Tras explorar el pueblo Tagon, regresé a Kangding. El río que bordeaba toda la montaña y los lagos estaba congelado. Después me dirigí a Ganzi, una ciudad que se encontraba a mayor altura, donde me hospedé en un hotel al lado de la estación. Me eché en la cama con mucho dolor de cabeza, a causa de la altura y el frío. Tenía que aclimatarme, cobijarme, calentarme y descansar.
Desde ahí pude ver cómo el valle se extiende alrededor del cauce del río, una vista panorámica de toda la región. El aire limpio dejaba ver con claridad el monte de Chola. En esos confines solitarios, atravesando aquellas tierras inhóspitas, surgían de las nada pequeñas ciudades llenas de vida; la gente apostaba a las ruletas en la calle, jóvenes que lucían modernos cortes de cabello, gafas de sol y bolsos de imitación de marcas americanas, y monjes, con sus teléfonos móviles, que fumaban, conducían motos y llevaban una vida como cualquier otra persona.
Una mañana, cuando caminaba por las calles, me detuve a charlar con una familia. Lavaban la ropa en una vieja lavadora que tenían en la puerta de la casa. Un niño que estaba con ellos vino conmigo hasta el mercado donde le compré caramelos. Había puestos de carne y vendían mantequilla por todos lados, que también utilizaban para proteger sus labios, agrietados, del frío y de las quemaduras del sol.
Dentro de sus templos podía ver ruedas de oración que giraban en las manos de los ancianos desde la primera hora de la mañana. En aquellos remotos lugares yo sería uno de los pocos viajeros que los pobladores veían en semanas. La ciudad estaba controlada y a cada paso había cámaras de televisión y garitas llenas de policías chinos, observando y vigilando los quehaceres diarios de los tibetanos. Ganzi fue uno de los principales epicentros de protesta frente a la invasiva política china en Tíbet. La prefectura autónoma de Ganzi está en la región de Kham del imperio tibetano, así que podía saborear la auténtica cultura sin tener que someterme a los estrictos permisos y controles que el gobierno chino exigía a los extranjeros que visitaban la Región Autónoma del Tíbet
No tenía horarios fijos de partida, así que cuando quería seguir mi camino tenía que levantarme a primera hora de la mañana. Sobre las seis ya estaba esperando afuera transporte a once grados bajo cero. Los bares abrían sus puertas y ahí esperaba sentado mientras desayunaba. Antes de la jornada laboral ya estaban lo tibetanos bebiendo tazones de té con mantequilla, el alimento básico de aquella región. Agregaban la mantequilla de yak y le daban al té una consistencia parecida al aceite, espesa, que yo bien recordaba de Mongolia. Claro que yo necesitaba un poco de azúcar o masa endurecida de queso, como hacían los tibetanos para dar energías calóricas a su cuerpo, pero prefería comenzar el día con sopas de fideos y verduras.
De Ganzi a Degue
Partí en dirección a Dege. Los cristales del vehículo estaban congelados y sólo empezaron a descongelarse al mediodía, cuando estábamos llegando Manigango, un pueblito en medio del camino, donde nos detuvimos para coger fuerzas. Todavía nos faltaba mucho. Había que atravesar los aterradores picos del monte de Chola, uno de los pasos más peligrosos del mundo, y además íbamos a cruzarlo en pleno invierno. Una valla a la entrada del puerto cerraba el camino y tuvimos que esperar casi una hora hasta que nos abrieron el paso, porque solo transitaban vehículos en una sola dirección. ¡No imaginaba que me estaba jugando la vida! La carretera era estrecha, terrorífica y estaba cubierta de una capa de hielo. Al dar un giro en una curva pude ver cómo saltaba al vacío. No había vallas de protección y mi corazón latía en cada curva cerrada. El conductor manejaba sobre un pavimento congelado y sin cadenas. En un momento se le fue la furgoneta y nos ladeamos varios metros. Nos quedamos casi colgados en el abismo.
Había sido aterrador y no habíamos llegado ni siquiera a la mitad del trayecto. Nos bajamos y al hombre se le ocurrió poner unas cadenas. Los pasajeros tibetanos hicieron plegarias en papel de colores que lanzaban al cielo y echaban a volar con el viento. Nos consolábamos con rezar a los Dioses para no caer por el precipicio. Finalmente, alcanzamos el punto más alto de Chola (5000 metros) y comenzamos el descenso, igual o más peligroso que el ascenso. ¡No veía el final de aquella pesadilla! Cuando conseguimos cruzar el paso, la valla de salida se abrió. El frío silbaba en dirección a los espíritus de las montañas, que habían escuchado nuestras súplicas.
Dege, incrustada entre valles y montañas, emergió de la nada. Había sido temerario y muy difícil el acceso a aquellos parajes tan alejados de mi mundo. Ahora, más allá de las grandes urbes y montañas, estaba en una tierra que destilaban bienestar, aunque muchas veces solo quería permanecer en mi habitación sin que nadie me molestase. Me gustaba sentir esa soledad necesaria. Allí, en los lugares más remotos del mundo, donde caminaba solo, me sentía más vivo que nunca. Era como si mi verdadero lugar estuviera lejos y una fuerza poderosa me obligara a buscarlo. Tenía que hacerlo.
Me dolía la cabeza y tuve que comprar pastillas para la altura. Después me retiré al hotel. Aquella noche soñé que atravesaba la frontera prohibida sin el permiso correspondiente para alcanzar la capital del Tíbet, Lhasa; y en mi sueño lo que había empezado como un juego acabó en un asunto político de las Naciones Unidas, en el que intervino hasta el presidente Obama. Los chinos presentaban pruebas falsas y grabaciones que me condenaban como espía. No hubo indulto para mí y me sentenciaron a pena de muerte. Desperté de aquel sueño y pensé en lo cerca que estaba de la frontera del Tíbet Autónomo, tan solo unos veintiocho kilómetros de distancia.
Desde la ciudad de Dege, donde me encontraba, salían vehículos en una larga travesía hacia Lhasa, pero no tenía el permiso correspondiente. Tenía que volver por el mismo tortuoso camino, aunque tenía al frente la vía de acceso al otro Tíbet, claro que podía entrar y jugármela, hubiera llegado. No obstante, tarde o temprano algún control de policía me detendría y lo pagaría muy caro. Entonces pensé en mi familia, en lo que podía pasar. A mal recaudo acabar como en el sueño, sin indulto, en una prisión. Decidí entonces regresar por el paso de Chola, pero antes quería descansar.
Un día muy temprano fui a visitar el monasterio –que era a su vez una imprenta– de Bakong, donde se guardaba parte del legado cultural tibetano. El monasterio o Lamasería de Bakong , famoso por sus imprentas tibetanas , en el imprimen con unas tablas de madera los libros de oración tibetanos , alberga el 70 por 100 del legado cultural del Tíbet , en él se encuentran los textos de las 5 ramas del budismo , 555 tablas de madera con la historia del budismo y la única copia que se conserva en el mundo .
La gente daba vueltas, charlando, a su alrededor sin parar durante horas. Un monje con un pequeño altavoz recitaba sermones en una de las esquinas y pedía limosna, otros tantos llevaban un hilo con piedras o un rosario de madera para rezar, algunos llevaban una rueda de oración que giraban incesantemente y otros solo caminaban en silencio. Hacía un frío que pelaba, y ya llevaba tres vueltas al monasterio cuando empecé a entrar en calor. Lo hombres eran fuertes, rudos, sencillos. Las mujeres llevaban colas alargadas con bolas de colores que colgaban; algunas eran tímidas, otras muy bromistas. Y los monjes comenzaban la mañana bebiendo su té con mantequilla y arroz dulce.
A primera hora emprendí mi regreso. Otra vez a rezar y a lanzar papeles de plegarias al cielo. El regreso fue mucho mejor y llegué de nuevo a Ganzi.