En uno de mis paseos, me detuve ante la puerta de una casa para ver una pelea de gallos. El dueño del gallo, un chico, me dijo que lo estaba entrenando para un torneo y me invitó a seguir para verlo. Sentía curiosidad. Los filipinos eran apasionados por las peleas de gallos, les gustaba el juego y las apuestas. Ganar un gran torneo representaba un orgullo para la familia, pues las cadenas de televisión trasmitían los eventos y el ganador se embolsaba grandes sumas de dinero. Para la riña, los gallos se someten a un duro entrenamiento. Cuando están en buenas condiciones para pelear son llevados al coliseo donde incluso tienen técnicos con botiquines médicos para su recuperación. El ruedo de arena estaba cerrado por una urna de cristal y los combates eran de vida o muerte. En las patas de los gallos se ponían unas espuelas afiladas en forma de garra que hacían de filo mortífero, y el ganador de cada combate se llevaba el gallo perdedor como trofeo. Cuando salían a combatir se montaba un jaleo ensordecedor entre los asistentes. Proliferaban las apuestas de boca en boca. El espectáculo encendía el ánimo de todos. Movían las manos y los dedos con gestos y señales para apostar en la distancia como locos poseídos. Muchos tiraban el dinero enrollado hacia la arena y gritaban enfurecidos y frenéticos, animando a su gallo favorito, detrás de los cristales.
Llegó la hora del combate. El gallo de mi amigo salió victorioso y consiguió pasar a la siguiente ronda. Nos retiramos tras ver un par de combates más y regresamos a casa con el gallo perdedor, el cual cenamos. Celebramos la llegada de un amigo marinero, comiendo mariscos y bebiendo ron. Lo ganado se gastaba festejando. En la noche, el chico me brindó un combate nocturno de entrenamiento. Suplantó las espuelas afiladas por espolones artificiales de goma y sacó dos de sus gallos de pelea de las jaulas. Al terminar el enfrentamiento los roció con agua para aliviar el calor y los metió en sus respectivas jaulas de nuevo, para dormir. Celebramos la victoria en familia. De nuevo el contacto con las alegrías simples me produjo una mayor plenitud. A diferencia de la ciudad, allí encontraba un estado de sosiego mucho más permanente.