Cuando fui a la embajada de Guinea Bissau recibí un trato al que no estaba acostumbrado. Entré en un pequeño despacho donde un hombre amabilísimo que hablaba portugués me dio la visa al instante. No debía tener muchas visitas pues se sentía realmente contento por mi presencia. Sobre la pared de su oficina tenía un cartel que decía: “No busco ser melhor do que os outros, busco apenas ser melhor do que era ontem”. Con la satisfacción de llegar a un país de habla portuguesa partí al día siguiente de Ziguinchor en un viejo Peugeot 504 con tres filas de asientos y siete plazas. Tuve que subirme en la parte trasera en donde parecía ir un poco más elevado junto otras seis personas que me acompañaban dentro del coche. No había transcurrido ni media hora cuando una radio comenzó a sonar en portugués. Habíamos llegado al puesto fronterizo de Sao Domingos punto de control entre Senegal y Guinea Bissau. Aquel paso tan tranquilo que me resultó incluso extraño. Nos bajamos del coche andando para hacer los trámites y fue una sensación agradable escuchar hablar a los guardias un idioma que me resultó muy cercano al oído. Escuchar portugués en un puesto fronterizo me hizo recordar aquellos días con Vera cuando estábamos en la ciudad de Río Branco de paso hacia Perú después de la dura travesía por el río Amazonas. Entonces estaba solo radiante de alegría y sin ningún percance había puesto mis pies en Guinea Bissau.
Al salir del edificio de aduanas me mandaron a lavar las manos en un bidón de agua para el control del Ébola y me dijeron que era un brote epidémico de un virus mortal que estaba afectando al país limítrofe de Guinea Conakri, los vecinos Sierra Leona y Liberia. Lo que llevaba escuchando todo el viaje por África entonces ya era cosa muy seria y me daba canguelo seguir hacia adelante. Ya de nuevo en el coche atravesaba una llanura costera baja, pantanosa y llena de manglares. Al mediodía la única pista de tierra que seguíamos era por lo menos transitable por lo que presagiaba llegar rápido a Guinea Bissau. En pocos días había vivido muchos cambios. Diez días atrás en Mali estaba viajando hacia Djenné por llanuras inundadas entre la confluencia de los ríos Níger y Banani. Luego por una sabana semidesértica y arbolada donde habitan los dogon en casas de barro y paja. En Senegal la sabana había desapareció de mi vista para dar paso a la ciudad portuaria de Ziguinchor con sus extensas marismas, meandros y palmeras todo en medio de una húmeda exuberancia tropical que se extendía hasta el comienzo de Guinea Bissau donde todo parecía convertirse en barro y manglares. Por el camino había grandes casas comunales rectangulares y redondas con techo de paja que caía hasta baja altura del suelo escondidas entre los arboles. Desde el coche no podía ver a mucha gente alrededor de ellas ni muchos niños afuera jugando. La densa vegetación parecía cubrirlo todo y era grande la soledad que allí se sentía. Aquellas aldeas parecían vivir en el olvido. Sin gente caminando por las carreteras ni coches a lo sumo nos encontramos con un hombre pedaleando una bicicleta cargada de sacos de paja. Había un ritmo sosegado como si el tiempo se hubiera detenido.
BISSAU
Atravesaba una larga y ancha avenida llena de trafico que se desplegaba a lo largo de la vía en llamativas sombrillas de colores que eran los puestos de venta que todo lo cubrían como una bóveda multicolor. Mucha gente permanecía quieta al pie de la carretera esperando el paso de algún taxi o furgoneta. Los edificios semiderruidos y otros a medio construir me dieron indicios de que la ciudad se encontraba aparentemente en una penosa situación.
Lo primero que hice tras llegar fue buscar alojamiento hasta que di con un hotel que me pareció un buen lugar. Tenía un pequeño restaurante y una bonita recepción con obras de escultura y tallas decorativas. Un lugar clásico, sencillo y acogedor con la cama, puertas, ventanas y mobiliario de madera donde transcurría la vida cotidiana sin mayores sobresaltos. En las viejas calles con edificaciones portuguesas se podía sentir esa atmosfera lúgubre. Resaltaba a la vista las carencias monetarias de un país que seguía sin levantar cabeza años después de ser devastado por una guerra civil en 1998 entre las fuerzas gubernamentales y los rebeldes. Me encontraba entre calles de barro donde se notaba cierta calma en el ambiente que no atesoraban sus países vecinos. Fue sentando en un bar que recordé a Boudry y su forma natural de adaptarse a los cambios, de vivir tranquilo ante lo imprevisto sintiendo que aunque no me acompañaba en aquel momento estaba dentro de mí en lo que me había enseñado sin saber. Por mi parte no encontraba lugar que no tuviera belleza y como un río cristalino mi vida se encaminaba hacia lo desconocido. En la barra del restaurante del hotel solía pasar rato tomando algo y charlando con el camarero. A él le gustaba conversar y estaba feliz que llegaran extranjeros al hotel pues no es muy frecuente en Bissau donde apenas llegaban unos pocos turistas en todo el año. En una de aquellas conversaciones me hablo del archipiélago de Bijagós y de una isla llamada Orango conocida por su riqueza biológica tortugas cocodrilos e hipopótamos de agua salada.
ARCHIPIELAGO DE BIJABOS
El archipiélago Bijagós está compuesto por dieciocho islas principales y docenas más pequeñas en el océano Atlántico muchas de ellas sin habitar. Yo buscaba información sobre cómo llegar a la isla de Orango una de las Islas de Bijagós situada a sesenta kilómetros de la costa de Guinea Bissau. Quería llegar hasta allí pero no sabía cómo. En el hotel pregunté a varias personas y una me dio un contacto para llegar. Tenía que coger un ferry que hacía la travesía de Bissau hasta Bubaque una vez por semana para luego salir en piragua desde allí hasta Orango.
FERRIE BUBAQUE- ORANGO
El viernes por la mañana salí a las oficinas del puerto de Consulmar a comprar el billete para Bubaque. La avenida 3 agosto pegada al puerto yacía como las escamas de un pez, con las fachadas rascadas y decrepitas. Diferente a Ziguinchor donde lo colonial expresaba viveza en Bissau la pobreza resaltaba a la vista aunque nunca desaparecía la gracia. Entrando por puertas y ventanas la luz del sol matutino hacía visible el polvo rojo de la tierra en una avenida que en sí tenia edificios estimables aunque no parecieran haber vivido allí ninguna época en esplendor. Apenas había gente caminando por entre la sombra de las antiguas casas y colgaba la ropa tendida de los balcones. Con las contraventanas de madera cerradas parecían viviendas deshabitadas. Un silencio perpetuaba mis pasos a través de aquellas calles pero aún así a mí me encandilaba aquella paz que sentía en Bissau. Entrando a puerto las barcas se hundían en el fango repletas de cajas, neveras, hierros y madera. Más bien parecía un cementerio de barcas anegadas en un arenal negro y arcilloso, como si nunca más fueran a salir de allí. Con asombro desde el embarcadero observé una mole de hierro oxidada que era el ferry esperando para partir. Muy difícil sería creer que la quilla de aquel barco no tuviera desperfectos y estuviera en condiciones para navegar.
A la entrada del barco un hombre se me acercó:
—¿Eres Carlos? –me dijo.
—Sí, soy yo – le conteste sorprendido
—Soy un amigo de Domingo. Aquí tienes el contacto para Orango. Te está esperando en Bubaque. Dijo el hombre.
Había pedido información a tantas personas que ya no recordaba quién era ese tal Domingo y me costaba imaginar que alguien pudiera estar esperando por mí. Sin embargo yo era el único extranjero y sería fácil de reconocer. En la nota que me habían dado había además de un teléfono la siguiente información: “Domingo Monteiro Irmao el más bello residente de Orango. «Mi hijo bonísimo Silva Monteiro” Me sentía pleno de estar de nuevo avanzando hacia lo desconocido. Una vez adentro de proa a popa del buque se apilaban las cajas unas encima de otras, bidones, sacos y todo tipo de mercancías. Por los suelos se acomodaba la gente, yo encontré lugar en la parte trasera de la cubierta que estaba cerrada donde apoye mi espaldas contra la chapa del barco.
BUBAQUE
El trayecto hasta Bubaque duró seis horas de las cuales no me moví de mi sitio. Fue un trayecto tranquilo Sentado en el casco del buque de carga no podía ver si el mar estaba picado y tampoco notaba la oscilación del barco. Amarramos en un pequeño embarcadero de pilotes de hierro y cemento sobre el agua lleno de gente que esperaba ansiosa la llegada del ferry que abrió su compuerta delantera y fue como salir de una lancha de desembarco» pues se agradecía esa bocanada de aire fresco y renovado». Cuando me bajé del barco un jovencito se me acercó. Yo pensé que venía a ofrecerme alojamiento pero era Silva Monteiro el hijo de Domingo. La piragua hacia Orango partía al día siguiente. Silva probablemente nunca había tenido contacto con un turista pero sin despegarse de mí me llevó a un hospedaje en el pueblo. Afuera de las viejas casas con techo de chapa los perros y los cerdos andaban sueltos y alrededor de los pórticos la gente se sentada en sillas de plástico. Una tienda hacia de supermercado donde había también una discoteca. De camino a mi alojamiento por entre senderos de barro la vegetación era muy tupida. Iba junto a Silva Monteiro observando el mar a mi costado alertado por las voces de los niños que me perseguían gritando: “¡Blanco, blanco, dinero!”. Al llegar no me esperaba un lugar para dormir tan bonito. En un jardín que tenía dispersas varias casas circulares de cubierta vegetal fue donde me hospedé. Había un puesto al aire libre de madera con techo de palmera secas, mesas y sillas donde había un cartel escrito con varios menús de pescado fresco. Aquel día me comí una barracuda y descansé de la travesía por mar. Fue a la mañana siguiente que volví a encontrarme con Silva para salir rumbo a Orango.
ORANGO
Nos registramos en una caseta marítima donde compramos los billetes y luego recibimos los chalecos salvavidas. Después ya sentados en la piragua esperamos hasta que el cupo se completo para zarpar. En total subimos unas cincuenta personas. Todo estaba en calma. Salimos aquel día a alta mar sobre el mediodía y tras varias horas de camino una tormenta se nos echó encima. Aquella travesía se volvió muy peligrosa con el mar traicionero. Entonces perdimos toda visibilidad y navegamos bajo un cielo agitado en medio del océano. El aire levantaba el toldo y la lluvia pegó tan fuerte que fue inundando la piragua. Los tripulantes sacaban el agua con calderos, tazas, botellas, también con las manos mientras nos balanceábamos de un lado a otro. Yo me puse a hacer lo mismo pensando que nos íbamos a hundir cubriéndome el cuerpo con el chubasquero. Miraba a los lados y veía a los niños tiritando de frío y no pude evitar pensar en las barcas repletas de migrantes africanos que atravesaban el océano con destino a Europa teniendo que vivir toda clase de penurias o en el peor de los casos fatales naufragios. Sentí por un momento la misma desolación donde asustado miré a Silva que estaba al lado mío, y le dije:
—Comienza a hacer frío y el volumen de agua ya me esta subiendo por los pies.
—No te preocupes, no pasa nada es algo normal –dijo Silva hablando por primera vez– En cayucos como éste llegan a Canarias, España.
—No imaginaba que salieran desde aquí tan lejos. ¿Cuál es el motivo? –le pregunté.
—Grandes flotas extrajeras de la Unión Europea, Asia e industriales africanas llegan aquí con acuerdos de licencia para pescar. Legal e ilegalmente nuestros mares están sobreexplotados –contestó Silva.
—Desde luego que es duro todo esto ¿Cómo es que salen a jugarse la vida en alta mar? –le dije.
—La pesca artesanal que es nuestra fuente de vida y la de millones de africanos se agota. Los guineanos nos morimos de hambre mientras vemos como los armadores-arrastreros de todo el mundo se llevan nuestros peces» A donde vamos a ir.» Aquí no hay medios de vigilancia ni ley que valga, Imperan los chantajes, las mafias, las redes de inmigración clandestinas y el tráfico internacional de drogas con cargamentos de cocaína procedentes de América Latina cuyo destino es Europa. Nadie controla estos mares. Estamos fuera de la ley. Los propios gobiernos y estados africanos son los culpables de todo eso. Vivimos aquí un narco estado.
En el peor momento cuando sentí que cualquier cosa podía pasar divisé la isla de Uno donde hicimos una parada técnica para dejar mercancía. Sentí el alivio de los marineros cuando ven a lo lejos tierra firme. Además el saber que estábamos allí me tranquilizó pues la isla no se encontraba lejos de Orango. Tras zarpar no tardamos en divisar de nuevo tierra firme. Paulatinamente iba creciendo una extensa playa que se extendía virgen a lo largo de toda la selvática y solitaria isla. Nos bajamos de la piragua sin fondear en la arena puesto que había que caminar por el agua unos cientos de metros hasta llegar a la playa. Todos íbamos descalzos con las mercancías sobre la cabeza. Me sentía como aquellos exploradores portugueses que habían llegado siglos atrás. Silva Monteiro y yo habíamos arribado a la isla de Orango.
TABANCA ETIGOGA
No había coches ni motos ni carreteras ni ningún vehículo que circulase salvo una moto de carga que se utiliza para transportar los víveres y la mercancía hasta Tabanca Eticoga en el poblado central de la isla. Ante mí altas palmeras y troncos que parecían los restos de un naufragio cubrían la arena dorada que era la entrada a un bosque silencioso. Desde la playa entré caminando siguiendo los pasos de Silva a través de un pequeño sendero y solo veía tonos verdes intensos. Una especie de bruma al atardecer empezaba a sentir por los brazos entre la espesura. En el camino encontramos un campo de balompié. Silva Monteiro se detuvo y saludó a sus amigos que ya saltaban al terreno de juego vistiendo de pantalón corto y camisetas de algún equipo de futbol. Silva y yo nos quedamos un rato mirando como jugaban pues no había más gente allí que nosotros y tres o cuatro espectadores. Aquel partido no era el más interesante pero el ambiente era propio de un juego de colegio, aunque los chicos se lo tomaban muy en serio.
Silva era un hombre de pocas palabras pero cuando hablaba en portugués podía entenderle un poco:
—¿Con que equipo vas? –me dijo él.
—Con los de camiseta azul –contesté yo.
Silva se dio la vuelta y seguimos camino a la Tabanca Eticoga. Yo miraba el suelo con miedo a encontrarme con alguna serpiente pues Silva me dijo que tuviera cuidado pues había muchas y muy venenosas en la isla, por ese motivo y la lejanía me acordé de Australia donde me encontré con la taipán y todo era peligroso. A medida que avanzábamos Orango parecía mudar su piel como la de una serpiente más, del mar a la arena, de la arena a la frondosidad, de ahí a los entresijos de un pueblo que me seducía por su misterio. Fue así que paulatinamente entramos a medida que iban apareciendo pequeñas aldeas de chozas dispersas entre los cantos melodiosos de los pájaros. Allí había mucho movimiento de gente que parecía celebrar algo y cuando nos cruzábamos con alguien siempre decían “buenos días” pues les encantaba saludarse. En los porches de las casas que eran chozas de barro, las mujeres hacían esterillas y redes, los ancianos se sentaban en el bordillo que rodeaba la vivienda a la sombra mientras los hombres bebían vino de palma. Llegamos así a la casa de Domingo Monteiro que vivía con su mujer y dos hijas que estaban cocinando afuera en unas ollas al lado de un pequeño huerto donde cultivaban patatas y verduras. Yo había llegado a aquel lugar con Silva por propia voluntad de Domingo un hombre del cual no conocía nada y me había recibido con cordialidad. Nada más llegar nos dio cobijo a los dos en un cuarto que tenía libre y nos sirvió un plato de arroz con pescado.
REINA OKIMKAPAMPA
Al lado de la casa de Domingo había una cabaña que era un museo, pero nadie podía entrar sin el permiso del protector un líder de la comunidad que lo guardaba asistido por el consejo de anciano. Sólo él tenía la llave de la puerta de entrada y fui a buscarlo. Lo encontré sentado a la puerta de su casa. Calzaba sandalias y llevaba una manta amarilla cruzada sobre el hombro. En su mano derecha sujetaba una lanza en pico de madera de pesca y en la izquierda un bolso de mimbre. Al lado había mujeres sentadas vestidas con sayo tradicional, faldas de paja, camisas de tirantes y trenzas en el pelo. Aparecían muchachas que se quitaban a mis ojos inocentemente sus camisetas con toda naturalidad. Otras llegaban con los pechos totalmente al descubierto. La desnudez era tolerada en su cultura como algo lo natural. Los cuerpos trascendían lo mundano elevándose a algo divino y tan transparente como la propia luz del sol. Poco a poco me fui acostumbrando hasta que finalmente terminó convirtiéndose en algo natural para mí. El hombre anciano se levantó para enseñarme el museo. Caminaba renqueante hacia la cabaña y allí adelante en un espacio abierto se detuvo antes de abrir la puerta haciendo un gran esfuerzo por explicarse:
—Durante muchos años los Bigajos nos resistimos al intento de colonización de los portugueses. Okinka Pampa Kanyimpa una sacerdotisa reina perteneciente a los Oraga uno de los cuatro linajes de la isla gobernó su dinastía resistiéndose a los colonizadores que llegaron al archipiélago reclamando nuestras tierras a principios siglo XX. Con su fuerza y perseverancia abolió la esclavitud y las mujeres siguieron gozando de sus privilegios, fueron reunificadas las tribus y se pactó la paz.
Entonces abrió la puerta y ahí estaban enterradas las tumbas de familiares y reyes que se fueron sucediendo sepultadas en el suelo de barro con una cruz de madera encima. Lo que me llamó la atención al ver aquellas cruces fueron unos nombres que tenían grabados: Bancanhapan, Okincapanmpa, Anne, Iandagha, Okincaganga, Ocwamia, Ocodokia y Paposseco.
—¿Quiénes son? –pregunté al anciano.
—Los espíritus de los antepasados, solo las sacerdotisas (okinkas o baladeras) saben hablar con ellos. Son ellas las encargadas de elegir a la reina y decidir la herencia de los jefes a través de la línea matrilineal.
—Entonces el nombre del clan se hereda de madres a hijas e hijos, ¿no es cierto? –le dije.
El anciano afirmó con la cabeza dándome a entender que todo funcionaba tal como le dije. En unas horas pude evidenciar que en las islas Bigajos permanecían anclados en sus tradiciones animistas y la mujer seguía ocupando un lugar importante en una sociedad matriarcal. Abandoné el sagrado lugar y no dejaba de sentir que a pesar de la cercanía al océano sentía mis pasos muy alejados del mismo como si en vez de haber llegado en piragua a una isla atravesando una tormenta en el mar lo hubiera hecho andando tras varios días de jornada por la selva. Orango daba la sensación de ser un mundo perdido. Regresé a la casa y me encontré de nuevo con Silva y Domingo. Entonces Domingo sacón en una garrafa un poco de vino y me dio a probar.
—-¿Y qué te parece que las mujeres tengan mayor peso y poder que los hombres? –le pregunté a Domingo
—Ellas organizan todo mejor gestionando el bienestar de la casa y la economía.
—¿Y qué hacéis los hombres? -El trabajo duro de campo: labrar la tierra, cazar y pescar.
FIESTA EN ORANGO
El domingo en Orango se celebraba una gran fiesta y yo salí solo a andar sin alejarme mucho de la Tabanca. Andaba de arriba a abajo en plena libertad y nadie me decía nada. Podía caminar por la isla y el único temor era encontrarme con una serpiente. Todos bailaban en la Tabanca y las mujeres se abrazaban entre ellas para que yo les sacara fotos pues les encantaba mirarse en la cámara. Los festejos me confirmaban que estaban de fiesta en medio de juegos y tradiciones. Un hombre caminaba a hurtadillas y lanzo la red a otro que estaba tirado en el suelo y fingía ser la presa. Se divertían riéndose a carcajadas cuando estaba enredado el hombre como un pez y corrieron los amigos hacia él para atraparle tirándose todos encima de su cuerpo. Al atardecer llegó la entrega de los trofeos del torneo de fútbol donde se realizó una colecta para la hospitalización de un niño del pueblo. Resultaba difícil para mí entender aquel sistema de comunidad como modelos de sociedad unidos que gestionan sus propios recursos, poblaciones pacíficas con un patrón familiar claro. En la noche los jovencitos salían a coquetear con las chicas, las velas daban luz a las casas, las luciérnagas iluminaban el prado. Silva salió a celebrar con sus amigos y me dijo que iba a bailar a una discoteca. Yo me eché en la cama a dormir.