Duré realmente poco en Shanghái. Debía renovar otra vez mi visa, aunque esta vez sí conseguí tomar un tren hacia Hong Kong. Después de un viaje que duró toda la noche me adentré en la garganta del dragón. Era imposible no exaltarse en medio de tanto movimiento. Quedé en shock cuando miré de arriba a abajo la algarabía de rótulos publicitarios. Pronto tuve que pensar en buscar un alojamiento y solo conocía dos posibilidades que se acomodaban a mi reducido bolsillo: los emblemáticos Chungking Mansions y Mirador Mansions, edificios elegidos por el gobierno para acoger a todos los inmigrantes de la India, Pakistán, África, América Latina, Nepal, Bangladesh, etcétera. Así que me hospedé en Chungking Mansions, lo cual se convirtió en toda una experiencia.
El edificio era de dieciséis pisos y estaba dividido en cinco bloques. Esperar la cola para subir a un elevador resultaba una odisea. Al abrirse las puertas se desataba una avalancha, y si uno no alcanzaba a entrar a los empujones, había que esperar. La alarma saltaba por exceso de peso y entonces se empujaban unos a otros hasta que dejaba de sonar. Todo el mundo pisaba al otro y uno se acostumbraba a los embotellamientos y tropeles. Ceder el paso constituía una misión imposible en la ciudad más densamente poblada del mundo.
Dentro del edificio había oficinas de cambio, pequeños restaurantes indios, pakistanís, africanos. Rebosaba de tiendas textiles, de ropa, de electrónica. Este inmueble constituía la vida social y cultural de los inmigrantes en Hong Kong. El restaurante indio, donde comía, más tarde se transformaba en una tienda de móviles; el dependiente que me daba un vaso de agua, después me vendía ropa. Vivir allí era todo un espectáculo y yo jugaba mi papel. Me acostumbré a la comida y a mis nuevos vecinos.
Vivíamos hacinados. Mi pequeñísima habitación medía apenas cinco metros cuadrados, tenía ocho camas y apenas medio metro de pasillo. Tenía un compañero indio con un turbante a quien a menudo le visitaba una chica filipina. En aquel cuarto reducido nos habría paso como podíamos, no se sabía quién entraba o salía porque cada día todo cambiaba y la gente era nueva.
Un mochilero mexicano, llamado Simón, llegó y nos hicimos amigos. Había llegado allí por la misma razón que yo: era lo más barato. Estudiaba Leyes y volvería a México para su graduación. Simón había salido a conquistar el continente asiático porque había escogido la carrera de abogado solo para contentar a sus padres. Sabía bien lo que le esperaba en México: un puesto de trabajo en el Estado, una gran camioneta, vestir traje de etiqueta, acoplarse al sistema. Sin embargo, él deseaba todo lo contrario y por eso había volado hasta Asia, para cumplir sus sueños. Conquistar China no resultaba una tarea fácil, pero Simón no se rendía.
En mis días por Hong kong conocí otro viajero español, un artista que dibujaba caricaturas, yo le acompañaba a una de las calles principales donde trabaja y me sentaba detrás para admirar su arte, así hice un amigo por las calles de Hong Kong .
En Hong Kong podía ver colas de gente esperando para entrar en la tienda de Chanel, regulando su entrada había un guardia, y era común encontrarse tiendas de Rolex en pocos metros de distancia, y todas llenas de gente adentro que sentados en los mostradores compraban relojes. Eran coches de marca Ferrari, Rolls Royce los que se podían ver uno tras otro, por las calles continuamente.