ATENAS
Solo las calles podían enseñarme su glorioso pasado. Cuando comenzaba el día por la mañana me compraba algún fruto seco que vendían a granel, como tentempié y yogurt. Después caminaba mirando a los griegos con curiosidad con ese andar suelto y avivado propio de una ciudad donde la vida se desarrolla en la calle, al aire libre. Con las aceras abarrotadas de mesas en donde se sentaban a comer y beber. Podía uno comprar lotería en la calle. Aparecían en las esquinas los carritos donde vendían maíz, castañas asadas. Siempre abiertos a todas horas estaban los puestos callejeros ambulantes de Koulouri, un pan circular con semillas de sésamo, crujiente y tierno. Había visto a los griegos como gente despreocupada y vital. Me preguntaba que quedaba de la Grecia Eterna, cuna de la civilización occidental.
Después entrando en la zona más antigua que se extiende desde Monastiraki hasta las adoquinadas calles de Plaka abundaban animados mercadillos en donde se podía regatear.
ACROPOLIS ATENAS
llamaba la atención era contemplar a los pies de la colina, sobre un muro rocosa la ciudad alta» la Acrópolis de Atenas». El mismo camino me conducía a Anafiotika, encaramadas sus bajas casas en la falda de la ladera, lo que era un agradable paseo entre los árboles que se enredaban por las paredes blancas y marcos de ventanas azules y verdes. Con sus grandes macetas afuera cubiertas de flores abiertas de bracta rosas y purpuras.
Luego ascendí siguiendo el camino hasta llegar al Acrópolis. Después de visitar el Partenón como un templo glorioso, robusto y proporcionado en todas sus columnas, donde el hombre puso su mano para crear la morada de los dioses, me detuve frente la fachada sur del templo de erecteíon con la tribuna de las cariátides. Donde Atenea gano la disputa por la ciudad contra Poseidón al hacer brotar un olivo que dejo pequeña a la fuente creada por el dios del mar con su tridente.
Sobre una roca en el monte sagrado me senté a contemplar la ciudad. La vista desde lo alto fue sobrecogedora, no daba abarcar el final con la mirada al fondo. Un sinfín de casas y bloques sobresalían entre anfiteatros, museos y ruinas en lo que era un acelerado crecimiento en la antigua ciudad de los Dioses. Al horizonte asoma la cabeza como un pájaro de color verde entre la urbe el monte licabeto con sus colinas cubiertas de pinos y cipreses. Aquel brote de verdor entre piedras marchitas y la mirada de amor que salía de mis ojos desde la acrópolis detuvo el tiempo para mí por un pequeño instante.
Pero de vuelta a las calles con los Atenienses me daba cuenta que en ciertos aspectos se parecían a los españoles. A un lado de una mesa se peleaban entre dos hombres para pagar la cuenta hablando entre ellos a gritos. No pareciera que el país llevaba años viviendo una profunda crisis económica. Todas las aceras estaban abarrotadas de mesas en los cafés y los restaurantes a rebosar de gente que parecía gastar el dinero en el bar con gusto, aunque la realidad fuera otra cosa. Lo mismo que en España se salía a cenar tarde. El desorden se notaba en cada barrio animado por las voces de los chiquillos que jugaban por las aceras. En el fondo algo parecido a como yo me había criado.
Al salir de la estación de metro, autobuses el Pireo unos kilómetros a las afueras del centro en el puerto principal de khantaros donde salía mi ferri hacia Santorini, cambiaba de viajar por tierra al mar. Poco o nada me había detenido a conocer los alrededores. Sobre las aguas desaparecía la bahía, el humo de los grandes barcos, las gigantes grúas de hierro de carga y descarga. Vino entonces a mí un ligero cosquilleo en la cara que aumentaba con cada bocanada de aire fresco que recogía de la brisa marina.
SANTORINI
Según me acercaba a Santorini contemplaba su forma de media luna afilada y cortante. Cuando desembarqué en su puerto Athinios, una elevada y vertiginosa pared vertical se hecho sobre mí. De pronto, un rayo de sol entró en la isla dando claridad a las blancas paredes de las casas que se encaramaban unas contra otras en el mismo borde de la pared con las rocas y cantos vivos cortando el viento. Sobre el acantilado asomaban pintorescos pueblos tan blancos como la túnica de afrodita «la Diosa griega».
FIRA
Como apenas llegaban turistas por aquellos días de invierno y la mayoría de comercios permanecían cerrados me hospedé en la localidad de Fira, capital de Santorini. El centro neurálgico donde se encontraban los servicios principales.
Me encontré a mi llegada un pequeño pueblo con las tonalidades características del Mediterráneo, de fachadas blancas, marcos de ventanas, rejas y puertas azules. Pasaba el tiempo tranquilo paseando por las callejuelas entre los acantilados, deseoso de encontrarme con alguien para detenerme a charlar un rato. En temporada baja las horas pasan más despacio. Es hasta misterioso que a uno le guste vivir así. Las noches eran silenciosas entre el suave sonido de la brisa y el ligero batir del mar.
Para moverme entre pueblo y pueblo por dentro de la isla utilizaba el trasporte público que pasaba cada media hora, una hora. Como costumbre me acercaba hasta el pueblo de Oía, diez kilómetros al norte de Fira para ver el atardecer. Era un viaje por carretera por el interior de la isla equidistante a la ruta. Pegado a los acantilados del mar había un sendero que unía ambos pueblos y aunque se podía hacer fácilmente ese camino lo hacía por comodidad en bus. Santorini no era como esas idílicas islas tropicales de arena blanca en las que crecen frondosas, las palmeras y cocoteros, en un edén verde y natural. Un terreno árido, rocoso y abrupto la circunda. Sus playas de piedra y arena negra no eran playas de mi gusto con ese indecoro que el mar para mi hacía más bello. Pero estaba allí sintiendo el fuerte viento en el extremo noroeste de la isla cuando llegue a Oía.
OÍA
Al igual que Fira sus casas estaban aferradas al resto de la isla por el istmo de la pared. Todas las casas pintadas de cal blanca como máximo de una altura de dos plantas construidas con mucho decoro y oficio. En la tarde temprano, la gente permanecía escondida en sus viviendas tal vez para no moverse mucho por sus cuestas empinadas. Sobre la ladera bajando por unas escalinatas me sentaba en un muro mirando al mar y observaba las casas de planta cuadrangular con paredes encaladas, las iglesias ortodoxas de cúpula redonda pintadas de azul, los molinos de viento cilíndricos con techo cónico y aspas de madera. Todo en sí producía una estampa de postal. Era también interesante ver cómo utilizaban al burro como medio de acarreo. Yo permanecía quieto sentado sobre un muro sin dejar de mirar cómo aquellos animales movían personas y cargas pesadas por las escalonadas pendientes de los acantilados.
Mirando al horizonte asomaban como hijos caprichosos los islotes Therasia y Aspronisi en la periferia, las dos islas Kameni en el centro haciendo con su presencia sombra al sol. Para que brillaran sus calderas en los intensos atardeceres de Oía. El cielo, el mar, las rocas, la lluvia sin aparecer, nadie más.