Desde Tokio viajé a la ciudad portuaria de Fukuoka, en el extremo norte de la isla de Kyushu. Ahí me embarqué, a primera hora de la mañana, en un ferry hacia Corea del Sur, un país desarrollado, cuya creciente económica, tras la guerra coreana, no se puede eludir.
Una nueva nación, avanzada tecnológicamente, que ha despertado de su letargo, con la conexión de internet más rápida del mundo y donde el 97 por ciento de sus habitantes tiene acceso a la red. Aquella vez tenía todo el espacio para mí en el cuarto donde dormí, tirado sobre la moqueta, en los tradicionales futones; todo un lujo en comparación con aquel horrible viaje hacia la isla de Sulawesi, con la compañía Pelni de Indonesia. Mi viaje en ferry desde Japón me llevó a Busan, la segunda ciudad más grande de Corea, en el extremo sureste del país. Estaba listo para afrontar lo que viniera. La dársena de barcos tenía una logística portuaria moderna. Un puerto inmenso donde cargaban y descargaban buques portacontenedores. De hecho, entre muelles y grúas pude ver una parte de la totalidad de su área.
MERCADO JAGALCHI
Bajo un cielo encapotado y con lluvia, de camino al metro, una jovencita se acercó a mí para cubrirme con su paraguas. Unas paradas después, me bajé en la estación de Jagalchi y fui a dar con el mercado de pescados y mariscos. Cuando me vi a la entrada de aquel edificio vanguardista, todo acristalado y con muchas plantas, tuve la impresión de que había llegado a un centro de convenciones. Adentro, en el primer piso, las mujeres vendían todo lo que estaba relacionado con productos del mar, en diferentes puestos, apilados. Era llamativo, exótico e inusual ver, en las peceras de agua, especies raras, vivas, listas para comer. Paladares abiertos a otros gustos. No me refiero a ostras, almejas, gambas o centollos, sino a serpientes, pepinos de mar, o la peculiar lombriz conocida como pez pene, “gaebul”, que felizmente se contraía y dilataba en el agua; una señora, de un puesto, lo desmenuzo y lo cortó con unas tijeras, en trocitos, y como no murió instantáneamente, siguió moviéndose hasta ser fileteado. Se sirvió crudo en el plato, condimentado con salsa de soja, vinagre, aceite de sésamo y sal. Y es que a los coreanos les encanta el hoe, pescado crudo, parecido al sashimi japonés.
El recorrido me llevó a un segundo piso lleno de restaurantes en los que se podía cocinar a la parrilla lo que se había comprado abajo, o bien escoger un menú cerrado. En aquellas tarimas de madera, al igual que en Japón, se descalzaba la gente para sentarse a comer en el piso en las mesas bajas. Fue allí, bajo un techo cerrado, que me di cuenta de que el arte culinario en Asia se elevó hasta un punto desconocido. Estaba en un lugar que despertaba mis sentidos del gusto y la perfección, intentando procesar la información de todo lo que veía a mi alrededor. ¿Se va a atragantar aquella mujer? ¡Por dios!, va a asfixiarse como siga comiendo el pulpo vivo. Me dije con sorna mientras miraba cómo se movían los tentáculos en su boca a la vez que masticaba las ventosas para que no se le pegaran a la garganta. Dicen que el plato de sannakji, con aceite y semillas de sésamo, es afrodisiaco. No podía haber sido mejor mi llegada a Busan, pensé cuando vi que, en el octavo piso, había un hotel con disponibilidad de camas. Hice la reserva para tres noches. Todo un lujo con instalaciones nuevas y una gran terraza al aire libre.
PUERTO NAMPO O NAMBANG DE BUSAN
Desde el ático, la vista del puerto Nampo o Namhag era privilegiada, podía ver puentes atravesando la bahía, rascacielos; distinguí una gran flota de barcos pesqueros, que estaban atracados al costado, bien arrimados unos a otros, formando una línea horizontal en el mar. Contando que había viajado toda la noche en bus desde Tokio y atravesado el mar de Japón, Mar del Este, en ferry, a la media tarde me fui a dormir.
MERCADO NAMPO-DONG BUSAN
Al día siguiente salí a merodear por los alrededores del mercado de Jagalchi. Aligerado de la mochila, todo era diferente. Llegué a la zona comercial o distrito central de Nampo-dong. Ahí descubrí, en los puestos callejeros, sillitas y aperitivos, frituras, o twigim, y unos palitos de pescado con un vasito de caldo, llamados emouk u odeng. También dakgangjeong, pollo frito marinado en salsa agridulce o picante; o sundae, un tipo de morcilla coreana. Sin embargo, entre todo, mi plato preferido fue una masa de arroz, parecida a los macarrones, sazonada en salsa picante, “tteokbokki”.
Yo, acababa de llegar a Corea del Sur, y como dicen, donde fueres haz lo que vieres, pedí un botellín de soju, una bebida alcohólica surcoreana de licor de arroz, parecido al vodka, pero más dulce. Entonces, las personas sentadas al lado mío me servían chupitos y brindaban sonriendo, una ronda y otra más, mostrándoseme el carácter amable de los coreanos. En aquella área la actividad era constante, no solo había comida callejera, también tiendas departamentales de cámaras de fotos, de moda, clubs alternativos y centros comerciales subterráneos. Me animaba solo con ver la vida que tenía la ciudad, con ese brillo constante de luces de neón, todo dinámico y asociado entre sí. Además, los precios eran bastante más bajos que en Japón, lo que hacía que pudiera disfrutar y divertirme más.
HAUNDAE
Decidí extender mi estancia en la ciudad. No podía irme de Busan sin conocer sus playas, pues llegaba la estación del verano. La distancia fue de cuarenta minutos en la línea dos del metro, hasta llegar a la parte oriental, en el distrito de Haundae. La playa, extensa, tenía tantas sombrillas en la arena que no había un hueco para tumbarse a tomar el sol. Afortunadamente me senté en las escaleras del paseo, mirando el litoral, encajonado entre rascacielos; vi el horizonte cubierto de puntitos amarillos, flotadores, inundando el agua. Me resultó extraño no ver a ninguna mujer en bikini por la playa, pues todas usaban ropa aquel día soleado, y llevaban trajes de baño de manga larga, sombreros de ala ancha, máscara facial y maquillaje blanco en su cara. Es un hecho que la gente coreana tiene la piel sensible y no les gusta quemarse o ponerse morenos. Mas sí les gusta hablar con los extranjeros. Unos jóvenes estudiantes de despedida de fin de curso, alegres, se acercaron a mí para fotografiarme con sus móviles. Lo que me parecía era que los coreanos se mostraban más abiertos y extrovertidos que los japoneses, pero igual de respetuosos.
PLAYA GWANGALLI
En Busan, me pasó lo mismo que cuando llegué a Osaka, Japón; me sentí atravesando la flecha del tiempo hacia el futuro. Comencé a caminar por la costanera hacia el extremo sur de la playa y sentí que pisaba una ciudad tecnológica. En el parque Dongbaek, caminé por árboles y arbustos de camelia, y más adelante pasé por el club de vela, ya se iba haciendo de noche y las luces coloreaban el pavimento. .
Cuando llegué a la playa Gwangalli me desorienté un poco, no por tanta iluminación, sino al ver en el mismo margen del suelo arenoso el puente colgante de Gwangan, que conecta Haundae con Suyeong, con dos niveles, uno de ida y otro de vuelta, y construido en el medio del mar, con una estructura de más de siete kilómetros.