Daocheng
Al llegar pregunté por habitación en un hostal, pero este estaba cerrado. Caminé la calle principal, una avenida ancha y pavimentada que también tenía farolas, y encontré otro hospedaje, pero tampoco había nadie adentro. Sin embargo, al lado había una enorme casa tibetana donde una mujer me recibió. Al entrar me dio una gruesa manta para dormir sobre la alfombra, en una enorme sala de estar, me dejó descansar y se fue a la planta de arriba donde estaban los baños y las habitaciones. El salón en realidad estaba cargado de decoración, lleno de simbolismos, cuadros decorativos de mantras y budas, tapices y colgantes de la suerte. Empezaba a mirar el techo interior, que era en su conjunto un dibujo en sí de deidades y arte tibetano. Los muebles y cajones de madera estaban pintados a mano con motivos florales y religiosos. Todos aquellos objetos me daban una densa y pegadiza sensación, estaba rodeado de baúles, bancos de meditación y pequeñas mesitas con juegos de cuencos sanadores y tazones para cantar mantras. Entre todo eso resaltaban los colores intensos; rojos, negros y naranjas de las paredes y el mobiliario.
Xiangcheng
Viajé en dirección a Zhondiang. La primera parte del viaje pasó rápido e hicimos una parada para comer algo en Xiangchen. Ahí repusimos fuerzas para soportar lo que estaba por venir, pues ya estábamos en caminos de tierra pedregosa y con un polvillo envolvente que entraba por las rendijas. Atravesamos por una niebla tan densa que no nos dejaba ver nada, pero una vez desapareció la neblina el conductor nos dio un poco de tregua parando para estirar los pies. Poco a poco el viaje se hacía más duro y pesado, al punto que serpenteábamos por un estrecho camino, mirando con vértigo hacia abajo el abismo de una gran garganta. Seguíamos el Yangtse, cuyo curso corría con un fuerte caudal, que iba creciendo al encontrarse con otros ríos. Más adelante, el firmamento se volvió verde con las casas abrigadas en medio del valle, el azul intenso del cielo y el sol que brillaba al pie de la montaña, en las planas y extensas praderas. Después de cubrir aquellos 400 km de ruta en doce horas, llegué a Zhondiang.
Shangrila
El hinduismo, el chamanismo y el budismo conservan tradiciones que hacen de Shambala la fuente de su religión. En el Tíbet existe la leyenda de un reino legendario, oculto en algún lugar más allá de los majestuosos picos nevados del Himalaya, un paraíso terrenal inaccesible lleno de pureza, paz y conocimiento. Un reino místico y próspero que tiene la fuente de la felicidad donde los seres iluminados viven la eterna juventud, en perfecta armonía con el universo.
Dejando atrás las altiplanicies llegué a Zhondiang, en la provincia China de Yunnan, donde la influencia tibetana sigue presente en una sociedad que busca un ideal de iluminación, bajo el Shambala. Llegué ahí para conocer el monasterio de Ganden Sumtseling Gompa o Songzanlin.
Antes de acceder al monasterio, construido bajo mando del IV Dalai lama, entre 1678 y 1681, rodeé los campos de trigo de los alrededores en un paseo matinal. En mi recorrido observé cómo la paja del pasto se secaba en hileras dispuestas a gran altura sobre unos curiosos pilotes horizontales de madera. Había dado un gran rodeo y atravesado un molino de agua cuando me acerqué a la colina y llegué a un pueblito de casas tibetanas en las faldas del monasterio, en el que viven unos quinientos monjes y lamas. Bajo aquellos techos dorados con las ruedas del dharma o rueda de la doctrina entre dos ciervos, símbolo del camino hacia la iluminación, se percibía cierta sensibilidad. Me fui abriendo paso hasta la entrada del monasterio, curioseando por los callejones donde las puertas estaban abiertas y eran de libre de acceso. Subiendo las empinadas escalinatas, caminé por diferentes templos o pequeños monasterios que formaban un gran complejo religioso, todos formando un todo, en armonía. En uno de ellos un monje descansaba en una pequeña habitación. Aquel hombre me dedicó un poco de su tiempo para hacerme apreciar la vida cotidiana en la que vivía, me senté junto a él en su cama por un rato y dialogamos, después continuo como si nada, haciendo sus tareas diarias, estudiando y rezando mantras. Su afable sonrisa armonizaba con el brillo de su túnica roja, el radiante firmamento despejado y su respiración revitalizante. Allí arriba, en el monasterio, quise creer que existía un lugar puro de conexión karmica similar al Shambala, a medida que ahondaba en los diferentes edificios percibía la bondad natural del ser humano.