la Noche, ahora es hora de dormir.
—Hasta mañana —le dije, mientras lo vi retirarse a su dormitorio.
Yo me quedé en esa inmensidad de arena, soledad y noche.
Después de ese tiempo compartido con Kritsma, continué mi viaje por Rajathan. Unos días después llegué a Udaipur, lujosa ciudad al pie de los montes Aravalli. Caminando por sus calles un chico se me acercó:
—¿Me conoces? —preguntó.
—Claro que no te conozco, ¿quién eres? —le respondí.
—La Sombra de la Noche, la Sombra de la Noche —dijo con una voz alta y firme.
Aquello me produjo excitación. Una descarga eléctrica cayó sobre mí como si un rayo me hubiera atravesado el cuerpo. No era capaz de saber qué sucedía. El chico cogió mis manos y entramos a una agencia de viajes. Me senté en su oficina, cogió el teléfono e hizo una llamada; me pasó el teléfono y al otro lado escuché una voz familiar: era Kritsma.
—Es Punan, ¿no lo recuerdas? Compartimos mesa en la jaima —me dijo Kritsma.
Miré entonces a Punan:
—Yo estaba invitado a la ceremonia aquella noche. Soy familia de Kritsma. Me llamo Punan.
Fui conociendo a Punan. Trabajaba en la agencia de su hermano para el sector turístico. En general sus clientes llegaban de los hoteles que había situados en las calles adyacentes. Punan nació en el desierto y se licenció en ciencias políticas a pesar de las dificultades, al igual que Kritsma. Sabía cómo tratar a sus clientes, con buenas maneras, para ganarse su confianza. Vestía una camiseta blanca impecable que contrastaba con su tez negra, oscura como el carbón, tan negra como la sombra de la noche.
Punan nunca había visto el mar. Uno de sus sueños era conocer las playas de Goa, famosa por las fiestas hippies. Mi intención era visitar un pueblo cerca de Udaipur. Entonces le prometí que a mi regreso iríamos juntos hacia el sur de la India, Punan no creía la confianza que yo depositaba en él:
—Tú vienes de una tierra hospitalaria y mágica que me acogió. En ella conocí la Sombra de la Noche. Eres familia de Kristma y amigo mío, así que prometo llevarte a Goa —pasé mi dedo por el mostacho imaginario de mi bigote puntiagudo y le prometí volver—. En cuatro días y tres noches vendré por ti. Palabra del desierto.
Así fue. Luego de mi corto viaje a Bundi regresé a Udaipur a cumplir mi palabra. Apenas Punan me vio, dijo conmovido:
—Kristma me dijo que volverías. Tenía razón.
—Iremos a Goa como te lo prometí.
Era un largo camino el que nos quedaba hasta llegar a Goa. Después de un largo viaje en tren, nuestra primera parada fue Bombay. Ahí nos quedamos un par de días y luego partimos. Después de viajar toda la noche en autobús llagamos a Panaji, y de ahí nos trasladamos a Anjuna. En total duramos tres días viajando hasta llegar a nuestro destino. “¿Sabes, Carlos?”, preguntó Punan, “Nunca se me olvidará este día. Alguna vez me irá bien en la vida con mis negocios. Entonces llevaré un autobús a mi villa en el desierto. Y vendremos juntos a Goa, para que conozcan el mar y bailen en las noches”.
Al fin había llegado el esperado día de Punan. Estaba preparado para vivir la gran fiesta y conocer chicas. Nuestras vecinas de apartamento eran rusas que llegaban a experimentar noches de drogas, fiesta y alcohol, al igual que la mayoría de los europeos que se encontraban en aquel lugar. Comenzaban la fiesta bebiendo temprano. Punan emocionado compró una botella de ron para compartir con ellas. Las miraba con deseo, tenía la sensación de estar tocando el cielo con sus manos. Al poco tiempo, las chicas se retiraron de la terraza hacia sus habitaciones. Punan, un chico de provincia no sabía cómo acercarse a ellas.
Llegó la noche y nos fuimos de fiesta a una discoteca en la arena de la playa, Punan estaba más emocionado, en cuanto se dio cuenta de que la gente bailaba como zombis quiso hacer lo mismo. Gozaba como si estuviera poseído. En un instante pensé que estaba drogado, que alguien le había dado alguna sustancia, pues había entrado en éxtasis y no paraba de saltar sin parar al ritmo de la música electrónica. Se ponía a hablar con la gente, pero nadie le hacía caso. Estaba viviendo por primera vez en su vida una fiesta como aquella, lejos del silencio del desierto.
—Punan —le dije —, tengo que explicarte algo. Todas las personas en su mayoría están drogadas. ¿Tú no habrás tomado algo?
—No, solo unos tragos —dijo sin dejar de moverse.
—Ahora ya conoces las fiestas europeas.
Finalmente regresemos al hotel a descansar.
Al día siguiente, sentados en la calle, a la entrada de nuestro apartamento, Punan invitaba a tomar chai a todas las chicas que pasaban. Ninguna se detuvo a recibir la invitación. Él no entendía de qué mundo venían, bajaban a los restaurantes a comer con resaca, descansaban, reponían fuerzas, y se iban de nuevo a la batalla.
Punan recogió las tazas de café y dijo:
—No envidio nada. Todo esto es estúpido: chicos bebiendo, fumando marihuana, drogándose. ¡Qué pérdida de tiempo! Prefiero mi vida en el desierto, tomando un poco de ron. Los europeos tienen tanto que no saben qué hacer con el dinero. No quiero esta vida para mí. Punan había despertado de su sueño.
Antes de partir nos acercamos al océano. Por primera vez en su vida, Punan veía el mar. Podía tocarlo, bañarse en él, sentir la inmensidad a sus pies. Lo cogí de la mano y nos acercamos juntos. Punan tenía pavor. No fui capaz de avanzar con él más allá de la altura de su rodilla. Cuando veía una ola llegar, volvía corriendo a la orilla.
Era un mundo desconocido, demasiado extraño y misterioso para un hombre nacido en el desierto. Aquel mar era traicionero, las olas batían fuertemente contra las rocas. Pero ahí estábamos juntos; dos hombres y dos culturas distantes y extrañas de repente estaban frente al mar, recordando sus pasos. Yo no dejaba de ver en silencio que mi paso por esas tierras iba a perdurar para siempre en mi memoria, que jamás iba a olvidar el misterio de la Sombra de la Noche y la pureza de Punan y de Kristma, mis amigos del desierto.
LA HISTORIA DE KRISTINA Y SUDAMA
Punan decía que su padre podía escuchar una voz y recordarla para siempre. Cuando krishna era un niño joven estudió en el ashram de guru sandipani, el mejor amigo de krishna era un inteligente niño llamado Sudama. Los dos niños estudiaron crecieron y jugaron juntos en el Ashram y al completar sus estudios estaban tristes de despedirse.
Después de dejar el Ashram krishna tuvo muchas aventuras y al final se hizo rey de Dwaraka, Sudama se hizo sacerdote, con el tiempo Sudama se casó con una dama llama Sushila, la familia creció pero sus ingresos como sacerdote eran escasos por lo cual se le hacia difícil llegar a fin de mes, un día no había comida en casa y Sushila desesperada buscó a Sudama para decirle que no tenían apenas para comer ni alimentar a sus niños, y le pidió que fuera a pedir ayuda a su amigo krishna quién era el rey de Dwaraka. Sudama se llenó de alegría porque adoraba ir a ver a su querido amigo pero no quería pedirle ayuda. Sushila estaba feliz de haber convencido a Sudama y le mando envuelto en una tela un poco de arroz como obsequio a Kristma, llevando el humilde regalo Sudama se puso en camino hacia el reino y después de una larga caminata llego a Dwaraka, la grandiosidad de la ciudad le agobio, camino hacia las puertas del palacio y a la entrada un guardia le aguardo preguntándole quién era , pero el guardián no podía creer que Sudama, un hombre humilde era amigo del rey aunque igualmente le llevó el mensaje. krishna estaba feliz de oír que su amigo Sudama le había visitado y se presentó a las puertas del palacio para darle la bienvenida abrazando al cansado Sudama, lo llevó a palacio, el mismo Kristma le lavó los pies de Sudama y le ofreció todas las comodidades. Kristma noto el manojo de tela que llevaba en la mano y preguntó a Sudama que había dentro de este. Sudama se sentía avergonzado de ofrecer este regalo el rey , pero el rey lo abrió y se sorprendió al ver que era su arroz favorito y lo empezaron a comer con las manos como hacían de pequeños. Sudama estaba contento de ver que el rey, su amigo estaba satisfecho con un regalo tan humilde, hablaron por horas y Sudama se quedó unos días en palacio, pero recordó que su familia lo estaría esperando pidió permiso y se fue, mientras regresaba en el carruaje real Sudama recordaba el propósito por el que visitó al rey, y porque Kristma ni siquiera me ha preguntado sobre porqué había ido a visitarlo necesidad, Sudama no podía creer que iba a regresar a casa con las manos vacías, cabizbajo se bajó cerca de su cabaña y al llegar a la misma exclamó preocupado,! dónde está mi pequeña casa y donde esta mi familia! Sushila abrió la puerta estaba vestida con ropa fina y asistida por criados, bienvenido mi señor dijo saludando a su marido con gran júbilo, el rey Kristma organizó todo esto en tu ausencia, y nos ha colmado de abundancia. Las piadosas pruebas de Sudama estaban terminadas sin embargo él se contentaba con llevar una vida sencilla dedicada a la meditación y la oración, la historia de Kristma y sus amigo Sudama nos enseña el significado de santosha o satisfacción, estas historias me contaba Punan mientras nuestra cabeza daba golpes continuamente con el ir y devenir del traqueteo del autobús en nuestro camino hacia Bombay .