Catorce distritos conforman el extrarradio de Manila, la capital. Al llegar, me dirigí en taxi a Malate, un barrio de bajo presupuesto con mucha vida nocturna; luces de neón, bares y prostíbulos de toda índole. Fue paradójico, pues a mi llegada me pregunté qué podía tener de interesante ese lugar, ya que solo veía niños mendigando en las calles, viviendo en cajas de cartón, y que se agolpaban en los cristales de los restaurantes mientras yo comía. Me fue muy difícil digerir todo aquello en mi primer contacto. Era una ciudad llena de contrastes; ruidosa, congestionada y sucia, que vivía en una pobreza desbordada. Sin embargo, armado de valentía visité algunos barrios marginales, aunque debo reconocer que lo que vieron mis ojos sobrepasó mis expectativas. La imagen de paraíso que tenía de aquel país se diluyó entre sudor y lágrimas. Pensé en esos momentos que ningún ser humano merece vivir en aquellas condiciones. Aun así, la intuición me decía que, en alguna de sus islas, lejos de la turbia ciudad, encontraría el paraíso que anhelaba.
De todas maneras, visité la parte colonial intramuros, el distrito amurallado de la ciudad, que era el centro original de comercio, educación y gobierno de las Filipinas españolas. Los cocheros tiraban de las calesas mientras yo caminaba por las calles adoquinadas evocando el pasado colonial. Allí, en la prisión museo, ubicada en el Fuerte Santiago, estuvo encerrado hasta su muerte uno de los líderes de la revolución contra los españoles, José Rizal. Después de conocer el distrito central de negocios, con sus centros comerciales y rascacielos, y ver con mayor claridad tanto la riqueza como la pobreza extrema, en una ciudad de contrastes, saqué un boleto de avión hacia Puerto Princesa, en la isla de Palawan