Los ferris siempre eran diferentes y como no sabía de cronogramas me subía en el primero que desembarcara. Siempre era una sorpresa. Tomé uno cómodo y espacioso, Supercat, desde Cebú a Tagbilaran, capital de la provincia de la isla de Bohol. En las pantallas de televisión pasaban el Padre Nuestro en filipino y luego ponían una película. Luego me trasladé a otra más pequeña, llamada Panglao, dentro de la misma provincia, cuyo acceso era por un puente que conectaba ambos lugares. Alquilé un bungaló económico cerca de la playa. Me quedé prendido. Todas las islas e islotes circundantes, que iba conociendo a lo largo de mi viaje por el país, aún estaban casi vírgenes, poco trilladas y explotadas por el turismo.
Aquello comenzó a capturar mi corazón. Aunque la comida, la infraestructura de transporte, el desarrollo, la tecnología y la salud eran mucho peores que en Tailandia, el ambiente rural y familiar y el acercamiento cultural hacían que me sintiera más cercano a Filipinas. Era el país más latino de Asia. Su huella de herencia española empezaba a enamorarme. Escuchar palabras familiares, como tenedor, mesa, cuchillo, me hacían sentir como en casa. Josey y Nadia, dos jovencitas menores de edad, trabajaban en el hotel. En las mañanas, cuando me daba por cantar, les encantaba oírme y me respondían de la misma manera. Hacíamos un juego en la distancia, y siempre sonaba un la, la, la mientras limpiaban las habitaciones, barrían el suelo y hacían sus quehaceres.
Cuando tenían su descanso, las podía ver cuchicheando frente a mi bungaló, dejándose asomar tímidamente y volviendo a cantar un la, la, la. Cuando me acerqué a la playa, las palmeras, inclinadas sobre la arena, dibujaban sus siluetas. Las aguas verdes esmeraldas y azul turquesa invitaban a permanecer allí, simplemente contemplando el cielo, el movimiento pausado del mar. Los pescadores salían en sus casas y vendía su pesca a los restaurantes, chiringuitos y puestos de comida, que abundaban. Al atardecer los pescados y mariscos se colocaban a la vista sobre las mesas en los restaurantes y los preparaban a la parrilla. Podía ver aquel lugar con un vasto potencial turístico, me sentía afortunado de conocerlo así, todavía con su pureza local, entregando los dulces aromas de las frutas. Mientras escuchaba el fuerte viento que soplaba desde el oeste, me detenía a hablar con aquellas afables mujeres que trabajaban en los bares y se acordaban de mi nombre.
Me sentía de todas partes. Adonde iba me preguntaban de dónde venía y hacia dónde iba, y yo contestaba que Filipinas era entonces mi nuevo hogar. Aunque las distancias resultaban largas y tediosas, cuando pisaba las playas notaba que el tiempo y el cansancio no importaban. Cualquier lugar era un regalo para mí. Cada mañana hacía un viaje sin importar el rumbo y encontraba un nuevo lugar en el que las palmeras suplantaban a los edificios y la arena, a las aceras. La gente del pueblo y su amabilidad, siempre dispuestos ayudar, contrastaba con el ambiente viciado de Manila y Bangkok. Sentía de nuevo la pureza de la vida y mi parte más carnal y sutil perdía fuerza para conquistar un terreno más real.
Palabras que escuchaba, las que subían del fondo del mar y se transformaban en olas. Palabras en cresta de gallo, arrozales de palabras, tormentas e iglesias, casas de bambú, techos de paja, fruta, tantas y tantas palabras que germinaban como una nueva raíz y me acompañaban. Y sin embargo todo estaba en silencio. Cuando llegaba la noche abría la puerta de mi bungaló y dejaba que entrara la brisa. Mi espacio se limitaba a una cama y a un baño. Era sencillo y suficiente, recibía todos los influjos del universo. Cuando miraba por la ventana lo veía así. El agua era cálida y acariciaba mi felicidad.