Aquella pequeña isla tenía un gran encanto. Todas las mañanas nos levantábamos a hacer esnórquel con tortugas marinas, tan cercanas y numerosas que podía tocar sus caparazones y observarlas tranquilamente. ¡No me lo podía creer! Todas las noches me dormía pensando en que a la mañana siguiente me despertaría para volver a nadar con tortugas. Cuando tocaba, buceando a pulmón, el caparazón arqueado de aquellos gigantes recordaba las palabras de la niña cristiana: ¡Cuán bello es el mundo y cuan bello y bueno es Dios! Era como un niño enamorado de los seres marinos, siguiendo su estela, hasta que se iba mi respiración, todo lo pequeño e insignificante que estaba viviendo en cada una de estas islas era un regalo de Dios. Sentía que mi hogar era el mundo, y descubrí que me había lanzado a él como las tortugas, guiado por el magnetismo de la tierra y emprendiendo un largo viaje. Aquel día nublado, cuando se llenó la bangka con siete pasajeros, salimos de Apo Island hacia Dumaguete.
En el corto trayecto hacia tierra comenzamos a balancearnos de un lado a otro bruscamente; hacía mal tiempo y las olas golpeaban pasando por encima de la embarcación. No teníamos chaleco salvavidas y nos pusimos algo nerviosos. La barca se levantaba con la tormenta sobre un lado, y uno de los dos chicos que manejaba se lanzó al agua y apoyo su cuerpo sobre los palos para hacer contrapeso. Navegábamos esperando no ser castigados por la furia de los mares, y cuando salió el sol de nuevo sonreímos felizmente. Por fin en tierra, tomamos el autobús a mediodía para cruzar en un ferri-trasbordador hasta la isla de Cebu.
No hay nada más placentero que salir a estirar los pies un rato en un largo viaje, con las manos apoyadas en la barandilla del barco, sintiendo la brisa del mar y observando el ajetreo arriba y abajo mientras te bebes un refresco y te comes unos noodels instantáneos. Las ganas de llegar a puerto para volver a subir al bus y continuar el camino son el aliciente. Aún nos quedaba un largo trecho hasta arribar al embarcadero de Maya, en el punto norte de la isla. Cuando llegamos, ya al atardecer, estaba cerrado. Pasamos la noche ahí, recostados sobre una lona de arena. Éramos dos almas ávidas y errantes, no nos importaba lo que pasara. No podía haber contratiempos ni obstáculos porque estábamos felices. Amaneció y comenzó a llegar gente al embarcadero, de inmediato cogimos la bangka hacia la isla de Malapascua.
Malapascua
Pequeños resorts de playa se mezclaban con los tradicionales hogares isleños y sus aldeas. Este lugar era óptimo para submarinismo y el avistamiento de tiburones. Se podía recorrer a pie en el día y no había carreteras ni coches. Los fines de semana el pueblo se reunía para bailar en la cancha de baloncesto. Mientras la música y los altavoces sonaban, intentaba comprender cómo lograban los isleños siempre vivir el presente y ser optimistas ante la vida. Al verlos así risueños y siempre superando las adversidades me hacía pensar que mirar abajo no te hace más feliz, pero si más agradecido. Mientras las horas se me iban entre cocoteros y fondos marinos, observando aquel crisol de vida, pensaba en cómo se veían de diferentes las cosas al otro lado del mundo. Allí si una casa se caía por la tempestad, fácilmente se levantaba otra en medio de la alegría.