De Malapascua fuimos hacia Bantayan, otra isla más al norte. En cuanto llegamos al embarcadero, los habitantes se nos acercaron para ofrecer alojamiento, pero seguimos caminando por la carretera y en unos minutos llegamos al centro del pueblo. Luego, cuando el sol pegaba fuerte, al mediodía, fuimos a la playa. No había mejor tentempié que darse un buen chapuzón. Por las tardes paseaba por el pueblo y siempre me detenía a comprar un helado en una tienda de artesanías. De pronto fui haciendo amistad con la chica empleada. Todos los días solía detenerme a charlar un rato con ella mientras comía mi helado. Entonces, en medio de aquella tranquilidad surgió el encanto. Llegaba envuelto en palabras dulcísimas, como el dulce sabor a mango de los helados. Veía el iris de su mirada, que desprendía bondad y ternura. Era tímida pero su sencillez la hacía hermosa. Su nombre era Marta.
Las conversaciones se fueron prolongando, y así, sin más, comenzamos a salir juntos. Ella me invitó a su casa, un poco avergonzada, diciendo que tenía una maravillosa familia, pero que eran muy pobres. La primera vez que fui a conocerlos hacia una tarde soleada, como siempre. Las palmeras se acunaban en el verdor de los campos y las calles eran estrechos senderos de arena. Entre padres, hijos y nietos, eran nueve personas, vivían en primera línea de playa, en una pequeña choza de bambú. Los Espinosa eran una humilde, amorosa, buena y honrada familia filipina. Me estremecí al ver el paraíso donde vivían. Era apenas una pequeña palapa construida con cuatro ramas donde se respiraba el aire de la unidad y el amor. Todo era austero, sencillo. De una de las estancias salió el papá de Marta y me dio un fuerte apretón de manos. Yo le dije sincero y honesto que era un placer conocerlo, y así fui uniéndome a la dinámica de la familia Espinosa. El papá trabajaba como conductor de su rickshaw, y estaba ahorrando dinero para colocarle un toldo para la lluvia. De pronto conocí a dos de los hermanos pequeños de Marta que me cogieron por la camisa y me arrastraron a la playa, ahí nos tiramos de cabeza al mar. Daba gusto bañarse en esas aguas de agradable temperatura. Me sentía en el cielo, como un niño más.
Fueron pasando los días. Cuando Marta salía del trabajo, ya en la noche, yo la acercaba hasta su casa con mi moto de alquiler, su padre la esperaba despierto, él siempre salía a recibirnos. Fui ganándome su confianza, después de un par de días ya podía llegar unas horas más tarde a casa con ella. Así empezamos a conocernos.
La hermana pequeña de Marta, María, se graduaba del colegio. Todos estaban impacientes. Yo estaba allí, invitado como uno más de la familia, aquel día de celebración tan importante para la niña, observando cómo se pintaba y se ponía tacones como una mujer. Todas las jovencitas lo hacían en el paso a la Secundaria.
Llevé a Marta y a su hijo en el triciclo del padre. Yo pedaleaba y todo el pueblo me miraba con asombro, saludando al nuevo taxista. Al llegar a la escuela todo estaba decorado con cintas y globos y cada familia desfilaba con su hija hasta la palestra donde recibía el diploma. María estaba muy contenta, recibió su título de graduación. Luego regresamos a casa. Su papá celebró matando un pollo y haciendo una comida especial para todos.
La nota de la chica del bus había sido una premonición de todas aquellas conmovedoras experiencias. La vida naturalmente me había llevado a ese lugar para compartir en paz. Así como recibí la nota encontré un mensaje en todo lo que veía. Desde aquel momento supe que jamás jugaría con Marta ni con su familia. Tuve una conversación en la noche con Babajicarlos. Los dos estuvimos de acuerdo en que aquella relación no era un juego. No podía enamorarla, involucrarme con su familia y luego marcharme. Sería mejor irme sin más. Y así lo hice.
Babajicarlos y yo hicimos una gran amistad compartiendo el viaje durante dos meses, pero nos despedimos en Bantayan, pues su plan era regresar a la India, pero yo no quería hacerlo. Habíamos vivido una experiencia maravillosa. En mi mente estaba regresar a Palawan como retiro, algún día. Por ahora mi destino era ser viajero. Partí melancólico de las Filipinas, con el sinsabor que produce la separación. Babajicarlos se quedaría un tiempo más. Nos dimos un largo y afectuoso abrazo. Luego me dijo unas sencillas palabras que nunca olvidaré: —Hasta pronto, Piyuni, pequeño diablo de los mares.