Fue un cruce de frontera fácil y rápido, sin apenas gente. Salí a la calle caminando ya en lado etíope » Metema», y crucé una pequeña valla de madera. Conforme fui caminando los niños se me acercaban pidiendo limosna sin despegarse de mí. Llevaban la cabeza rapada, vestían zarrapastrosos con camisetas tres tallas más grandes que les servían también de pantalón. Había chamizos mugrientos que eran burdeles con cantidad de preservativos usados tirados por el suelo lo cual indicaba que el sida estaba presente. Todo alrededor era muy precario y me sentía algo asustado. Caminaba solo por la carretera con la gente mirándome como si tuviera la obligación de darles algo. Me di cuenta de repente que todo había cambiado.
Dos kilómetros más allá había un descampado de donde salía el transporte y se palpitaba la pobreza. Los adultos me daban cierto canguelo con sus penetrantes miradas donde podían verse las marcas de una vida difícil. En los rostros de esos hombres delgados con aspecto aguerrido veía las huellas de la miseria. Me limité a subir a una furgoneta que salía rumbo a Gondar y al lado mío subieron unos cuantos pasajeros sin dirigirme la palabra. Iban envueltos en un grueso mantón con un largo palo de madera o bastón. Miré a mis compañeros de viaje sin poder comunicarme con ellos mientras tapaban con una lona azul de plástico toda la mercancía del techo. Era difícil no estar alerta pues una vez arrancamos en ocasiones la furgoneta paraba y se subía algún hombre con una metralleta Kafelnikov colgada del cuello que luego depositaba sobre el asiento entre sus piernas. ¿Cómo no sentir un impacto por todo lo que veía? Lo único que sabía era que tenía que adaptarme a los cambios en África y familiarizarme con ello pues era el día a día. Tras salir del poblado de Metema la carretera se remontaba en altas tierras. De los desiertos de Sudán pasaba entonces a las montañas de Etiopía. Míseras chozas de barro y paja sin agua ni luz iban apareciendo por el camino. También veía aldeanos arreando con un palo su ganado en medio de la carretera escuálidos y de rostros arrugados como si a sus cuerpos le faltaran fuerzas. Iban vestidos con harapos y caminaban descalzos, otros con sandalias hechas con caucho de neumáticos. Más adelante sobre el mediodía atravesé una región montañosa rica y fértil, más húmeda y pedregosa. Pasadas unas tres horas llegué a la ciudad de Gondar la antigua capital imperial de Etiopía fundada en 1632 por Fasilides.
GONDAR
A medida que iba entrando la veía más lozana y fresca apareciendo ante mis ojos rodeada de vegetación y de verdes montañas. Las carreteras cubiertas de tierra se habían ido trasformando en césped cuando llegué al centro de la ciudad que estaba presidida por una rotonda con la estatua del emperador Tewodoros quien trasladó la ciudad capital del Imperio de Gondar «primero a Debre Tabor y luego a Magdala».
Por los bordillos de las aceras adoquinadas moto-taxis de color azul y techo blanco se amontonaban abriéndose paso. Me encontraba en lo que llaman Piassa a raíz de la ocupación italiana durante la Segunda Guerra Mundial. Podía ver toscos edificios a dos alturas curvilíneos con cubierta plana y formas cilíndricas que se mezclaban con sus tonos apastelados como un popurrí de colores con las casas de planta baja y techos de chapa. Y si fijaba la vista un poco hacia arriba, a la parte más alta, desde cualquier punto florecía el bosque que encerraba el recinto real amurallado con los edificios de la ciudadela del siglo XVII de Fasal Ghebi.
Los rostros de las mujeres me parecían realmente hermosos como hacía tiempo no había visto. Lucían un talle esbelto con vestidos de tela de algodón de tonos blancos y grises cubriendo sus cabezas con una tela atada al cuello. Me vi de pronto unas horas después en plena tarde fijando la mirada en las pinturas de una mujer, pero no podía evitar detenerme en su redondo, fino y limpio rostro. Su nombre» Subira» con esa sonrisa blanca y bonita que irradiaba belleza y claridad. Su pelo afro y largo con variaciones de trenzas era todo un arte en sí. Subira permanecía sentada en una silla con su vestido blanco de coloridos bordados brillantes brazaletes de plata y collares. Además exponía obras de arte en la calle expresando el sentir de su cultura con sus cuadros y pinturas. En sus trabajos representaba imágenes religiosas, figuras humanas bíblicas, de vírgenes, santos y ángeles. Eran muy vivos los colores que usaba; rojo de sangre, azul celestial, verde terrenal. También pintaba castillos medievales y en uno de ellos reconocí la ciudadela amurallada de Fasil Ghebi. Entonces le pregunté:
—¿Es así en la realidad?
—Por supuesto. No deje de ir a visitarlo –me respondió, y entonces pensé que no me podía marcharme de Gondar sin hacer la visita.
No podía irme de Gondar sin visitar Fasil Ghebi. Se podía llegar caminando puesto que estaba prácticamente al lado de todo siendo el mismo corazón de la ciudad. Así que decidí hacerlo subiendo caminando por la carretera en dirección a la muralla. Alrededor la vida seguía en su tránsito normal. Me cruzaba carros de caballos con pasajeros y triciclos de camino al recinto real y me encontré al llegar con un conjunto de castillos de piedra y murallas almenadas en medio de verdes colinas. Todavía se conservaban sus baluartes en buen estado y me daba la impresión de encontrarme en el medievo europeo. Después de pasear por sus jardines abandoné el recinto imperial y viajé en un moto-taxi hasta el palacio de verano de Fasilides que se encontraba un par de kilómetros más alejado. Cuando pagué la entrada al recinto me encontré con un palacete en medio de un estanque rectangular cercado por un muro de piedra rodeado de árboles que crecían torcidos ahorcándose entre el cemento. Todo permanecía intacto, hasta el agua estancada parda y musgosa.
Adis Abeba
A medida que nos adentrábamos en la ciudad me daba cuenta que estaba en otra gran urbe africana desordenada y ruidosa. Levantaban el esqueleto de altos edificios con andamios de madera. Trabajaban hombres y mujeres cargando sacos de cemento y piedras. Frente a las oficinas y los negocios vendían mazorcas de maíz en la calle. Fue a la altura de la plaza Meskel que giramos por el estadio hacia la calle Churchill en dirección al barrio de Piazza sorteando minibuses, taxis blancos y azules que lo inundaban todo. Entre tanto caos no dejaba la miseria de asomarse en pobres barrios de casas de chapa cuyas calles estaban llenas de mendigos y niños sin hogar que vivían bajo la silueta de las montañas que contorneaban la ciudad con sus cerros verdosos.
Aquel día que Heber y yo pusimos los pies en el barrio de Piazza la tarde llegaba fresca pues la ciudad está situada a 2400 metros de altitud. Preguntamos por una habitación en el hotel Taitu, pero estaba completo así que Heber y yo nos hospedamos en una calle colindante. Un portón metálico con un gran muro delimitaba la entrada a una Guest House de planta baja donde reservamos una sencilla habitación con cama doble para cada uno. Todo iba bien, pero de repente una nube de humo tóxico entró en nuestra habitación y el fuego avanzó rápidamente hacia nuestro edificio. Todos corrimos a sacar nuestras pertenencias. Algunos colaboraban tirando agua desde el tejado de nuestro hotel al otro, pero servía de poco. El Hotel Taitu quedó totalmente calcinado y nada pudieron hacer los bomberos para apagarlo. La noticia conmocionó a Adís Abeba y nosotros nos habíamos salvado de milagro.
Alrededor de nuestro distrito en Piazza, vetustas casonas y edificios invitaban a pasear. Un día se nos acercó amablemente en la calle un chico de estatura media que se hacía llamar Amadi. Vestía pantalón vaquero y jersey de lana y a primera vista era muy educado, limpio y bien aseado.
—Soy estudiante, ¿a dónde se dirigen? –preguntó.
—Pues hoy teníamos pensado ir al mercado –dijo Heber.
—Os puedo acompañar. Está muy cerca –dijo Amadi–, así practico el inglés. No estoy buscando nada ni quiero dinero. Además, puede ser para vosotros muy peligroso ir solos. No es un lugar aconsejado para turistas. Más aún si sois italiano.
—Soy argentino –dijo Heber–, y mi amigo español
—Por el acento pensé que eras italiano. ¿Sabéis que durante el reinado del emperador Haile Sellassie, el 9 mayo 1936, las tropas fascistas comandadas por el dictador Benito Mussolini ocuparon Adis Abeba?
—Algo he leído –dijo Heber.
—Tengan cuidado. El etíope es muy orgulloso y soberbio y tiene desdén hacia el extranjero. Intentaran cualquier astucia parar engañarles –nos advirtió Amadi.
Por el camino, Amadi nos contó la historia del descubrimiento del café «de cómo una pastora en el intento de buscar a una cabra que se había perdido de su rebaño en los montes de Kaffa cogió los frutos de una planta para comer y al masticar sus semillas descubrió que eran estimulantes».
Yo tenía claro que Amadi quería ganar nuestra amistad para luego de alguna manera sacarnos dinero, podía leerlo en sus ojos y supongo que Heber también lo sabía. No había sido como mi paso por Nubia en Sudan en donde las personas lo hacían generosamente sin mostrar interés alguno. Entonces recordé aquellos días con Adbul y Faiz mientras seguía los pasos de Amadi que nos hacía de guía hasta el mercado. Cuando llegamos, como era de suponer desde el principio Amadi nos quiso cobrar por sus servicios. Heber le explicó claramente las cosas como el solía hacer con seguridad y firmeza, y le contestó rotundamente que no le íbamos a dar nada. Entonces Amadi enojado se dio la vuelta y se fue.
El mercado centro económico de la capital etíope era una extensión enorme de callejuelas y chabolas donde bullía el tráfico de vehículos entre personas y burros. Las calles estaban levantadas y llenas de pobres necesitados, buscavidas, ladrones, lisiados y mucha gente tirada en los andenes pidiendo limosna. Había muchos jóvenes con los ojos exaltados masticando hojas de khat, una planta estimulante. Heber y yo escurridizos comenzamos a caminar por aquel laberinto de tiendas de chapa para buscar una pieza para su cámara fotográfica por un barrizal donde, entre cajas vacías y basura se podía encontrar de todo. Telas, antigüedades, ropa, sombreros, zapatos y electrodomésticos. En medio de toda aquella barriada de chabolas se desvanecían los sueños y no es que nos sintiéramos inseguros, pero era inevitable sentir una carga al ver lo difícil que era vivir allí.
De Camino a Jinka
A la salida de Addis Abeba el tráfico apretaba las calles y a medida que volvíamos al entorno rural el flujo de carros fue mermando. Iban caminando los campesinos pegados a la carretera con bastón de madera en mano y gorra de béisbol. Sus casas eran típicas cabañas redondas con tejado cónico de paja y ramas a donde llegaban las mujeres sentadas en los carros tirados por burros cargados de garrafas amarillas de agua. Por el camino grandes invernaderos de flores empezaban a quedar atrás a la altura de nuestras cabezas. En la región de Oromía a la altura de la comunidad de shashamane se pintaban las fachadas de las casas con los colores de la bandera Etiopía. Colgaban de las paredes y en los árboles gorros, pareos, pantalones, camisas de tela con la imagen de Haile Sellassie y Bob Marley y se movían por la carretera las personas que llevaban rastras en el pelo.
Cuando Habían transcurrido cinco horas de viaje rumbo a Jinka un águila rapaz planeaba ágil sobre el cielo siguiendo la corriente de aire desde las partes altas de las montañas con sus páramos a los lagos en el centro del gran valle de Rift. Los territorios habían cambiado, una vegetación densa y verde nos acompañaba. A medida que avanzábamos más hacia el Sur pasamos por uno que otro pueblo tribal, pero íbamos sin hacer paradas y no nos detuvimos.
Fue poco antes de llegar que comenzamos a cruzarnos con los hamer uno de los quince grupos étnicos que se asentaban en aquella región. Veía por la ventanilla de nuestro autobús una diversidad tribal y cultural única como nunca había visto. Caminaban semidesnudos en grupos. Los hombres lucían esbeltos cuerpos con plumas de avestruz en la cabeza y las mujeres llevaban sus pechos al desnudo con el pelo y su cuerpo en forma de casco peinado con barro y untado en arcilla. Faldas de piel de cabra y abalorios, collares y brazaletes coloridos. Desde nuestra posición sentados veíamos gritar a los niños que corrían pegados al autobús. Ellos alzaban sus manos pidiendo botellas de agua que les tiraba la gente por ventanilla, y que luego bebían para quedarse con los envases de plástico que utilizaban para guardar otros productos como leche y miel. “¡Mira, mira adónde hemos llegado! ¿Los ves?” le grité a Heber que estaba sentado junto a mí y se fue rápidamente a la parte delantera del bus para ver mejor. Yo levanté así la voz por la emoción del encuentro porque aunque solo fuera estar un poco más cerca de los hamer quería compartirlo con Heber. Todo había sido espontaneo e inesperado.
En aquel mismo momento el bus se detuvo, la gente bajó a hacer sus necesidades y nosotros también lo hicimos. Estábamos en una zona agreste donde el sol castigaba. En aquel momento me quedé hipnotizado viendo las cicatrices marcadas en las espaldas ensangrentadas de las mujeres hamer y sintiendo arder mi sangre al pensar que dejarse azotar a latigazos con varas finas de arbusto era signo de fortaleza y fidelidad para esa cultura.
Valle Del Omo
Había visto muchos documentales sobre las tribus que habitaban los recónditos valles del río Omo, sus ceremonias ancestrales, modificaciones corporales, ornamentación facial, pintura y simbolismo. El río recorre de Norte a Sur la región suroeste de Etiopía y desemboca en el lago Turkana entre Kenia y el margen occidental de Sudan del Sur.
Según habíamos escuchado era muy difícil acceder por cuenta propia a las diferentes tribus que se esparcían por el valle del Omo. Se trataba de lugares remotos y vetados sin el correspondiente permiso. Para visitarlos había que contratar una agencia o un guía, pagar un coche 4×4, chofer, combustible, la entrada al pueblo y un escolta armado o scout que nos acompañase. Para sacar fotos había que intercambiarlas por birr moneda oficial de Etiopía. Descartamos todas las alternativas posibles y decidimos dirigirnos por nuestra cuenta al mercado del pueblo de Jinka. Allí se reunían las tribus para vender sus productos pudiendo tener un contacto directo con ellos sin necesidad de pagar un tour. Cuando lo hicimos pudimos ver como ellos utilizaban su belleza corporal para ganarse el pan del día. Había mujeres y hombres de etnias diferentes, Hamer, Borana, Karo. Nos hicimos algunas fotos con los Mursi que contaban los clics de la cámara pues cada foto se pagaba con unos birr ya que el hombre blanco significaba monedas. El mercado lucía colorido. Se vendían berenjenas, tomates, lechugas, se intercambiaban productos. Los Mursi eran conocidos porque se rajaban sus labios inferiores para colocarse un plato de arcilla cada vez más grande con el transcurso de los años. Se hacían además escarificaciones y perforaciones en las orejas. Los hombres eran altos con aspecto malhumorado y se presentaban como bravos guerreros. Aunque eran conocidos por sus ingestas de alcohol y actuaban agresivamente en consecuencia.
Como Heber y yo llevábamos muchos kilómetros a nuestras espaldas nos las apañamos para alquilar una moto y nos fuimos a explorar por nuestra cuenta el valle del Omo. Dejando a un lado el temor tomamos carretera con Heber de conductor. Aquel día fuimos tan lejos como nuestras fuerzas nos lo permitieron. Salimos de Jinka hacia Turmi más hacia el sur donde el paisaje lleno de maleza y arbustos que se iban extendiendo a lo largo de una gran sabana. Las acacias era lo único allí que daba frescor al paisaje aquella mañana seca y calurosa. Contemplando el panorama sentado en el asiento trasero de la moto me sentía bien, aunque ya el culo empezaba a dolerme. De vez en cuando nos encontrábamos con los hamer parábamos la moto y nos bajábamos. Cuando nos acercamos a dos niños que llevaban arcos y flechas e iban semidesnudos adornados con una cinta de colores en la frente se quedaron inmóviles mirándonos. Entonces estreché la mano a uno de ellos y el apretó la mía, después sonrío y una agradable sensación se fundió entre nosotros. También puedo recordar la imagen en medio de la carretera de un matrimonio con su hijo que se dejaron sacar la foto sin cobrarnos nada. Era alto y musculoso el hijo, de aspecto valiente y recio el joven adolescente. Los atuendos de esta familia eran de lo más atractivos que había visto. Vestía el Chaval una camiseta de tirantes cubriendo su cuerpo con cuero y sujetaba un largo palo en la mano. Con ese pelo rojizo impregnado en barro la mujer y el hombre con falda larga y una extendida piel de cabra adornado él con conchas de cauri. Por aquellos lares habíamos descubierto el lado abierto y hospitalario de los hamer que llevaban un pequeño asiento de madera en la mano para sentarse. Pude sentir la viveza real y espontánea del encuentro en nuestro camino por el valle del Omo una impresionante sabana de caminos semiáridos. Heber estaba algo cansado de manejar y yo igualmente tenía el trasero adolorido así que pensamos que lo mejor sería regresar a Jinka. A la vuelta se levantaba el polvo en medio del valle del Omo y anidaban los pájaros en los árboles con la luz del sol cuyo brillo cegaba. Más allá de la llanura donde asomaban gigantes termiteras nos esperaba de nuevo Jinka. Heber y yo estuvimos de acuerdo en que aquella opción que habíamos elegido había sido la mejor. Nuestro viaje por el valle del Omo dejó grabadas en nuestras retinas las imágenes de un África que asomaba fugazmente por el espejo de una vieja motocicleta.
El Arca De La Alianza
Una multitud salía en la mañana de todos los rincones del pueblo de Jinka el 19 de enero víspera de la Epifanía del Señor que recuerda el bautismo de Jesús en el río Jordán. Las diferentes parroquias sacaban en procesión los «Tabots» réplicas del Arca de la Alianza que los diáconos y sacerdotes llevaban hasta la proximidad de un lecho de agua donde se reunían para la bendición oficiando misa. Delante de la peregrinación colocaban alfombras rojas que enrollaban y desenrollaban según avanzaban. Grupos de baile religiosos acompañaban con sus danzas y cantos esperando el paso de la procesión. Fieles vestidos con túnicas blancas y sacerdotes cubiertos de mantos ornamentados de todos los colores, rojos, morados, verdes llevaban largos palos en sus manos cruces que alzaban al cielo y coloridas sombrillas bordadas en hilo dorado. Admiramos un rato todo aquel jolgorio entre la multitud al ritmo de la música sacra y el zumbar de los tambores. Fue a mi paso por Etiopia entre Gondar, Lalibela al Norte, Jinka al Sur que me iba acercando a descubrir la fuerza de un pueblo que vive a medio camino entre la vida y Dios con una cultura milenaria que se mantiene viva a lo largo de los siglos.