NIZA
Diría que era una mañana liviana cuando dejé el vehículo y entré a pie en una gran plaza peatonal donde pasaba el tranvía. Sobre el costado de la vía faroles y altos postes se levantaban con estatuas de hombres arrodillados que representaban los 7 continentes, la comunicación en sí. Todo eso me hacía pensar que Niza era una ciudad multicultural que recibía mucha población extranjera. Luego me senté en un banco al lado de los cafés y restaurantes junto a las arcadas, y me quedé un rato allí observando con la mochila sobre mis pies. En la tranquila plaza Massena de Niza con sus fachadas rojas y anaranjadas, sus postigos verdes y azules con sus arcos de piedra. Recuerdo la tranquilidad con la que caminaba por la ciudad de porte elegante sobre baldosas ajedrezadas hacia el casco viejo donde fije mi mirada a la Fontaine de Soleil con la estatua de Apolo como dios de la luz y el sol. Luego seguí transitando a lo largo de toda una avenida arbolada que se abría por el medio de los edificios entre la urbe. Era un parque con jardines y fuentes lleno de pinos sombríos y cipreses provenzales donde paseaban las familias y jugaban los niños descalzos con los chorros rociadores de agua que salían del suelo porcelánico creando una gigante lamina de espejo. Donde también pataleaban entre los charcos dejándose pulverizar por una nube de aguacero.
En aquel punto gire por entre las vías peatonales del casco viejo en busca de la dirección de mi alojamiento que estaba a la vuelta de la esquina del mercado. Resaltaban entre los árboles los toldos a rayas de los tenderetes que contrastaban con coloridas casas de grandes balcones y contraventanas abiertas que sobresalían por entre los estrechos corredores. Me topé con un mercadillo típico del mediterráneo, bien ordenado donde todos los puestos se alinean en un mismo orden, con las tablas donde colocaban las frutas relucientes y verduras bien almacenadas.
El clima era agradable a mediados de noviembre cuando salí a dar un paseo por la promanada de Anglais, el malecón. La gente vestía elegante: zapatos de cuero, pantalón barquero, camisas de manga larga y suéter amarrado al cuello. Sin mucho gentío, andaban en bici, patinaban o mismamente se bronceaban al sol. Fue un paseo agradable a lo largo de la playa hasta llegar a las escaleras que suben a la colina del castillo que separa la ciudad del puerto. Al mediodía, desde lo alto podía ver la panorámica de la ciudad, el mar azulado intenso del mediterráneo con aquella luz clara brillante del agua. A un lado de la calle los restaurantes exhibían su cocina de alta calidad con pescados y mariscos, con sus manteles en las mesas de mucho color, la arquitectura belle-époque de sus edificios con sus coronas de hierro forjado, las grandes cúpulas con techos de cristal, sus fachadas con figuras esculpidas. Todo lo que podía captar que luego confluía en una bonita plaza, jardín o parque. Niza con su clima cálido, ambiente tranquilo y elegancia iba serenando mis pasos poco a poco con su propia luz.
A la mañana siguiente bien temprano cogí un bus de línea que recorría la corniche del litoral de la rivera francesa hacia el principado. Durante el trayecto iba bordeando la costa con sus casas sobre un relieve accidentado. Desde la ventana del bus veía los veleros que iban y venían mientras el mar reverberaba cristalino y el sol iluminaba las colinas con las olas batiendo, sobre las rocas.
MONACO
Me bajé antes de llegar a la estación central y me sentí un poco desorientado al encontrarme caminando casi al instante calles en desnivel con pendientes muy pronunciadas. Me di cuenta pronto que Mónaco no era una ciudad apropiada para mí.
Cuando llegué a Port Hercule todo se difuminaba ante la ostentación que allí se mostraba. Además, era un lugar refinado donde era difícil entablar amistades, pues el lujo era la puerta de acceso para la vida social. Las mujeres llevaban pantalones, vestidos de hilo blanco, sombreros de ala ancha. Me acostumbré a ver coches lujosos y yates.
Dirigiéndome hacia el norte hacia el distrito Montecarlo donde se ubica su icónica plaza me senté a tomar un agua tónica en el café de parís, a un costado de la puerta de entrada del famoso casino y la ópera. Al otro lado el mítico tenía el hotel de parí. Era una suntuosidad a mi alrededor que definitivamente no comulgaba conmigo. Fachadas imperiales y personas sentadas en la mesa de al lado mío tomando un café con traje de frac y pajarita en un recato al que yo no estaba acostumbrado.
Caída la tarde regresé a Niza. Me fui directo al hostel para programar mi siguiente destino.