Lalibela
La llegada a Lalibela fue apoteósica pues las personas dentro del bus emitían sonidos tribales y rugían las gargantas al unísono como en un grito de guerra que celebraba la llegada. El clima era relativamente seco y suave con el cielo queriendo nublarse. Afuera comenzó a multiplicarse la gente que caminaba por el medio de la carretera pues una especie de celebración encendía el ánimo de todos. Entonces el minibús se estacionó en un pequeño descampado situado en la parte baja del pueblo. Al bajarme ya caída la tarde me puse en la tarea de buscar alojamiento. Comencé a caminar por una empinada ladera hasta que di con un lugar donde dormir. Era una humilde habitación en una casa de campo con dos camas donde apenas salía un chorrito de agua de la ducha y el grifo estaba roto. Igualmente me las apañé como pude. Todo estaba bien cuando tire la mochila en el suelo y me acomode un ratito a descansar. Había transcurrido una completa y dura jornada de viaje. Después de un breve descanso me di una vuelta por la casa donde podía percibir en el ambiente cierto aire místico y festivo. Eso lo podía percibir por los trajes religiosos que vestían con el diseño de la cruz ortodoxa en sus telas, mantones y gorros, en sus bastones de oración. Además la sensación de ver llegar más y más peregrinos de todas partes del país me hacía sentir algo profundamente religioso que palpitaba en el corazón del pueblo etíope. Eran los días de Navidad con la celebración del nacimiento de Jesucristo.
Fue una tarde a los pies del Annapurna un año atrás cuando conocí a Heber paseando por el lago de Pokara. Aquel día sentados en una mesa como único testigo el aura Nepalí decidió nuestro destino. Acaso la vida no está hecha para sueños que sobrepasan las cumbres más altas y borrascosas. Aquellas que teníamos enfrente y de una manera u otra marcaron el comienzo de este viaje El tiempo había pasado tan rápido que parecía que fuera ayer cuando nos conocimos. Recuerdo aquel día que planificamos el viajar juntos por África y entonces finalmente llego el día de volvernos a ver. Aquella tarde de camino al aeropuerto me costaba imaginar la vida en aquel árido lugar de árboles espinosos entre la tierra yerma y los extensos «cultivos de teff «el cereal cultivado en Etiopia. Era un paisaje de montaña ahogado entre el polvo y pelado. Iban apareciendo humildes aldeas detenidas en el tiempo. Cuando me bajé en el aeródromo había grandes grupos de animales tras una cerca a través de la cual podía ver a cervatillos rastreando con su olfato al otro lado la pista de aterrizaje. Aquel lugar era el punto de encuentro de dos almas viajeras. El avión aterrizó. El vuelo de Adís Abeba a Lalibela había llegado a su destino. De repente aquel hombre que asomaba por la puerta del aeródromo era mi amigo Heber. Estaba ligero de equipaje con pantalón corto deshilachado, gafas de sol, camiseta de Garfield y los dedos de sus pies al aire. Lucía colorido igual que las más de cincuenta banderas de los países que había visitado que cubrían su equipaje.
Recuerdo que sus ojos miraban asombrados a su alrededor conmovido por pisar de nuevo un lugar desconocido de nuevo. Ya en el bus de camino a Lalibela Heber no dejaba de observar por la ventanilla las chozas redondas de paja y la gente que pasaba. Hombres con sacos al hombro mujeres con ramas secas a sus espaldas y niños con bidones de agua en la cabeza. Todos recorrían grandes distancias. “¡Bienvenido a África!”, le dije a Heber.
Lalibela se encontraba en el corazón de Etiopía y era el lugar de peregrinaje más importante para miles de cristianos ortodoxos etíopes que viajan a pie durante días para llegar a esta ciudad a cumplir promesas y visitar los lugares sagrados. Todo aquello correspondía con el ruido y el jolgorio que había presenciado en el bus cuando llegué a Lalibela: las personas llenas de fe se sentían pisando tierra santa. Heber llegó el 6 de enero de 2008 justo un día antes de Navidad pues en la Iglesia Ortodoxa Etíope se sigue utilizando el antiguo calendario copto razón por lo cual existe una diferencia de siete u ocho años menos con el calendario gregoriano.» La Navidad o Genna se celebra el 7 de enero no el 25 de diciembre»
Delante de nuestra casa había un camino que subía al monte y fieles con largos palos en cruz de madera de hierro y una dorada, con velas y biblias en la mano subían de madrugada todavía en la noche solemnemente hacia la iglesia situada en la zona alta de Lalibela. Aquel día no nos hizo falta poner el despertador. Volvimos al cuarto y pasadas unas horas cuando aclaro subimos caminando juntos a conocer la parte alta del pueblo. Cuando llegamos el ambiente que se respiraba era de otro tiempo. Una fuerte atmósfera religiosa reinaba en Lalibela. Las calles se teñían de blanco, Ceremonias litúrgicas, plegarias y multitud de fieles sanos y enfermos se congregaban a las puertas de las iglesias. Eran miles de personas ataviadas con telas de algodón blanco llamadas Shamma que usaban como mantón. Los mendigos sentados por los suelos o arrodillados de pie descalzos con muñones en los dedos con síntomas de gangrena en sus piernas, su mirada hiriente y perdida con su mano extendida pidiendo limosna rezando plegarias al cielo. El fervor religioso lo invadía todo. Todo, además era de una colorida viveza; el rojo de la tierra excavada con el verde de las montañas, el blanco de sus hábitos y los burros. En los mercados se vendían camisetas con la cruz de Lalibela collares con cruces latinas y griegas. Algunos ancianos llevaban tatuados en su cuello, barbilla, rostro, brazos y piernas pequeños y grandes crucifijos. La fe se vivía con intensidad.
Heber un tipo sin dogmas no tenía mucho interés en conocer iglesias aunque había un conjunto de once templos rupestres excavados en la roca basáltica y ocultos en el interior de las montañas. Costaba cincuenta dólares conocer aquel conjunto de iglesias del siglo XII, un precio para turistas más alto que el salario mensual de un etíope. Decidimos no pagar la entrada y por ese motivo no fuimos a visitarlas, pero por suerte caminando sin rumbo por los caminos de Lalibela nos encontramos con una de ellas. El santuario estaba tallado en un único monolito de roca con forma de cruz bajo el nivel del suelo. Hundido en la oquedad de la tierra tenía uno que acerarse para poder verlo. Allí no nos encontramos con nadie salvo con un monje ortodoxo vestido con una túnica amarilla leyendo la biblia. Al verlo supuse que era el sacerdote que guardaba el templo y fue allí que me di cuenta que Etiopia no se parecía a ningún otro país conocido por ser una de las naciones más antiguas de África y del mundo.
La ceremonia del café
En la parte alta de Lalibela se desarrollaba la vida principal del pueblo con sus restaurantes, mercados y comercios. Abajo la vida era más tranquila y rural. Éramos un centro de atracción especialmente para los niños que se nos acercaban pidiendo caridad. Uno de ellos se hizo nuestro amigo y nunca se despegaba de nosotros. Le prometimos que iríamos a su casa pues él insistía en invitarnos cada vez que nos veía. La casa era de barro y piedra con el techo de brezo seco y un pequeño terreno donde la mama nos recibió. Ella era una joven hermosa como su nombre «Anisa.» Era inevitable no fijarse en su belleza, en su fino cuerpo y largas piernas, en su pelo rizado y abultado a la altura de los hombros, en sus grandes y redondos pendientes colgantes de color dorado. Su blusa blanca con estampados de colores dejaba ver en su cuello un crucifijo tallado de madera con la cruz de Lalibela. Anisa nos recibió con la ceremonia del café tradición de Etiopía. Lavó el grano sin tostar en una tina y en un infiernillo metálico fue haciendo la brasa. Luego sobre un platillo plano tostó el café que nos acercó para que degustáramos el aroma. Bien tostado lo molió en un mortero añadiendo agua en una cafetera tradicional y lo hirvió. Nos lo sirvió en unas tazas sin asas mientras el olor a incienso se mezclaba con el aroma del café y de la paja seca que cubría el suelo. Heber y yo estábamos sentados a la mesa en unos troncos de madera, al otro lado estaba su hijo un niño que no dejaba de mirarnos alegre él de que estuviéramos en su casa. Vestía una camiseta de un equipo de futbol pantalón vaquero y playeros. La disposición de Anisa era de atención. Su gesto expresaba empatía y gratitud. Mientras seguía en sus quehaceres se acercaba a nosotros cuando podía y nos servía otra taza de café. Luego nos invitó a comer enjera la base de la alimentación etíope que se come a cualquier hora. Era una masa no muy espesa hecha con harina de teff que se ponía sobre una plancha de barro hasta quedar cocida. A la masa parecida a una torta esponjosa le añadió pollo con salsa, lentejas, puré de garbanzos, verduras, ensalada, arroz y salsa picante. La proximidad y la calidez se ensanchaban un poco más a cada instante pues en la misma medida en que se abrían nuestros corazones asimismo éramos acogidos por esta familia en su casita de barro y paja. Desde aquel día Heber y yo nunca faltamos a la ceremonia del café. Aquel ritual sagrado se hacía en cualquier puestecito de venta o en cualquier casa donde nos deteníamos por el camino y nos invitaban a pasar. Esos espontáneos encuentros iban siendo una tónica común en África en donde no había una bombilla que iluminara las casas pero siempre había espacio para el forastero o quien lo necesitara.
Por lo que estaba viviendo a mí me daba la impresión de estar en un mundo aparte donde todo era diferente» hasta el horario» pues para los etíopes el día comienza con la puesta de sol que serían las seis de la mañana para nosotros, o sea que cuando nos decían que el bus salía a las once de la mañana realmente lo hacía a las cinco de la madrugada «seis horas menos» por lo tanto nos teníamos que levantar todavía en la noche para poder llegar con tiempo y organizarnos.