Kangding
De Chengdu a Kangding fueron diez horas de viaje, recorrí poco más de trescientos kilómetros por una carretera que bordeaba toda la garganta de los ríos afluentes del Yangtsé. Kangding era la puerta de entrada, una ciudad incrustada en las laderas de las montañas, punto de conexión entre China y el Tíbet.
Hacía mucho frío, pero nada comparado al que me esperaba más adelante. Allí cualquier bidón o lata se abría por abajo para utilizarse como hoguera. Las personas se sentaban alrededor frotándose las manos para calentarse del frío, charlar o tomarse una cerveza. Todas las tardes, en la plaza central, sonaba una música y la gente se reunía para bailar cogidos de la mano. Se respiraba un fervor religioso que nunca había sentido, un silencio conventual entre los pasos, una quietud que reposaba en todo lo que se movía. Me hospedé al lado de la estación para planificar mi viaje y junto con otros compañeros chinos negociamos una furgoneta para ir a Tagon, ciudad ubicada en la histórica región Kham, dividida entre la actual Región Autónoma del Tíbet y la provincia de Sichuan.
TAGON
A las ocho de la mañana paramos en una pequeña tienda donde comimos bollitos de pan al vapor, rellenos de carne, para el desayuno. La temperatura exterior era de cinco grados bajo cero. El invierno cortaba. Estábamos a 4000 metros de altura. Nos detuvimos en un mirador desde donde vimos numerosas banderas tibetanas alrededor de un santuario. De fondo había picos montañosos que superaban los 5000 metros. Dos pivotes de hormigón prohibían el paso a grandes vehículos, y por la carretera grandes verjas de metal protegían de posibles derrumbamientos.
En aquella meseta nos encontramos con un aeropuerto. Todo estaba desolado. El edificio del aeropuerto de Kangding se veía en un segundo plano entre las altas montañas. Era bella la visión de esa fantasmagórica terminal aérea a los pies de las imponentes cordilleras. Podía captarse nuestra verdadera y fugaz insignificancia. Finalmente, entrabamos a Tagon. Las casas estaban construidas en piedra. Tenían las ventanas y puertas pintadas de colores muy vivos. Había cintas de banderas de oración colgadas por todas partes. Una calle principal, una plaza y un monasterio eran la columna vertebral del pueblo. Se parecía al lejano oeste americano, pero no montaban a caballo, sino en motos, con sus grandes y anchos sombreros, al más puro estilo John Wayne. Calzaban botas de cuero sin espuela, llevaban gafas de sol, se cubrían con pañuelos, como forajidos, y usaban enormes chaquetones, hechos en cuero de yak, con mangas más largas que los brazos.
A la entrada del monasterio, un monje nos invitó a pasar. Los devotos daban vueltas alrededor de un mismo espacio mientras hacían girar hileras de ruedas de oración que iban sucediéndose entre altares y estupas. El fervor invadía aquella atmósfera mientras sonaba una música tibetana.
Al salir del pueblo podía verse un camino de peregrinación. Había una zona rocosa, con escrituras pintadas de blanco y brillantes colores, sobre el río, donde las familias rezaban. Me quedé allí sentado sobre las piedras escuchando el rumor del agua. Desde allí podía ver cómo los peregrinos se postraban en el suelo y se volvían a levantar continuamente.