Sentada, esperando el metro en la estación de Nanjing, sin llamar fácilmente la atención y portando una visera negra, gafas graduadas, pantalón vaquero, un abrigo hasta las piernas y una pequeña mochila, estaba ella. Viajaba sola y no parecía preocuparse por su apariencia. No obstante, fue eso fue lo que llamó mi atención. Sentí atracción inmediata. Me senté a su lado en uno de los bancos del andén a esperar el tren. No había gente y no se escuchaba ningún ruido. La gente súbitamente había desaparecido. Era como si todo estuviese preparado para nuestro encuentro. Saqué un papel del bolso y le pregunté tímidamente la dirección de mi hostal. No estaba perdido ni necesitaba su ayuda, solo quería decirle algo, conocerla. Me respondió con un ligero movimiento de cabeza. Sin palabras, guardé la nota y regresé a mi posición. En el interior del metro nos separamos. Puse mi mochila en el suelo y me apoyé en una de las barandillas. Pero ella se acercó a mí desde el otro vagón con una publicidad que traía la dirección de un hotel. Me preguntó si lo conocía, le contesté que mi opción era más económica. Ella aceptó mi opción y nos dirigimos hacia el lugar que yo le había recomendado. Nos encontramos con un enorme caserón. Las mujeres y los hombres dormían separados. Yo me hospedé en el segundo piso. Ahí planeamos visitar el museo de la ciudad a las ocho de la mañana. Y así fue. Me habían recomendado ir a Nanjing. Lo que no sabía era que aquella ciudad había sido el escenario de una violenta masacre. Visitamos el memorial; no era un museo como yo pensaba. Cuando salimos, en una de sus esquinas, había un anciano, de más de 90 años, sentado con un recorte de periódico en la mano que certificaba que había sido soldado de la masacre de Nanjing. Resultó muy impactante ver a un héroe de guerra vivo contando la historia, y una pena para mí no poder entender ni una palabra.
La Masacre de Nanjing ocurrió durante la segunda guerra mundial después que las tropas japonesas ocuparan Nanjing en este entonces la capital china, el 13 diciembre 1937 más de 300.000 personas civiles chinas no combatientes murieron en la atrocidad guerra de 1 mes de duración, saqueos, incendios, violaciones, mujeres y niños asesinados y la ejecución de miles de prisioneros civiles. crímenes de guerra cometidos por el ejército japonés que todavía aquí se recuerdan en este edificio .
SHENZEN
Aquella misma tarde partimos juntos hacia la ciudad de Shenzen. Ella me facilitaba enormemente las cosas. No tenía que hacer nada, solo dejarme llevar. Ella encontraba las líneas de buses, las conexiones y los lugares. En un solo día podíamos realizar varias visitas, aunque el esfuerzo para mí resultaba tres veces mayor porque no estaba acostumbrado a ese ritmo. Desde las ocho de la mañana hasta la noche no parábamos de caminar.
Caía la noche y hacía frío cuando llegamos a Shenzen. Durante el viaje la acaricié por primera vez, posé mi mano sobre la suya y la agarré suavemente. Nos dirigimos al muelle en el que salían los tours nocturnos, en barco, por los canales. La noche invitaba al susurro y a no pensar en nada más que en aquel pequeño espacio. Mientras, una jovencita sentada en la proa del barco tocaba un instrumento tradicional chino que nos adormecía con sus melodías, la tomé de la cintura y me acosté sobre su hombro, después le aparté la melena y la besé en el cuello tiernamente. Cruzamos bajo el puente mientras se alargaban en el agua las sombras de las parejas abrazadas. Terminando el trayecto la barca se detuvo. De regreso al hotel sentí esas cosquillas de vida, la sensación de estar más juntos uno del otro. La miraba con deseo.
Ella venía de la China profunda. Vivía muy al norte, cerca de Rusia, donde no llegan los turistas y el clima es gélido. Nunca había hablado con un occidental y este era su primer viaje. Además, no hablaba nada de inglés. Se comunicaba conmigo a través del traductor de su móvil. Sin embargo, a pesar de la difícil comunicación, yo estaba empezando a enamorarme.
En uno de los paseos tuvimos problemas con el conductor del rickshaw, que era una carretilla llevada por una persona en moto. Me quería cobrar una tarifa desorbitada. Me sentí ofendido y le contesté. El hombre también se enojó mucho y empezó a gritarnos mientras se dirigía a Ella, acosándola constantemente. Por lo menos yo no entendía nada, pero ella estaba avergonzada. Todos nos miraban. Al fin, subimos a otro rickshaw mientras aquel hombre seguía insultándonos, hasta que lo perdimos de vista. En el camino, ya no pudo contenerse y se echó a llorar sobre mi hombro. Todo era hostil, especialmente para ella.
HANGZHOU
Al otro día, la mujer sacó los billetes del tren para la ciudad de Hangzhou, yo los guardé en el bolso. Pero, ya en la estación, me di cuenta de que los había perdido. A pesar de la tensión, ella, sonrojada, fue otra vez a comprarlos. Llegamos a Hangzhou, antigua capital imperial. Era temprano y nos fuimos de paseo al Lago del Oeste. Daba gusto ver la lozanía de las aguas y los jardines, al tiempo que Ella, serenamente, dirigía su mirada al mundo. Aparecían y desaparecían pagodas y templos mientras nosotros pasábamos fugaces. Finalmente, nos sentamos en unas escaleras a la orilla del lago y nos miramos hondamente a los ojos. Entre nosotros había un delicado vinculo, como el amor que nace entre los niños cuando el gusto los une. Era bello sentir cómo a pesar de venir de mundos tan distintos permanecíamos juntos y éramos un soporte el uno para el otro. Pero como todo no podía ser perfecto, de repente un borracho se nos acercó, cogió la comida que habíamos comprado y nos la tiró encima. Era demasiado. Nos había pasado de todo en aquellos días. Sin embargo, todos los inconvenientes me permitieron conocer la verdadera dulzura de esta mujer; ella cuidó de mí, y aunque nuestra convivencia era el encuentro de dos mundos distantes, el afecto entre nosotros nos unía profundamente.
Había sufrido algunas fases de ansiedad en mi viaje por China. Me costaba respirar y el corazón se me oprimía. En medio del anhelo incesante de continuar avanzando, ella me obligó a detenerme. En ese momento, pensé que en el fondo solo había llegado a China para conocerla. Al otro día, en la mañana, la miré al despertar. Observaba su cabello largo, su piel suave, sus ojos rasgados y su misterio. Estiré mi mano por encima de la mesita y Ella, suavemente, juntó la suya con la mía. Entonces se levantó de su cama y se recostó sobre mi cuerpo. Luego, me acarició y me besó. Simplemente se sentó en la cama y me animó diciéndome que no quería verme llorar, que un hombre debía ser fuerte. Sin embargo, después del consuelo recibí el golpe: me dijo que aquella historia tenía que terminar en ese mismo momento. Quería seguir sola su camino hacia Shanghái, lugar al que pensábamos ir juntos.
¡Maldito sea ese pájaro que vuela y deja el nido! Cogí la mochila y me fui. Ella me acompañó a la parada de la estación; llovía mucho y cogió su paraguas para protegerme de la lluvia. Entonces nos acercamos al lago donde habíamos paseado el día anterior. El bus llegó y nuestras manos se separaron. Apenas podía ver su rostro, que se perdía bajo la lluvia y la niebla que cubría el lago, mientras me alejaba. Allí estaba Ella con el paraguas en la mano, diciéndome adiós por última vez y sollozando como una niña sola. El recuerdo de su imagen me rompía el alma. Me sentía profundamente solo, entristecido. En aquel tren de alta velocidad, hacia Shanghái, era un ser invisible, inerte, alejado del mundo. En cualquier caso, acabé comprendiendo mi camino y aceptando que mi destino era seguir avanzando. Nuestro encuentro había sido inesperado, como todo lo importante en la vida, y aunque viajar puede hacerte duro, con Ella había vuelto a sentir una fragilidad esencial, que me permitía captar otra dimensión de la existencia. La vida del viajero es solitaria e incomprensible, te golpea fuerte en ocasiones, hasta que sale el sol y da vida de nuevo a tus sueños, te hace más fuerte; creces. Y eso había vivido. Me fui sin ni siquiera saber su nombre.